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El bar Museo de la radio cierra tras 50 años en El Rastro porque un fondo buitre compró el edificio

Petra posa delante de la colección de más de 200 radios que cuelga en el bar.

Constanza Lambertucci

Todo empezó con una radio que un día dejó de funcionar. El dueño de un anticuario de El Rastro, en Madrid, se la regaló a Alexander Balinge, que la reparó y la llevó al restaurante de su esposa, Petra Estevas. El hombre se ganó la fama de manitas en el barrio y los clientes del bar comenzaron a llevarle las radios que otros desechaban. Los artefactos empezaron a acumularse en las paredes hasta formar una colección de más de 200, y la pareja decidió cambiar el nombre del lugar, que entonces se llamaba Mesón del Rastro, por Museo de la radio. Tras más de 50 años en Lavapiés, Petra y su familia han empezado a descolgar los aparatos.

La mujer no da vueltas cuando se lo cuenta a una conocida por teléfono: “Nos echan… Un fondo buitre, exactamente”. El burofax llegó un día a finales de mayo. El fondo Muflina Investments había comprado la finca entera sobre la calle Santa Ana, en Lavapiés, que incluye 24 viviendas, cinco locales y el bar. De los balcones ahora cuelgan pancartas que claman “Las casas no son hoteles” y “Unión vs. especulación”, pero sirven de poco. Tras intentar negociar, abogados de por medio, solo han conseguido aplazar la salida hasta finales de febrero.

Cualquier domingo, Petra va y viene detrás de la barra del Museo de la Radio; pone una tapa, sirve una caña. Sus movimientos son tranquilos, pero no frena. A un hombre que entra para desayunar le dice que no sirven café. “Café a estas horas, madre mía”, se extraña. Son las 11.30, pero ella arrancó hace rato. Afuera, ya colocó un cartel que anuncia: “Hay migas calentitas”. Así tienta a los turistas y locales que pasean por el Rastro. Las preparó temprano y ya las tiene listas en un contenedor rojo de plástico. “Mi hijo me enseñó, menos mal que me enseñó, porque se murió y dejó a alguien para hacerlas”, lamenta.

Tres generaciones han llevado el bar. El padre de Petra inauguró el Mesón del Rastro, después de ganar la lotería, en la década del 60. “Éramos conocidos en el barrio y mi madre era una gran cocinera, cocinera casera. Hacía cocido, lentejas, paletillas, judías…”, recuerda. Allí paraban los dueños de los anticuarios a comer y los transportistas, explica Petra. El bar abría a las siete de la mañana y cerraba a la medianoche, cuando a los que se juntaban a jugar a las cartas ya no les quedaba nada que apostar.

Cuando sus padres murieron, Petra se hizo cargo del bar, que empezó a abrir viernes, sábados y domingos. “Me defendí aquí sola muy bien”, recuerda detrás de la barra esta mujer bajita, de pelos grises, que lleva sueltos y alborotados.

Su marido, Alexander, que entonces trabajaba como jefe de mantenimiento de hospitales, continuó arreglando las radios que les llevaban los anticuarios. “Cuando salieron los transistores y la gente empezó a tirar las radios, cada una que encontraban se la daban: 'Esa es para el moreno, para el del bar', decían. También los basureros paraban aquí. Iban por todo Madrid y a diario me dejaban una, dos, tres porque por toda la ciudad las tiraba”, narra Petra.

Sus hijos, Iván y Larisa, convirtieron el Museo de la radio en lo que es hoy a finales de los 90. “¡El día de la inauguración había gente hasta en la plaza!”, asegura la mujer. Los jóvenes, que entonces eran veinteañeros, decoraron las paredes con murales pintados por amigos –uno es un retrato del bar por dentro, como un espejo, pintado en tiza–. No hay dos mesas iguales, solo algunos pares de sillas similares. En una esquina, hay una foto de 70x50 de Iván y Larisa de niños, un proyector que compraron a la directora de cine Pilar Miró y un cartel luminoso que da de entrada las gracias por venir.

Y luego están las radios. En paredes que hasta hace poco estaban cubiertas con más de 200 artefactos antiguos, han empezado a aparecer claros. Son los huecos que dejan los aparatos que han sido vendidos por cuarenta euros cada uno en estos últimos meses. Solo una radio no está a la venta. Por ella le han ofrecido a Petra 1.500 euros y, sin embargo, la conservará porque es la primera, la que arregló su marido hace décadas. Es una radio pequeña y rectangular, de madera oscura, que cuelga sobre el hueco de una puerta.

Más allá de esa puerta, hay dos salones iluminados con luz casi amarilla; al final hay una chimenea, y más radios. Muchas ya tienen el cartel de “vendido”; algunos han sido asignadas a familiares y vecinos. “Las que queden las regalo, y las que [todavía] queden, las machaco”, determina. Su carácter es fuerte, pero irse la tiene “mal”.

“Oye, que 60 años no se tiran así como así a la calle en dos días. Esto me está creando un estrés que me ha cerrado el estómago, que no como, que tengo un catarro...”, le confiesa a la conocida que la llamó por teléfono. De todos modos, ya no tiene ganas de quedarse tampoco, por la gentrificación de la zona. “Este barrio ya no existe para mí, porque mi gente no está. No conocemos nadie a nadie: una baja, otro sube, ¿¡y este quién es!? No tienes idea de quién es el de enfrente”, critica Petra.

Larisa, su hija, y su familia también tendrán que abandonar la casa que alquilan desde hace 20 años, que está en el mismo edificio. “Este no es un sitio para criar a su niña. Aquí no hay parejas, aquí no hay niños, aquí no hay parques, aquí no hay nada: solo hay cafeterías y ruedecitas: rammm, rammm, rammm”, se queja, con gracia, Petra. La mujer recuerda, en cambio, que antes el vecindario era como “una familia”. “Una vez, cayó enfermo uno y le compramos la casa haciendo pases. Que está la casa ahí todavía y la hija vive”, señala.

A media mañana, la mujer se ha quedado sin patatas fritas para seguir sirviendo tapas. Se calza el abrigo de piel oscura que le llega a los talones, sale del bar y camina 100 metros hasta la fábrica de churros debajo de banderines amarillos, junto casas de decoración y diseño, y un centro de yoga. Fuera, el local aún conserva el antiguo nombre escrito en letras oxidadas y un poco más abajo, grabado en arcilla, se lee Museo de la radio.

Este domingo de lluvia hay poca gente en la calle. “Oye, ¿tienes la lotería?”, le pregunta al vendedor de patatas fritas, que sí tiene décimos de Navidad. Petra le responde que volverá a buscar el número 20, que no se tiene que olvidar: “Son los de toda la vida, los que compraban mis padres. ¡Comprando todos los años y te imaginas que sale este!”. Salvo porque las radios han ido desapareciendo de las paredes y muchos vecinos de barrio ya no están, Petra hará que todo siga como en las últimas cinco décadas hasta el 29 de febrero.

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