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Sobre este blog

Ni dos años estudiando con las monjas Carmelitas, ni tres con los Hermanos Maristas, ni siete más con los Salesianos, ni los sucesivos ataques a mi integridad física e intelectual por parte de las bestias falangistas que impartían las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional franquista en los años oscuros de mi juventud, ni siquiera tanta barbarie junta consiguió asustarme con sus dioses vengativos ni sus patrias imaginarias. Porque los dioses y las patrias son creaciones de la imaginación de los hombres que viven y se aprovechan de su exclusiva administración, porque ambos inventos sustentan lo peor de la historia criminal de la humanidad, porque ambos son la mecha de tanta injusticia en la Tierra. Por todo ello, a este blog le cobija el título de “Ni dios, ni patria, ni rey”.

El rey, que no lo había dicho, tampoco existe. Pero él todavía no lo sabe.

Cagarrutas negras a precio de saldo

Manuel Saco

Napoleón, que solo pensaba, como tantos hombres, con la mismísima punta de la... espada (¡como una olla!, te he pillado) se preguntaba qué sería del mundo cuando China, un león dormido, despertase. Supongo que su mente militar imaginaba futuras hordas de chinos a pie y a caballo, invadiendo occidente como un ejército de termitas que devoran todo cuanto encuentran a su paso.

Con su recuerdo muy presente, las potencias occidentales se pasaron todo el siglo XX mirando angustiadas de reojo los vaivenes de la revolución china y sus espectaculares paradas militares, su alianza con la Rusia comunista, y su potencial bélico que incluía la bomba atómica, sin apenas sospechar que la verdadera invasión llegaba de callada manera, en forma de todo a cien, con una oferta tan irresistible que no podríamos rechazar. Era su modo de despertar, llegando a nosotros como nuestros antepasados conquistadores a tierras de indias, vendiéndonos baratijas a precios de ganga, collares de cuentas de cristal de colores y espejitos dorados como si fueran de alta joyería.

Occidente se ha rendido a sus costes de fabricación, y nadie que piense subsistir en el mercado global rechaza aprovecharse de su mano de obra esclava, sin derecho a huelga, sin apenas vacaciones, de horarios extenuantes y salarios ridículos. Todo sea porque el precio final compense con creces la ínfima calidad del producto. Es como una pesadilla. Nuestra crisis nos hace buscar desesperadamente los precios más bajos, precios apenas de subsistencia, y a su vez China tapona con su masiva oferta de quincalla tecnológica y ropa de olor a petróleo el desarrollo de las industrias de sus posibles competidores occidentales. Es una jugada maestra.

Inundan nuestros mercados con montañas de bagatelas a precios irrisorios, y todos nos convertimos en cómplices activos de la invasión. Comenzando por lo más granado del capitalismo patrio que, o bien deslocaliza sus empresas hacia China en busca de mano de obra de saldo, o bien exige rebajas en los salarios de los españoles y el endurecimiento de nuestras condiciones laborales, en aras de la competitividad. No descansarán hasta que nuestro salario medio se acerque al de los chinos: menos de 290 euros mensuales. Y continuando por los consumidores, colaboradores necesarios de la invasión, que acudimos a sus templos de consumo (¡balato, balato!) a sabiendas de que nada de lo que allí reluce es lo que parece.

Entre todas sus baratijas, hay una, de apariencia minúscula, que ha inundado el mercado europeo, y que quizá sea una metáfora de cuanto nos está sucediendo en esta desigual batalla comercial. En las estanterías de todo supermercado de postín existe a la venta un producto de supuesta alta gastronomía, procedente de las montañas de China, de color negro, envasado en pequeños botecitos, como una pequeña cagarruta nadando en un licor indescriptible, que dice ser una trufa, a un precio de 2 euros la unidad, muy parecida a sus hermanas europeas (las del Périgord o las de Soria, por ejemplo), joyas éstas que alcanzan precios de hasta 1.500 euros el kilo una vez envasadas. La suya se trata del Tuber indicum, una trufa de una calidad tan ínfima que ningún chino ha sido capaz de consumir jamás; tan inodora que ni los perros con su fino olfato son capaces de distinguir de un corcho pintado de negro. En realidad tiene la delicada textura, el aroma inconfundible y el sabor del corcho, pero por fuera se parece como una gota de agua al Tuber melanosporum, nuestra gran trufa, ya sea silvestre o nacida de encinas micorrizadas y cultivadas con pericia y paciencia.

Es toda una aventura intentar encontrar en el mercado la trufa gastronómicamente válida, mientras nos dejamos invadir por toneladas de un producto engañoso, insípido, culinariamente inútil, un fraude inexplicablemente consentido, milagrosamente barato, como sus relojes, sus vestidos, su electrónica de consumo, sus cuchillos de afilado inestable, y su mundo de plástico multicolor. Lo curioso de todo ello es que nos comportamos como si hubiésemos establecido con el todo a cien un singular contrato de yo te compro una mierda a condición de que tú me la vendas muy barata.

Digo que el caso de esta trufa es toda una metáfora porque utiliza las mismas estrategias de venta que los grandes vendedores de ilusiones. Por el módico precio de una limosna al cepillo de la iglesia, las religiones nos venden quimeras, nos engatusan con una vulgar imitación de la moral y falsas promesas de gloria eterna. Negra como la sotana de un cura, en el interior de esa trufa vive la misma inanidad, toda una oferta tramposa de goce y felicidad. El Tuber indicum jamás ha aportado una sola nota de aroma a nuestra cocina, de la misma manera que no se sabe de ni una sola oración que haya cambiado el curso de la historia.

Y sin embargo, triunfan en el mercado. Y sin embargo, digo, las religiones resisten el empuje del progreso y del raciocinio, con millones de compradores de la nada que a diario insisten en acudir a su mercadillo, a ver si por casualidad en algún momento consiguen extraer de aquella cosa negra y arrugada con sotana algo parecido a un sabor celestial o atrapan el famoso olor de santidad. Como los miles de fabricantes avispados, ignorantes amas de casa y cocineros desaprensivos que utilizan diariamente esa trufa de corcho, sin que ninguno de ellos sea capaz de definir a ciencia cierta a qué huele o a qué sabe.

Decía que todo ello es una pesadilla (la pesadilla que se muerde la cola, como dice un amigo mío) porque los mercados parecen regirse por la misma lógica del agua, que corre sin descanso hasta que encuentra el remanso donde se equilibran las fuerzas de la naturaleza. China, con casi 1.400 millones de habitantes, tiene excedentes de todo, hasta de niñas en adopción con las que inundan los mercados sentimentales de las familias de occidente, porque al igual que sus trufas, las niñas son menos apreciadas que los niños. Su producción rebosante coloniza nuestros mercados, donde desplaza sin piedad a productos de similar apariencia elaborados por trabajadores que cobran un salario medio cuatro o cinco veces superior al del trabajador chino.

Nuestras economías familiares viven en estos momentos en un sálvese quien pueda en busca del mejor precio, y no están los bolsillos ni los ánimos para hacer patriotismo económico. Marica el último. En Madrid, por ejemplo, cada tienda que se cierra es sustituida por un todo a cien, por un todo a cien por hora, podríamos decir, por la rapidez con que reacciona la laboriosa comunidad china. Llenarán de la noche a la mañana sus tiendas, rebosantes de productos con precios de origen irrisorios, abastecidas a menudo por redes mafiosas especializadas en blanqueo de dinero y que no declaran IVA, como se ha descubierto con el reciente caso de la “Operación emperador”, pero nosotros, los nativos, como indios americanos en taparrabos, encandilados por el brillo de las pulseras multicolores de los conquistadores, seguiremos comprándoles, aunque a la larga con ello colaboremos irresponsablemente a igualar nuestros sueldos a los suyos.

El ejemplo del empuje chino hace prever que los salarios en la economía global, como ocurre con el agua torrencial, no alcanzarán el sosiego hasta que se equilibren en su curso más bajo. Luego, nuestros mayores ya se encargarán de rematar la jugada metiendo mano al peligroso derecho a huelga, a estos horarios laborales nuestros de señoritos ociosos, a ese lujo inasumible de dos días de los fines de semana dedicados al descanso, o al mes de vacaciones, todos sincronizando nuestros relojes vitales al ritmo de los laboriosos esclavos modernos. Una filosofía económica que ya tiene sus profetas en empresarios como el magnate de los casinos, Sheldon Adelson, que a cambio de crear un puesto de trabajo, o de mil, es capaz de conseguir condiciones laborales tercermundistas de los débiles gobiernos de los países donde se instala.

Gracias a todo ello, en un futuro saldrán millones de cagarrutas negras inservibles de nuestras cadenas (nunca mejor dicho) de producción, pero, eso sí, a un precio irresistible. ¿No os parece que estamos a punto de construir un futuro menú apetitoso, aromatizado con el exquisito olor a nada de una trufa china del todo a cien?

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Ni dos años estudiando con las monjas Carmelitas, ni tres con los Hermanos Maristas, ni siete más con los Salesianos, ni los sucesivos ataques a mi integridad física e intelectual por parte de las bestias falangistas que impartían las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional franquista en los años oscuros de mi juventud, ni siquiera tanta barbarie junta consiguió asustarme con sus dioses vengativos ni sus patrias imaginarias. Porque los dioses y las patrias son creaciones de la imaginación de los hombres que viven y se aprovechan de su exclusiva administración, porque ambos inventos sustentan lo peor de la historia criminal de la humanidad, porque ambos son la mecha de tanta injusticia en la Tierra. Por todo ello, a este blog le cobija el título de “Ni dios, ni patria, ni rey”.

El rey, que no lo había dicho, tampoco existe. Pero él todavía no lo sabe.

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