Lo que dices no es lo que el otro escucha

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Seguro que has jugado de niño al “teléfono roto”: nos sentábamos en círculo y uno susurraba un mensaje al oído del otro, que a su vez se lo decía al siguiente, y así hasta el último. El resultado solía ser algo absurdo y gracioso y casi siempre irreconocible. Sabíamos que nadie había querido cambiar el mensaje, pero el mensaje cambiaba igual.

Lo curioso es que, aunque ya no jugamos al teléfono, seguimos viviendo versiones de él todos los días. Decimos algo, convencidos de que hemos sido claros, pero la otra persona escucha otra cosa. A veces la diferencia es pequeña, otras enorme. Y en esa diferencia entre lo que dije y lo que el otro entendió, nos jugamos acuerdos y relaciones.

Imagina que le dices a tu pareja: “Hoy estoy agotada, sé que habíamos quedado en ir a cenar, pero ¿te importa que lo dejemos para otro día?”. Para ti es solo compartir cómo te sientes, pero si tu pareja lleva días sensible porque cree que pasáis poco tiempo juntos, puede interpretarlo como: “Me apetece más quedarme en casa que salir contigo”. Y a partir de ahí, la conversación ya no transcurre en el terreno de los planes, sino en el de la persona herida.

O que le dices a un colega del trabajo: “¿Te parece que revisemos los números otra vez antes de enviar el informe?”. Tú lo dices para asegurarte de que todo esté bien. Pero si el otro está preocupado por hacer todo bien porque lleva poco tiempo en el puesto, o porque siente que no hace las cosas perfectas y es un perfeccionista, lo puede escuchar como: “No confío en tu trabajo”. Lo que para ti es prevención, para él es una crítica velada.

Pasa incluso entre amigos, donde suponemos que hay confianza y que nos conocemos bien. Le dices a una amiga: “No te vi en la fiesta de anoche”. Lo dices solo por curiosidad o porque te interesas por si le pasó algo. Pero si ella se siente culpable por no haber ido, podría escucharlo como un reproche: “Estoy enfadada porque no fuiste a la fiesta”.

Si escucho a un político del PSOE decir “Debemos actuar respecto a los inmigrantes”, lo escucho diferente de si lo dice un político de VOX.

Esto ocurre porque lo que decimos está inevitablemente teñido por nuestras emociones, creencias y experiencias. Y lo que el otro escucha también pasa por sus propios filtros: su estado emocional, sus creencias y sus vivencias. La comunicación no es un simple intercambio de palabras, sino un encuentro entre dos mundos interpretativos.

Entonces, ¿cómo podemos asegurarnos de que nos entiendan?

Lo primero es comprender que lo que digo no existe como algo “puro” o independiente. Lo que realmente existe es lo que una persona expresa y lo que otra escucha. Entre esas dos acciones siempre hay un espacio en el que el significado puede transformarse.

Si hablo, es porque hay alguien para escucharme; de lo contrario, ¿para qué hablar? Desde ese lugar, es mi responsabilidad asegurarme de que la otra persona entiende lo que quiero decir. No basta con lanzar las palabras: debo comprobar que el mensaje ha llegado como yo pretendía.

Esto no significa hablar más alto ni repetir lo mismo varias veces. Significa verificar que hemos sido comprendidos. Podemos hacerlo con preguntas como: “¿Cómo lo ves tú?” o “¿Qué te parece?”. Y no solo escuchando la respuesta verbal, sino prestando atención a su tono de voz, sus gestos y cualquier cambio en su manera de estar. Todo eso nos da pistas de cómo ha interpretado nuestro mensaje.

Si el juego del teléfono roto nos enseñó algo, es que los mensajes cambian en el camino. La buena noticia es que podemos acortar esa distancia si aprendemos a conversar con más conciencia: sabiendo que cada palabra pasa por filtros invisibles y que, si queremos ser comprendidos, debemos estar tan atentos a lo que el otro escucha como a lo que decimos.

Porque, al final, conversar bien no es solo decir lo que pensamos: es lograr que lo que decimos y lo que el otro escucha se encuentren en el mismo lugar.

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