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The Guardian en español

“Le tememos más a los soldados que a los pandilleros”

Aunque la tasa de homicidios bajó un 20% en 2016, El Salvador sigue siendo el país más mortal del mundo después de Siria.

Nina Lakhani

San Salvador —

Un grupo de adolescentes festejaba un cumpleaños con una tarta, cervezas frías, bromas y selfies en Facebook. Un encuentro normal entre viejos amigos en cualquier lugar menos en El Salvador, donde en este momento nada es normal.

Poco antes de las 11.00 de la noche, unos soldados armados con fusiles descendieron desde las colinas cercanas en silencio y arrinconaron a los jóvenes en un callejón. A la mayoría de los adolescentes los tiraron boca abajo en el suelo. Dos salieron corriendo y los soldados fueron tras ellos.

Juanita Ortega se preparaba para ir a dormir cuando se dio cuenta de que Pablo, su hijo de 19 años, estaba en peligro. “¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Escuché los disparos y salí corriendo a buscar a mi hijo”, cuenta Juanita, que pidió ocultar su nombre real por miedo a represalias.

“Los soldados estaban golpeando a los chicos, tirados en el suelo, con la culata de los fusiles. Entonces llamé a mis vecinos: ‘¡Venid rápido! ¡Van a matar a nuestros hijos!’. En ese momento, me di cuenta de que mi hijo no estaba”, explica.

Pablo, que tampoco se llama así, corrió hacia la polvorienta calle principal. Una bala le alcanzó en el muslo y cayó al suelo. Los soldados le arrastraron hasta un terreno baldío cercano, donde más tarde fue encontrado sin vida, aparentemente estrangulado con su propia camisa.

Casi de inmediato, una camioneta blanca llegó al lugar. Según los testigos, otro grupo de soldados se bajó de la camioneta y la unidad que había perpetrado el crimen se marchó en el mismo vehículo.

Los forenses llegaron varias horas más tarde para llevarse el cuerpo. Nadie tomó declaración a los testigos. Los periódicos matutinos dijeron que había muerto otro pandillero.

“Vi a los soldados tapar el charco de sangre”

El Distrito Italia es un vecindario pobre al norte de San Salvador, cuyo nombre cosmopolita contradice su sombría realidad. Durante años ha estado en manos de la Mara Salvatrucha (MS13), una de las dos principales pandillas del país en lucha desde hace 25 años por el control del territorio.

Pero las pandillas no son las únicas facciones involucradas en la violencia. Las fuerzas de seguridad del Estado prácticamente han sitiado a las comunidades controladas por las pandillas y ser joven y varón es motivo suficiente para ser arrestado, torturado o asesinado.

La promesa del Gobierno de aplicar mano dura contra las pandillas parece haberse convertido en una política de tirar a matar en la que todos los que viven en vecindarios controlados por pandillas corren el riesgo de morir víctimas de la violencia extrajudicial.

Aunque algunos de los muertos son pandilleros, otros no tienen ninguna relación con el crimen organizado. Pablo Ortega había terminado el bachillerato un par de días antes de que lo asesinaran.

“Vi a los soldados tapar con tierra el charco de sangre que quedó en el lugar donde cayó mi hijo”, dice su madre, llorando, durante una entrevista en su humilde hogar. “Las autoridades dicen que fue asesinado en un tiroteo con pandilleros pero eso es mentira, nunca formó parte de ninguna banda”.

La entrevista con Juanita es interrumpida por el sonido de alguien cargando un arma al otro lado de su ventana. Dos policías pasan caminando lentamente empuñando sus pistolas. Los perros ladran. Se escuchan portazos.

“Estoy asustada, tienen que irse, tengo otro hijo”, pide Ortega a the Guardian. “Es lo mismo que durante la guerra civil, están matando a los jóvenes y hablar sobre eso también puede hacer que te maten”.

La guerra salvadoreña entre las guerrillas de izquierda y la dictadura militar apoyada por EEUU duró 12 años y dejó un saldo de 80.000 muertos, 8.000 desaparecidos y un millón de desplazados.

El conflicto armado terminó en 1992, pero la paz jamás llegó a este pequeño país centroamericano: aunque la tasa de homicidios bajó un 20% en 2016, El Salvador sigue siendo el país más mortal del mundo después de Siria.

Durante la guerra civil, se describía el conflicto con términos de la guerra fría: el Gobierno se refería a sus enemigos como terroristas. Una ley aprobada el año pasado estableció que las pandillas fuesen tratadas como “grupos terroristas”.

Según Jeanne Rikkers, directora de investigación en la ONG de prevención contra la violencia Cristosal, “en la década de los ochenta, tener el pelo largo y llevar un libro te convertía en un objetivo. Hoy en día, ser joven te sigue convirtiendo en un blanco”.

Las cosas también podían haberse dado de otro modo. Tras años de recrudecimiento de la violencia, a mediados de 2012 la tasa de asesinatos cayó casi un 50%: los negociadores designados por el Gobierno habían logrado una tregua entre la MS13 y Barrio 18, su principal rival. El acuerdo distaba de ser perfecto pero, por primera vez en años, había una esperanza de paz.

Pero a mediados de 2014 la tregua se vino abajo por promesas incumplidas, rivalidades políticas y campañas electorales con la promesa de mano dura contra el delito.

“No nos protegen, nos matan como perros”

Fundado por ex rebeldes, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FLMN) ganó un segundo mandato en el Gobierno y rápidamente le declaró la guerra a las pandillas. En enero de 2015, el vicepresidente Oscar Ortiz autorizó a las fuerzas de seguridad utilizar fuerza letal contra presuntos pandilleros “sin miedo a sufrir consecuencias”.

Así lo han hecho. Según registros de la policía obtenidos por El Faro, un sitio web de periodismo de investigación, entre enero de 2015 y agosto de 2016, 693 presuntos pandilleros fueron asesinados y 255 heridos en 1.074 enfrentamientos armados.

En el mismo período fueron asesinados 24 soldados y oficiales de policía. Según Ignacio Cano, experto en violencia policial de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, el desequilibrio habla del uso excesivo de fuerza letal y de las ejecuciones extrajudiciales. Durante todo 2013 y 2014, la policía arrestó solo a 88 presuntos pandilleros.

En opinión de Rikkers, “el discurso público es beligerante. Se centra en eliminar a los pandilleros, no al crimen, pero el enfoque de mano dura no ha funcionado y no va a empezar a funcionar repentinamente en el futuro; mientras tanto estamos haciendo la vista gorda frente a graves abusos de derechos humanos”.

Con frecuencia, los que denuncian se convierten en blanco de ataques. El caso de Pablo es uno más entre muchos otros presuntos asesinatos ilegales registrados por Dany Romero, un ex miembro de la MS13 que se dedicó a prevenir la violencia desde que salió de la cárcel en 2006. Romero fue arrestado en julio, acusado de utilizar su ONG como una pantalla para sus actividades pandilleras. Lo encerraron en una prisión de máxima seguridad con cargos de terrorismo.

Según Arnau Baulenas, director legal del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana, “Dany tenía mucha información que podía ser un gran problema para el Estado”.

En este tipo de casos, los familiares de las víctimas son cautelosos a la hora de denunciar. Desde la muerte de su hijo el año pasado, Juanita Ortega ha vuelto a ver varias veces en su vecindario a la misma unidad de soldados. No se atreve a denunciarlos ante las autoridades por miedo a poner en peligro a su otro hijo. “Sinceramente, le tenemos más miedo a los soldados que el que jamás le tuvimos a los pandilleros”, explicó.

Según los que están siguiendo los asesinatos, las similitudes entre los casos son demasiado evidentes como para pasarlas por alto. Otro joven de Distrito Italia, Jaime Velásquez, fue asesinado el año pasado en circunstancias similares. La familia, que también pidió usar un pseudónimo para el joven por protección, admitió que Velásquez, de 22 años, era pandillero.

Contaron que una noche de junio, Velásquez estaba en su puesto de vigilancia cuando llegaron los soldados. Le dispararon siete veces y lo dejaron tirado en la calle. Según los testigos que hablaron con the Guardian, no hubo tiroteo y ningún soldado fue herido. Una camioneta se llevó a los soldados y nunca hubo una investigación policial.

“Los soldados no nos protegen, nos matan como perros”, dijo la hermana mayor de Velásquez. Según los fiscales, muchas de las acusaciones por abuso policial son invenciones de las pandillas. Niegan tener mayor tolerancia con las fuerzas de seguridad.

Según Allan Hernández, director de unidades especiales, “hasta hoy, ninguna investigación ha hecho pensar que hay una política de asesinatos extrajudiciales o escuadrones de la muerte. Puedo garantizar en un 100% que los fiscales tratan todos los homicidios con el mismo interés. Un homicidio es un homicidio… Analizamos la evidencia en todos los casos”.

Le golpearon con una piedra y le arrancaron las uñas

San Miguel Tepezontes es una pintoresca población rural 32 kilómetros al este de la capital, en lo alto del Lago de Ilopango. No tiene el aire amenazante de Distrito Italia, pero la policía sabe que allí operan dos pandillas rivales.

En septiembre, decenas de pandilleros fueron arrestados en una reunión de supuestos miembros de la MS13 en San Miguel. Uno de ellos era Cristian Hernández Beltrán, un mecánico de coches.

Nueve meses antes, unos oficiales de policía detuvieron a Hernández Beltrán, entonces con 19 años, y a un amigo. Lo llevaron a una ladera aislada a unos kilómetros de distancia, le dieron descargas eléctricas, le golpearon la cabeza con una piedra y le arrancaron las uñas.

Pensando que estaba muerto, los atacantes uniformados lo tiraron en la parte posterior del camión de policía y condujeron varios kilómetros por una carretera antes de dejarlo entre los matorrales. De alguna manera, su víctima logró arrastrarse hasta la carretera, donde fue descubierto por un vecino.

Su madre, Marcela Beltrán (34), lo encontró en el hospital en un coma inducido con lesiones graves en el cráneo y en el cerebro. Hernández Beltrán no la reconoció hasta un mes después. Sufrió daños permanentes en la vista, el oído, el sentido del gusto y el equilibrio, y necesita cirugía reconstructiva para reparar su cráneo.

Marcela denunció el ataque de inmediato y logró convencer a la policía para que realizaran una investigación exhaustiva. Pero su determinación ha tenido un costo elevado.

El día después de que Cristian fue dado de alta del hospital, los atacantes fueron a su hogar. Durante los meses siguientes, lo siguieron, lo detuvieron y lo golpearon nuevamente hasta que finalmente, en septiembre, fue arrestado otra vez y acusado de extorsión y complicidad en asesinatos entre pandillas.

En lo que fue una especie de triunfo, tres oficiales de policía y dos soldados fueron acusados del intento de homicidio de Cristian. Pero el adolescente permanece en prisión por cargos de pertenencia a un grupo terrorista.

“Mi hijo no es un pandillero, lo persiguieron para hacerme callar”, dice Marcela. “Cristian tiene miedo de que me maten, podrían matarnos a todos, pero no voy a parar… La policía no puede ser intocable”.

Traducido por Francisco de Zárate

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