Si una emoción dura 90 segundos, ¿por qué a mí me dura mucho más?
Dicen que una emoción solo dura 90 segundos. Y, sin embargo, todos sabemos lo que es quedarse enganchados durante horas —a veces días— en la misma sensación: la rabia o el enfado, la tristeza que vuelve una y otra vez, la culpa que se instala y no se va. ¿Cómo puede ser que algo tan poderoso tenga una duración tan breve?
La neurocientífica Jill Bolte Taylor explicó que, cuando una emoción se dispara, el cuerpo libera una serie de sustancias químicas que recorren nuestro organismo durante un minuto y medio. Esa es la parte biológica: la descarga del cuerpo ante un estímulo. Pasado ese tiempo, si no alimentamos esa emoción con nuevos pensamientos, el cuerpo vuelve al equilibrio. Pero la mayoría de las veces no lo hace, porque nosotros —con nuestra mente, nuestro lenguaje, nuestras interpretaciones…— volvemos a encender la chispa una y otra vez, es como si rebobináramos.
Pensemos en Jorge. Está en una reunión y su compañero dice una sola frase: “Ya sabemos que tú siempre tienes que tener la última palabra”. Antes incluso de pensar en la frase, el cuerpo de Jorge reacciona. Siente calor, el pulso se acelera, los hombros se tensan, se crispa su cara. Es la emoción básica de la ira cumpliendo su función natural: ponerlo en alerta, protegerlo. Si en ese momento Jorge respirara hondo, reconociendo lo que ocurre sin justificarlo ni negarlo, esa ola se disiparía sola en poco más de un minuto. Pero lo que suele pasar es distinto.
Aparece la voz interior que le dice “¿Por qué me habla así?, No me respeta”. “Siempre hace lo mismo”. Con cada pensamiento, el cuerpo de Jorge vuelve a liberar la misma química. Lo que era una emoción pasajera se alarga y transforma, primero en rencor, luego tal vez en resentimiento. Y si, más tarde, Jorge se recrimina haber reaccionado, la ira puede transformarse por ejemplo en vergüenza. La emoción básica —la ira— duró 90 segundos. Lo que la mantiene viva es la conversación interna de Jorge consigo mismo, que la alimenta. Cada vez que se repite la historia, revive la emoción. La mente, con su poder de interpretación, convierte una reacción biológica en una narrativa emocional que puede acompañarnos durante días o años.
Lo mismo sucede con la tristeza. Cuando Laura recibió la llamada que le comunicaba la muerte de su madre, su cuerpo reaccionó de inmediato: el pecho se encogió, las lágrimas brotaron, la respiración se detuvo. Durante unos segundos no hubo pensamientos, solo una ola de puro dolor. Esa tristeza biológica cumplía su propósito: detener a Laura, llevarla hacia dentro, permitirle sentir la magnitud de la pérdida. Si la mente no interviniera, esa oleada bajaría lentamente, como una ola que rompe en la orilla. Pero enseguida llegaron los pensamientos: “No la volveré a ver”. “Debería haber estado más con ella”. “Nunca le dije que la quería”. Cada vez que Laura recuerda algo, le viene una imagen de su madre, vuelve la ola de tristeza, una y otra vez, transformándose en meses o años de dolor.
No es que revivir las emociones sea un error, son parte de nuestra humanidad, son el precio y el privilegio de tener lenguaje, memoria, conciencia. Pero a veces olvidamos que no son inevitables: se construyen con nuestros pensamientos. Y eso significa que también podemos transformarlas.
Laura lo descubrió sin proponérselo un día mientras caminaba. Recordó la risa de su madre y sin darse cuenta sonrió. En ese instante, algo cambió. No necesitó dejar de sentir, sino dejar de pensar contra sí misma. Empezó a contarse otra historia: “Su vida sigue viva en mí”. “La acompañé como pude”. La respiración de Laura se calmó, su cuerpo se aflojó, y la tristeza se volvió ternura. La emoción seguía allí, pero ya no dolía tanto.
De eso se trata. No de suprimir ni negar lo que sentimos, sino de comprender que, después de los 90 segundos del cuerpo, somos nosotros quienes decidimos si prolongamos la emoción o la dejamos ir. El gatillante está afuera, pero el modo en que nos lo vivimos depende enteramente de nosotros.
Tal vez el poder no esté en evitar las emociones que nos disgustan sino en aprender a habitarlas sin quedarnos a vivir en ellas.
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