Relato de una jornada en bicicleta por Madrid: carriles que desaparecen, humo y bocinazos
Este recorrido arranca en el centro de Madrid a las ocho de la mañana, hora punta. Alguien ha decidido trasladarse por la capital en bicicleta durante un día. La ciudad es amable: casi no llueve, apenas hay viento, las distancias son asumibles. Pero la infraestructura ciclista es casi inexistente y el Ayuntamiento empezará a desmantelar la poca que hay. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida (PP), tiene previsto eliminar cuatro carriles bici pese a que la circulación de bicicletas por esos espacios ha crecido entre enero y junio de este año en un 83%, según datos municipales.
El trayecto empieza con el viento en la cara por un carril bici marcado en la acera en la Ronda de Segovia. Es un tramo coloreado de rojo que en la esquina dobla a la derecha, puro disfrute durante solo 100 metros. Para seguir por la izquierda, hay que bajar a la calzada; hay que aprovechar que el semáforo se pone en rojo para hacerse hueco en el ciclocarril y echar a andar por ese tramo de la calle que se diferencia del resto por una bicicleta pintada en el asfalto y un número 30 que indica la velocidad máxima y pocos respetan.
Podría empezar por cualquier otro punto porque condiciones similares se repiten en el centro y la periferia para quienes deciden ir a trabajar, hacer las compras o llevar a los hijos al colegio en bicicleta. Las calles de la capital, en general, no está preparadas para que los ciclistas circulen de forma segura.
Moverse en bicicleta es, muchas veces, compartir la calzada con vehículos que duplican, triplican y hasta cuadruplican la velocidad que alcanza una persona pedaleando y que va sin más protección que el casco. Por este modelo apuesta el actual Ayuntamiento, dirigido por José Luis Martínez-Almeida –“la mejor forma de garantizar las diferentes formas de movilidad es que puedan coexistir entre ellas”–. Es avanzar a 15 kilómetros por hora de media sobre asfalto agrietado y con desniveles. También es recibir gritos y bocinazos: “¡Vas muy despacio! ¡Ponte a un lado!”.
En Madrid, hay unos 300 kilómetros de itinerarios o infraestructura ciclista, según datos municipales, pero no existe una red que conecte la periferia con el centro. Ni siquiera los barrios entre sí porque la infraestructura es heterogénea y dispersa: hay carriles que van por la acera, otros que transcurren por el medio de la vía; unos pocos que tienen protección y algunos que solo están delimitados por el color del asfalto.
Los carriles empiezan como terminan: de repente. Van por una sección de la calzada y al cruzar una calle, por otra. Se convierten en carriles segregados, que las motos invaden constantemente, y desaparecen. La falta de continuidad crea situaciones de confusión, en las que es necesario frenar para entender por dónde seguir o lanzarse entre los coches porque detenerse no es una opción en el medio de una avenida.
En Atocha llega uno de esos momentos. La señalización en la calzada acaba de repente y el ciclista tiene que avanzar por donde puede, entre coches que aparecen de todos lados. Si quiere bordear la plaza del Emperador Carlos V, puede quedar atrapado entre los vehículos unos cinco minutos; si quiere girar en dirección a la Avenida de Barcelona, buena suerte, porque ha terminado en el extremo opuesto de la calzada.
Al tomar la calle Alcalá aparece otro carril bici. Allí falleció hace dos años un ciclista atropellado por un camión. Es un tramo de doble sentido entre Cibeles y Sevilla que transcurre entre la acera y un carril bus. A la altura del edificio de Metrópolis, obliga a algunos a bajarse de la bicicleta porque no hay forma de seguir sin cometer infracciones o ponerse en riesgo.
Por la calzada que sube por Gran Vía, los taxis frenan para dejar pasajeros, los camiones descargan mercadería, y los ciclistas tienen que salirse del carril para esquivar los vehículos parados en doble fila. Los peatones, con los ojos puestos en el móvil y bolsas de Primark en las manos, cruzan en bloque sin mirar cuando el semáforo está en verde. “¿Y a esta qué le pasa?”, reacciona una mujer al claxon de una bicicleta.
En Callao, dos bocinazos. Un taxi se sale de su carril para avanzar más rápido; dos, tres vehículos lo imitan y un atasco los frena antes de llegar a Plaza España. El conductor de una furgoneta va con prisa; las motos, zigzagueando; los buses meten trompa. Ahí van los ciclistas, en el medio de la retención, con las emisiones contaminantes de todos esos vehículos en la cara.
Pasan varios minutos hasta desembocar en Princesa. En la Cuesta de San Vicente, que baja hacia Príncipe Pío, los camiones toman velocidad para coger el túnel de la A-5 y pasan zumbando; el estruendo de las motos avisa que vienen, pero no se entiende bien por dónde, pasan por un lado o por el otro, indistintamente. Y a la altura del túnel la calzada se reduce a un carril. Los buses que tienen allí sus paradas cargan y descargan pasajeros. Los ciclistas quedan detrás, y siguen chupando humo.
Fuera de los grandes ejes de circulación de la capital, la adrenalina baja. En algunas calles tranquilas del centro, las que son de un solo sentido, muchas veces de adoquín y con aceras angostas, los coches van más despacio y los ciclistas con otra soltura, aunque siguen esquivando peatones que cruzan por todas partes y coches detenidos en doble fila.
El recorrido concluye en otro punto de Madrid. Para abrirse paso, no ha bastado con una ciudad amable. La vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, ha prometido que al final del mandato habrá “más kilómetros” para la bicicleta, pero por ahora el Ayuntamiento parece ir en otra dirección. Mientras las ciudades que apuestan por la movilidad sostenible van en un sentido, Madrid se dirige a contramano.