Los libros que nadie lee (y la cultura que algunos recortan)

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A lo largo de los años he ido acumulando una importante cantidad de libros. No es que sea una biblioteca extraordinaria, pero sí es profundamente personal. Me cuesta deshacerme de ellos. Algunos me los regalaron, otros los heredé, varios los compré impulsivamente. También están los que alguien me prestó hace años y, por olvido o por afecto, nunca devolví. Supongo que no soy el único porque yo también recuerdo haber perdido así algunos ejemplares.

Me gustó leerlos y me gusta verlos, cuidarlos, ojearlos de cuando en cuando. Me gusta saber que están ahí, aunque no los lea. Y, siendo honesto, sé que hay muchos que probablemente nunca leeré. Algunos incluso siguen envueltos en el celofán original.

Hace tiempo que me digo que un día, cuando tenga más tiempo —quizá cuando me jubile— podré leerlos con calma. Me gusta pensar que lo haré. Pero también empiezo a preguntarme: ¿y si ese momento nunca llega? ¿Qué pasará entonces con todos esos libros? ¿A dónde irá la sabiduría que encierran? ¿Quién leerá esos versos que tanto me emocionaron? ¿Acabarán en cajas almacenadas en la “Trapería de Klaus”?

Me gustaría pensar que, cuando yo no esté, algún miembro de mi familia podrá seguir disfrutando con las lecturas que yo disfruté, o con las que disfrutaron mis padres. Que mis sobrinos —o sus hijos— seguirán pasando los dedos por sus lomos, buscando un título que les impulse a sumergirse en sus páginas.

Pero también soy consciente de que el ritmo de vida actual, la omnipresencia de las pantallas, las plataformas de entretenimiento y la facilidad de acceso a lo digital nos están alejando cada vez más de los libros. Incluso a mí, que confieso esta atracción hacia ellos, también me pasa.  No es solo una cuestión de formatos, sino de hábitos, de tiempo, de atención. Leer un libro —de verdad— exige algo que cada vez nos cuesta más concedernos: una pausa. Y, sin embargo, ese espacio pausado, íntimo, transformador, es más necesario que nunca.

Esta no es solo una pregunta íntima. Es también una cuestión colectiva porque los libros que acumulamos, los que heredamos, los que dejamos sin leer, forman parte de una red silenciosa de memoria, cultura y afecto que está en peligro de desaparición.

Pensaba en ello hace unas semanas cuando se conoció que el gobierno municipal de Conrado Escobar había decretado un recorte presupuestario de 38.000 euros en la Biblioteca Rafael Azcona, la única biblioteca municipal de Logroño. Este tipo de decisiones políticas reflejan una tendencia preocupante: la cultura y la lectura parecen ser las primeras en sufrir cuando se aplican recortes presupuestarios. Y, sin embargo, son fundamentales para el desarrollo de una sociedad crítica y cohesionada.

Lo más indignante es que, mientras se recorta en cultura, el alcalde del Partido Popular se permite devolver fondos europeos que su equipo es incapaz de ejecutar. Fondos pensados precisamente para mejorar la vida de la gente, para modernizar servicios, para impulsar proyectos sociales y culturales. En lugar de asumir esa ineficacia, el Ayuntamiento compensa su incapacidad de gestión recortando la cultura: lo fácil, lo que no se queja en los despachos, pero sí duele en los barrios.

Y este no es un caso aislado. La cultura está siendo arrinconada en muchos lugares donde gobierna la derecha con el apoyo de la ultraderecha. La imposición ideológica de VOX en ayuntamientos y gobiernos autonómicos está empujando al Partido Popular hacia decisiones que desprecian lo cultural, ya sea eliminando festivales, censurando exposiciones, recortando bibliotecas o desprestigiando a creadores, como hizo Gonzalo Capellán eliminando el nombre de Almudena Grandes de la Biblioteca de La Rioja. Es un patrón que se repite: lo que no controlan, lo silencian; lo que no entienden, lo recortan.

Yo seguiré conservando mis libros mientras pueda. Algunos los leeré; otros, me bastará con saber que están ahí. Pero me gustaría que, más allá de mi casa, siguiera existiendo un país donde leer fuera un derecho fácil, accesible, protegido. Donde las bibliotecas no tuvieran que luchar por mantener sus actividades y donde los libros no acabaran olvidados en cajas, sino en manos de alguien que los lea y los disfrute por primera vez.

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