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The Guardian en español

“Si vuelvo, me matan”: la huida hacia el sur de los disidentes de Nicaragua

Imagen de archivo de la vicepresidenta de nicaragua, Rosario Murillo, y el presidente de nicaragua, Daniel Ortega

Tom Phillips

San José —

Los ojos enrojecidos del doctor Ricardo Pineda se llenan de lágrimas al recordar la soledad y los nervios durante su expedición de 13 días en busca de un lugar seguro. Tras una huida que ha durado casi medio mes, hace sólo cinco horas que ha cruzado la frontera sur de Nicaragua. Ya en Costa Rica paró un taxi por la calle y, por primera vez desde que salió de Managua, desconectó el modo avión de su teléfono móvil.

Con falta de sueño y en una casa de las afueras de San José, la capital costaricense, el médico de 54 años habla del repentino desmoronamiento de su país y del comienzo de su incierta y nueva vida en el exilio. “Es aterrador porque sabes que te están siguiendo... cada paso, cada pequeño ruido, cada rama, cada árbol, piensas que es el Ejército y que te van a agarrar. Eres un fugitivo”, cuenta Pineda, que huyó después de que lo amenazaran de muerte por tratar a las víctimas de la represión por el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y por denunciar los asesinatos.

En El Salvador, Honduras y Guatemala, los que huyen de la violencia buscan refugio viajando hacia el norte, mientras que los nicaragüenses viajan hacia el sur desde hace tiempo. Hace más de un siglo que los nicaragüenses, entre ellos muchos de los sandinistas de Ortega, ven a Costa Rica como un santuario para refugiarse de las crisis, la represión y la guerra. Una muestra en el Museo Nacional de San José rinde homenaje a los migrantes económicos nicaragüenses que vinieron “en busca de un futuro más prometedor para sus familias”.

Pero los miles de solicitantes de asilo que ahora están cruzando la frontera cada mes dicen que lo que hacen para sobrevivir, y no porque estén buscando trabajo. “Si regreso, me matan”, explicó Fraol Espinosa, un manifestante de 31 años de León [la segunda mayor ciudad de Nicaragua] al que los paramilitares incendiaron la casa por haber participado en las barricadas durante la insurrección contra Ortega.

Se apiñan en hostales

En la noche del jueves, Espinosa es uno más entre las decenas de refugiados nicaragüenses que se apiñan en un motel rosa y verde del barrio rojo de San José. Muchos de los moteles de la ciudad ahora hospedan a los que huyen de Nicaragua. Sólo en la habitación 16 donde se aloja Espinosa hay otros seis manifestantes de Masaya, Jinotega, Diriamba, Matagalpa y Ometepe, pueblos rebeldes recientemente retomados por las fuerzas de Ortega.

“No podemos regresar hasta que el presidente se haya ido”, dice Francisco Pérez Mairena, de 24 años. Junto a sus dos hijas y a su esposa, en avanzado estado de gestación, había huido cinco días antes del barrio de Monimbó, en Masaya, cuando la policía y las milicias a favor de Ortega lo asaltaron.

Al lado, en la habitación 17, los cinco miembros de una familia se han subido a la cama doble en la que pasan su primera noche en el exilio. “Tuvimos que venir porque participamos en la marcha ‘azul y blanco’”, explica Amparo Ríos, de 38 años, que se desmorona al recordar que ha abandonado a sus tres hijos, de 9, 14 y 16 años, por amenazas y ataques de los paramilitares. Su prima, Gloria Isabel Mendoza, trata de consolarla: “Aquí al menos estamos a salvo, no tenemos dónde vivir pero al menos no hay disparos”.

Miembros de la comunidad nicaragüense de San José dicen que comenzaron a recibir solicitantes de asilo poco después de que comenzara la insurrección a finales de abril. Pero a principios de julio el goteo se convirtió en una marea diaria después de que las fuerzas de seguridad y los paramilitares lanzaran “Operación Limpieza”, un ataque integral contra los bastiones rebeldes. Los activistas dicen que esa embestida llevó el número de muertos a casi 450.

Según María Elizondo, fundadora de un grupo activista local que brinda apoyo, alimentos y atención médica a los desplazados en Costa Rica, “comenzó cuando Ortega decidió limpiar la casa de forma violenta”: “Si estuviste involucrado de alguna manera, te convertiste en un objetivo. Los están cazando”.

Entre los que huyen hay periodistas, activistas de derechos humanos y especialistas en medicina como Pineda, un exmédico del Ejército que huyó el 14 de julio de Managua tras sobrevivir al asedio de 18 horas contra una iglesia que provocó dos muertes y la condena del resto de países. El temor ha aumentado con una nueva y draconiana ley “antiterrorista” que, según los activistas, permite a las autoridades criminalizar a la oposición clasificando casi cualquier tipo de disidencia política como terrorismo.

Entre los desplazados también hay niños, niñas y adolescentes, como Brandon Sandoval, que no entienden bien la agitación que envuelve al país. “Tiene 14 años”, explica la abuela de Sandoval, Flor del Carmen López. Del dolor, López pasa a la rabia al explicar cómo el padre del niño le rogó que se lo llevara al sur para protegerlo de la violencia. “Huye tú, porque yo no voy a ir a ninguna parte”, recuerda que él le dijo. “¡Me quedo para defender Nicaragua!”.

Fernando Sánchez, de 20 años, un líder estudiantil de la protesta actualmente escondido en las afueras de San José, insiste en que las protestas fueron “una insurrección pacífica” contra un régimen criminal y dictatorial. “Nunca hemos estado del lado de la violencia o de las armas; ese es el lado de Daniel Ortega y de los carniceros que trabajan con él”, dice.

Pero entre las palmeras de la plaza de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced de San José (un imán para los nicaragüenses recién llegados en busca de contactos y refugio) se presentan propuestas más radicales mientras los exiliados pierden los ánimos y debaten la negativa de Ortega a dimitir. “La solución es una invasión: invadir Nicaragua y liberar a esta nación”, ruge Carlos Gutiérrez, un nicaragüense de 50 años de Matagalpa. “Queremos una intervención... ¡una intervención estadounidense! Los cascos azules”, grita Erick Blandón, de 39 años. Miguel Martínez, de Jinotega, asiente con la cabeza: “No se irá en silencio. Las balas son lo único que entiende”.

La prioridad, sobrevivir

A pesar de tanta indignación, para la mayoría de los exiliados que llegan desorientados a San José y sin dinero la prioridad sigue siendo la supervivencia. Muchos están quedándose en sórdidas casas o en refugios para indigentes en los barrios bajos de la ciudad. Otros acampan en las esquinas de las calles, duermen al raso bajo los árboles o han sido desplazados a un refugio gubernamental al sur, cerca de la frontera con Panamá.

Se pone el sol y los recién llegados se preparan para su primera noche en un país extranjero. Frente a la discoteca Molino Rojo de la Avenida 10, se reúnen las trabajadoras sexuales vestidas con minifaldas rojas. En la carretera, la pastora colombiana Kristtal Gonzáles Sanabria ofrece un recorrido por la iglesia de la Compasión de Jesús, su templo infestado de cucarachas donde casi todos los espacios, incluyendo el altar, están ahora ocupados por migrantes durmiendo. El 90% viene de Nicaragua.

“Es tan triste. No saben si seguir hacia el este, el oeste, el norte o el sur; ni siquiera saben lo que ocurrirá mañana”, dice Sanabria. Ella fue expulsada de Saldaña, su pueblo en Colombia, después de que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) secuestrara y asesinara a su esposo. En la entrada del refugio, hay puesta una copia del Salmo 91: “El que habita al abrigo del Altísimo descansará a la sombra del Todopoderoso... No temerás al terror de la noche, ni a la flecha que vuela de día”.

Poco antes de las 11 de la noche, llega de Masaya el último grupo de emigrados nicaragüenses, encabezado por Óscar Rosales Sánchez, de 23 años. “Gracias a Dios que lo logré”, dice. Su padre no tuvo la misma suerte. “Le dispararon una vez en la cabeza y otra aquí abajo”, explica, haciendo un gesto hacia el lado izquierdo de su abdomen.

Tras unas horas de sueño, Sánchez se encamina al parque frente a la iglesia Nuestra Señora de la Merced. Compartir su historia con los otros exiliados indignados, con historias casi idénticas de oposición y muerte, lo llena de rabia. “Volveremos para vengar la muerte de todos nuestros hermanos”, jura luchando para contener las lágrimas.

“Eso es lo que quiero oír”, grita López, la abuela, también entre la multitud. “¡Esto no ha terminado! ¡Esto no ha hecho más que empezar!”.

A su alrededor los nicaragüenses indigentes comienzan a cantar. “¡Viva Nicaragua!”. “¡Nicaragua será libre!”.

Traducido por Francisco de Zárate

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