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MADRILEÑOS DE VACACIONES

Fiesta gallega en homenaje a los indianos, esos seres míticos que volvían cargados de fortuna

Una imagen de la celebración del Ribadeo Indiano 2022

Ángel Alda

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Se calcula que en el período álgido de la emigración española a América que los estudiosos denominan “emigración en masa”, en afortunada expresión de Nicolás Sánchez Albornoz, marcharon de nuestro país posiblemente cuatro millones de personas. Estamos hablando de un periodo de unos cincuenta años, entre 1880 y 1930. Por supuesto que con anterioridad y posterioridad hubo movimientos muy importantes de emigración, sólo en la guerra civil y en la inmediata posguerra se calcula la llegada de un caudal cercano a las doscientas mil personas.

Los lazos humanos, sociales, culturales, afectivos y económicos entre aquella emigración y los puntos de origen fueron y son incalculables. En torno a ellos y a lo largo de muchos años se han ido tejiendo innumerables tradiciones y ceremonias. Infinidad de monumentos al emigrante. Campañas de retorno organizadas por instituciones de todo tipo. Ayudas humanitarias y sociales. Y, por supuesto, lazos en el seno de las familias de ambos lados que cruzan a veces varias generaciones.

Hay un caso muy especial de vinculación, sin embargo, que ha solido recibir una atención especial. Los indianos, esos seres míticos que volvían a la aldea de sus orígenes cargados de fortunas, con enormes baúles llenos de ropas exóticas y enseres de rica manufactura. Llegaban dotados además de una fina estampa indumentaria, a veces en edad lo suficientemente adecuada para casarse con la guapa y joven heredera local para construir sagas familiares dotadas de un rico patrimonio inmobiliario y de hermosos jardines con palmeras y araucarias. Incluso cuenta la leyenda que alguno de ellos realizaba donaciones espléndidas en forma de escuelas infantiles, mercados higiénicos y hospitales para ancianos.

Esa leyenda ha ido creciendo a cuenta de imágenes cinematográficas de guapos y maduros caballeros de fortuna que por arte de magia no solo llegaban ricos sino también ilustrados y capaces de financiar proyectos culturales como teatros de ópera o periódicos y revistas exquisitos.

Haberlos, hubo. Es cierto. Sus casas modernistas y eclécticas siguen ahí en demostración palpable. Las placas en algunos edificios públicos dan fe del mandato de construcción de este o aquel paisano. Los festivales de habaneras nos dan cuenta de la influencia del mito más allá de las décadas y hasta de los siglos. Pero déjenme contarles la verdad. Por cada indiano retornado con fortuna hubo cientos de miles cuya aventura terminó humildemente en sus lugares de emigración. Hubo otros muchos que retornaron con el rabo entre las piernas a morir acompañados de su familia de origen. Y otros muchos que alcanzando fortunas y patrimonios locales tuvieron la feliz idea de multiplicarlos quedándose donde la suerte tanto les había favorecido. Y pasan las generaciones y un día, algún tataranieto viene de paseo por aquella aldea donde el más memorión o imaginativo de la familia supone que nació el viejo patriarca fundador a recuperar esencias y a encontrar parientes lejanos con los que comparte apellido.

Viene a cuento este relato que antecede para reseñar un acontecimiento que transcurre donde el madrileño que les escribe pasa sus vacaciones de verano.

Se llama RIBADEO INDIANO. Un día no hace mucho tiempo algunos notables locales especulaban sobre la forma de atraer turistas con ganas de juerga y de consumo para crear una especie de fiesta masiva capaz de competir con las múltiples fiestas locales de la comarca que celebran sus competidores. Fiestas piratas, renacentistas o medievales, amén de otras de carácter gastronómico que celebran la tortilla, el percebe o el arroz con leche. Algún ilustrado talento pensó en los Indianos que tanto patrimonio y aventuras dejaron en el pueblo. Un poco de música caribeña, algún pregón de un viejo o joven catedrático, un concierto de la banda municipal. Y sobre todo las ganas de juerga de una población local que disfruta caracterizándose este de apañado caballero con bigote, bastón y sombrero Panamá, aquel de lechuguino con botines, la otra de negra cubana y la de más allá de señorita de lo que el viento se llevó. El caso es que la fiesta arraigó, que el pueblo llano la ha hecho suya. Deben de estimar que sus lazos de afecto con sus parientes emigrantes de América bien valen un fin de semana de celebraciones. Que emulando el mito del indiano rico también rinde homenaje a aquel tío abuelo que trabajó con el tabaco cubano o que fue dependiente en un comercio de la calle Corrientes de Buenos Aires. A aquellos que nunca volvieron. Es una fiesta con sentido a la que consentir el despliegue indumentario de aire zarzuelero.

Que ustedes lo disfruten.

Un madrileño huido de la metrópoli.

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