Cuando hablar parece imposible
Hay conversaciones que se nos quedan atravesadas. Hace tiempo necesitaba decirle a una persona del trabajo algo sobre su comportamiento y anticipaba que la conversación no iba a ser agradable.
Pensé en poner en práctica todo lo que había aprendido sobre cómo manejar una conversación difícil y, por si no fuera suficiente, busqué en internet todos los tips que pude encontrar.
Sabía lo que quería conseguir de la conversación, lo que realmente quería —algo que no siempre es fácil—. No es lo mismo querer demostrar autoridad que querer que la otra persona reconozca su error o que cambie su comportamiento. Había elegido el mejor lugar y el mejor momento para tener la conversación, pensando en la otra persona y también en mí. Me preparé para escuchar con una escucha activa y genuina, abierta a la posibilidad de que quizá yo no estuviera viendo algo que la otra persona sí veía.
Sabía que debía evitar suposiciones, escuchar sin interrumpir, hacer preguntas abiertas, no recriminar ni culpabilizar, cuidar mi lenguaje corporal, regular el tono y escoger con cuidado las palabras.
Tenía todo claro. Y, sin embargo, cada vez que pensaba en tener la conversación… me enfadaba.
Al pensar en cómo abordar el tema, recordaba el motivo por el que quería hablar con esa persona y me ponía de muy mal humor. Entonces, ¿de qué me servía todo lo preparado si, antes incluso de hablar, mi emocionalidad ya estaba desbordada?
¿De qué me servía elegir las palabras, ensayar frases, incluso sonreír y bajar el tono de voz para parecer tranquila, si la emocionalidad desde la que conversamos no la podemos disimular?
Por más que intentemos controlarlo, nuestro cuerpo habla por nosotros. Las células espejo del otro leen nuestras tensiones, nuestros gestos, nuestro tono, incluso lo que no decimos. Si por dentro estoy enfadada, el otro lo va a percibir, aunque yo intente ocultarlo. Y si esa es la emocionalidad desde la que inicio la conversación, el riesgo de que termine mal es alto.
Entonces, decidí esperar.
Pospuse la conversación. No una, sino varias veces. Al principio me sentía culpable, como si postergar fuera rendirme. Pero poco a poco entendí que estaba esperando al momento en que mi emocionalidad fuera otra, porque hablar desde el enfado no iba a ayudarme.
Y un día, casi sin buscarlo, sucedió.
Estábamos conversando de algo que no tenía nada que ver con el trabajo. La situación era relajada, las sonrisas salían solas. Y, sin planearlo, deslicé el tema que tanto me preocupaba.
Lo curioso es que la respuesta de la otra persona fue completamente distinta a la que yo había imaginado. No hubo conflicto, no hubo resistencia. Lo que me estaba alterando tenía una explicación lógica que me hizo reír, y la otra persona entendió mi postura y decidió hacer cambios. En pocos minutos se aclaró todo de forma distendida y conseguí lo que necesitaba.
No siempre se trata de saber qué decir ni cómo decirlo.
A veces, lo más importante es desde dónde lo decimos, porque la emocionalidad domina la conversación. Y el otro lo percibe.
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