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Prueba del Jeep Wrangler 4xe, un etiqueta 0 'sui generis'

Jeep Wrangler 4xe.

Pedro Urteaga

Acercarse a un Jeep Wrangler, uno de los pocos auténticos 4x4 que quedan en el mercado, y ver una etiqueta 0 emisiones en el cristal no deja de suponer una pequeña conmoción para cualquiera mínimamente interesado en asuntos de motor. Como poco, sorprende que un mastodonte de este porte pueda circular sin limitaciones por el centro de las ciudades, tanto como que una batería de solo 17,4 kWh sea capaz simplemente de hacerlo moverse en modo 100% eléctrico. Pero todo en el Wrangler sorprende, esa es la verdad.

A diferencia de los Wrangler históricos, el actual se vende en España únicamente con un sistema híbrido enchufable que combina un motor de gasolina de cuatro cilindros y 272 CV con otros dos propulsores eléctricos (de 46 y 107 kW, uno por eje) que elevan la potencia total hasta los 380 CV. La batería ya mencionada le permite recorrer, sobre el papel, 44 kilómetros sin participación del motor térmico, aunque esto diste bastante de la realidad en el uso ordinario.

Veamos cómo la conducción eléctrica presenta en este caso dos caras bien diferenciadas. A los pocos metros de iniciarse la marcha, por defecto en modo híbrido y no enteramente eléctrico -a diferencia de lo que es habitual en la mayoría de los híbridos enchufables-, la velocidad a la que se reduce la autonomía del Wrangler en modo cero emisiones no permite esperar demasiado de este. En nuestro caso, logramos conservar algo de carga en la batería hasta completar 30 km, y eso circulando, recordamos, en programa híbrido y prácticamente pisando huevos, como suele decirse.

Este desempeño, ciertamente decepcionante, es de los que hacen dudar de la justicia que rige nuestro actual sistema de distintivos ambientales, así como de la honestidad de unos fabricantes prestos a colarse por cualquier recoveco que se les abra en el marco normativo. Pero no adelantemos juicios, porque el Wrangler PHEV (4xe en la nomenclatura de la marca) tiene una pequeña sorpresa guardada una vez nos acercamos al fin de la carga de la batería.

Cuando ya estamos esperando ver un cero de autonomía eléctrica en el cuadro de instrumentos, lo que nos encontramos es la indicación >1%. Parece poca cosa, pero ese mínimo remanente de batería se mantiene durante la conducción permitiendo que el coche siga funcionando en la práctica como un vehículo híbrido convencional, es decir, que seguiremos moviéndonos en modo eléctrico a baja velocidad y cuando maniobramos; y por supuesto, el motor de gasolina permanecerá apagado cada vez que nos detengamos ante un semáforo, por ejemplo.

El motor eléctrico más potente, integrado en la caja de cambios automática de ocho velocidades, es el que se encarga de desplazar el coche (puede hacerlo a velocidades de hasta 130 km/h), mientras que el otro, ubicado en la parte frontal del motor de gasolina, actúa como un motor-generador que, entre otras cosas, reemplaza al alternador y al motor de arranque, además de aportar energía en las aceleraciones.

De esta manera, Jeep consigue que el consumo no se dispare en este todoterreno que no brilla -tampoco lo pretende- ni por su ligereza ni por su aerodinámica. Incluso en la homologación WLTP, el promedio de gasto de combustible se sitúa en 3,5 litros/100 km, cuando lo normal en otros PHEV es que no se acerque ni a los 2 litros/100 km. En conducción real, con ese menos de un 1% de batería residual, la cifra ronda los 10 litros/100 km en vías urbanas y periurbanas, y puede bajar algo en carretera a ritmo moderado. Para un 4x4 de casi 4,9 metros y 1.300 kilos, no es demasiado, sobre todo si se compara con sus consumos de antaño.

Otra diferencia relevante con respecto a los Wrangler anteriores estriba en la precisión de guiado del modelo actual. Siempre eficaces en campo, aquellos eran coches que costaba llevar por el sitio en carretera, especialmente a velocidad más o menos elevada, en tanto que este obedece más fácilmente las indicaciones que se le transmiten a través del volante, máxime cuando monta neumáticos de carretera como los de la unidad de pruebas, correspondiente a una serie limitada que conmemora el 80 aniversario del modelo.

Si todo sorprende en el Wrangler se debe en gran medida a lo exagerado que es, en el buen sentido. Qué decir de sus ángulos característicos, su capacidad de vadeo o la posibilidad -bien conocida- de desmontar por entero el techo, cualidades que se complementan con un chasis de ejes rígidos ideal para la conducción off road y con la presencia de una reductora que le habilita para llegar a donde casi ningún otro vehículo puede.

En asfalto se disfruta ahora de mucha mayor comodidad que en generaciones previas del Wrangler, consecuencia de las menores oscilaciones de la carrocería, y de una respuesta muy notable en un modelo de semejantes proporciones. Los 380 CV disponibles permiten, por ejemplo, acelerar de 0 a 100 km/h en 6,4 segundos, algo que sin duda es también llamativo.

Para recargar por completo la batería se requieren 2,5 horas en una toma de 7,4 kW y 6,3 horas en un enchufe de 3,2 kW. La toma se encuentra en la aleta delantera izquierda y va cubierta con una tapa que se abre y cierra manualmente pulsando sobre ella.

En el interior del Wrangler, que tiende tradicionalmente a austero, no hemos echado en falta nada de lo que hoy en día se demanda, salvo tal vez la conexión inalámbrica para Apple CarPlay o Android Auto. En cambio, hemos echado de más un molesto aviso de la cercanía de radares que, cada 10 segundos y de forma casi desabrida, nos conmina a reducir la velocidad.

Como es ya tradición de la marca, su modelo más aventurero se vende en versiones Sáhara y Rubicón, esta última más extrema, a precios que arrancan de 80.850 y 82.850 euros, respectivamente.

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