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ANÁLISIS

La deriva europea hacia la derecha no es inevitable

La líder del partido de extrema derecha francés Rassemblement National (RN), Marine Le Pen, y el primer ministro húngaro, Viktor Orban, en 'La Cumbre de Varsovia' de Varsovia, Polonia, el 4 de diciembre de 2021.

Julia Cagé 
/ Thomas Piketty

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Por toda Europa, desde Italia hasta Hungría, pasando por Finlandia y por Grecia, la extrema derecha sube en las encuestas, los gobiernos se escoran a la derecha, y la izquierda se hunde. ¿Estamos entrando en una nueva era política? ¿Podrá la izquierda volver al poder? En otras palabras, ¿es la deriva hacia la derecha inevitable?

Hemos revisado los datos históricos del voto remontándonos hasta la Revolución Francesa y las conclusiones, recogidas en nuestro último libro (Une histoire du conflit politique), ofrecen un panorama más optimista sobre lo que puede ocurrir en los próximos años. Destaca el potencial de la base de votantes de izquierda y sugiere que virar hacia la derecha en materia de inmigración para recuperar el voto de la clase trabajadora es un callejón sin salida desde el punto de vista político.

Hemos estudiado las pautas de voto a partir de datos recogidos a nivel municipal, cubriendo todas las elecciones legislativas y presidenciales celebradas entre 1848 y 2022, así como los principales referendos que hubo entre 1793 y 2005. La principal ventaja de examinar datos tan localizados es la amplitud de perfiles electorales que hay en los 36.000 municipios franceses, con distritos muy pobres y muy ricos, una gran variedad de acuerdo con el tipo de industrias y de ocupaciones, y proporciones variables de licenciados, inmigrantes, etc... Tener estos datos permite un conocimiento muy detallado de las pautas de voto en el largo plazo. 

Además, hemos podido estudiar la interacción entre distintos factores. No solo los ingresos, el patrimonio, la educación y la profesión de la gente, sino el tamaño de su ciudad o de su pueblo, así como el tipo de zona geográfica en la que vive. Esto es algo que no puede hacerse de manera fiable con las encuestas debido al tamaño reducido de las muestras con que necesariamente trabajan.

En los últimos años se ha impuesto la idea de que las clases populares han abandonado por completo a la izquierda. Algunos hasta afirman que la izquierda en Francia se ha convertido en un voto bobó. O sea, que el apoyo a la izquierda procede en su mayoría de la clase burguesa-bohemia más acomodada. Pero se trata de una percepción inventada, en gran medida, por las élites conservadoras y los medios de derecha. Nosotros no solo demostramos que la clase obrera no se ha alejado de la izquierda, sino que nunca lo ha hecho. 

Al repasar los datos de todas las elecciones legislativas y presidenciales desde 1848 (casi 50 comicios), descubrimos que de manera sistemática los municipios más ricos siempre han votado mucho menos por los partidos de izquierda (representada históricamente por el Partido Comunista y por el Partido Socialista, cada vez más por La Francia Insumisa) que por los partidos de derecha, de centro derecha y de extrema derecha. Del mismo modo, en los municipios más pobres el voto ha sido mucho más a la izquierda por lo general, y especialmente en las ciudades. Una tendencia que sigue demostrándose en la actualidad. 

La confusión, a menudo deliberada, proviene de la asociación que tienden a hacer los comentaristas entre la clase trabajadora y los obreros de las industrias. Se están olvidando de que el salario medio de las personas que trabajan en cajas de supermercado, restaurantes, empresas de limpieza y de cuidados, así como el de muchas otras personas empleadas por el sector servicios lleva varias décadas por debajo del de los obreros industriales.

El panorama político francés puede describirse así: los votantes urbanos de bajos ingresos, que viven de alquiler y por lo general trabajan en el sector servicios, votan mayoritariamente por la izquierda; mientras que los votantes de clase trabajadora que viven en su propia casa a las afueras de las grandes ciudades y trabajan por lo general en la industria son más propensos a votar por partidos de extrema derecha.

Esta división entre el votante de bajos ingresos de la ciudad y el votante de bajos ingresos del campo o la pequeña ciudad no ha sido siempre tan marcada. Pero, como también ocurrió a finales del siglo XIX, el conflicto político en Francia viene determinado principalmente por dos factores desde la década de los noventa: la división urbano-rural y el estatus socioeconómico (ingresos, riqueza, educación, propiedad de la vivienda). En otras palabras, la izquierda ha conservado los votos de los más pobres de las zonas urbanas, pero solo el de los más pobres de las zonas urbanas.

Y lo que tal vez sea más importante, demostramos que el peso de lo que llamamos “la clase geosocial” nunca ha sido tan relevante como ahora. En las últimas elecciones presidenciales francesas, el tamaño y carácter socioeconómico de un municipio explicaban más del 70% de la diferencias de voto entre municipios. Estos factores solo explicaban el 30% de las diferencias de voto en las elecciones de 1848; y un 50% en las de 1981, cuando François Mitterrand ganó a Valéry Giscard d'Estaing. Y lo que es aun más sorprendente, cuando añadimos mediciones identitarias y de inmigración, la relevancia de estos factores se mantiene casi idéntica, aumentando ligeramente hasta el 72%-73%. 

¿Qué implica esto? En primer lugar, y en contra de lo que se suele afirmar sin demasiado apoyo empírico, que los ciudadanos no votan principalmente por temas de inmigración, tampoco los de la formación de extrema derecha Reagrupación Nacional (RN). Son principalmente los factores socioeconómicos los que determinan el voto. 

Si en los últimos años los obreros se han inclinado por la extrema derecha es, sobre todo, porque han sufrido de forma desproporcionada la globalización del comercio, la desindustrialización, y la falta de acceso a servicios públicos. Desde este punto de vista, se han sentido abandonados por la izquierda que en Francia ha ocupado posiciones de poder durante los últimos 40 años. Por supuesto, es una lección para comprender lo que está ocurriendo ahora en otros países europeos. La izquierda de toda Europa necesita convencer a sus votantes de que puede protegerlos eficazmente contra la competencia desleal en materia social, fiscal y medioambiental, tomando acciones unilaterales cuando haga falta.

Nuestras conclusiones dejan espacio para el optimismo: tanto la falta de servicios públicos de zonas rurales, como la desindustrialización, las dificultades para acceder a una vivienda, o el aumento de las desigualdades son problemas que pueden abordarse con medidas adecuadas. La política identitaria, por el contrario, solo sirve para aumentar las tensiones y los conflictos dentro de una sociedad.

Los partidos de izquierda también deberían animarse al comprender que es posible ampliar su base electoral y regresar al poder si se esfuerzan más por los más pobres de las zonas periféricas y las pequeñas ciudades. Y lo que es más importante, hemos documentado cómo los pobres de las zonas rurales y los de las grandes ciudades tienen en común mucho más de lo que suele pensarse, sobre todo en lo que se refiere a las oportunidades y a las deficiencias en el acceso a los servicios públicos, así como al aumento de las divergencias con relación a los municipios más ricos.

Contrariamente a lo que mostramos, hay quien mide la proporción de inmigrantes en los municipios donde residen los votantes para argumentar que a los electores sí les importa la inmigración cuando les preguntan por ella. ¿Hay contradicción? Tenemos al menos dos razones para creer que no. En primer lugar, debido a la limitada perspectiva histórica que ofrecen las encuestas. Esa es la razón por la que en nuestro libro elegimos basarnos en los datos municipales de las votaciones. La conclusión es que es difícil afirmar de forma fiable que la gente se preocupa hoy “más” que en el pasado por la inmigración.

En segundo lugar, es importante ver que en un país como Francia sí ha habido momentos históricos en los que las personas de extrema derecha votaron sobre la inmigración (así ocurrió en las elecciones presidenciales de 1965, con la candidatura de Jean-Louis Tixier-Vignancour; y en las de 1974, con la de Jean-Marie Le Pen). Pero la relación entre el voto de extrema derecha y la proporción de inmigrantes ha variado con el tiempo, y eso ha dejado de ocurrir. Por tanto, parece que en los últimos veinte años ha habido un cambio en las motivaciones de los votantes, una cuestión que se ha pasado por alto.

Eso no quiere decir que no haya votantes de extrema derecha anti inmigración. Hay algunos que sin duda lo son, especialmente entre el electorado de Éric Zemmour para el caso de Francia. Pero antes que pertenecer a la clase trabajadora, este electorado es de los más “burgueses” que ha tenido la historia de Francia (medido por los ingresos o el patrimonio de los votantes). Tampoco quiere decir que la cuestión de la inmigración sea sencilla, ni que la crisis de los refugiados pueda resolverse fácilmente.

¿Pueden aplicarse estas conclusiones a otros países? ¿O debemos limitar nuestro optimismo a la nueva alianza de izquierdas de Francia? Nuestra metodología debe extenderse a otras democracias electorales, por supuesto, y esperamos hacerlo. Pero no vemos motivos para pensar que los votantes pobres de Francia se comportan de forma diferente a los de otras democracias occidentales. Sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las amenazas que enfrentan son similares, desde la desindustrialización hasta el desempleo, pasando por la inflación y el cambio climático. 

Es posible que en los partidos políticos y en los medios de los países occidentales se esté dando demasiada importancia a la política migratoria y que, al hacerlo, hayan perdido de vista lo que de verdad importa a los votantes. Ojalá nuestra investigación contribuya a reorientar el debate.

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