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Redes vacías, ingresos bajo mínimos y un sector histórico al límite: la lenta agonía de la pesca en el Mar Menor

Juan Tárraga, a la derecha, y su compañero Pedro, a la izquierda, pescan en el Mar Menor en la mañana del 15 de enero de 2024

Álvaro García Sánchez

San Pedro del Pinatar (Murcia) —

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Nada más subirse a su barco con un paso firme y seguro desde el muelle de la Cofradía de Pescadores de San Pedro del Pinatar (Región de Murcia), Juan Tárraga se enciende un cigarrillo y amarra a un hierro de la popa la cuerda áspera de un bote repleto de cajas de plástico y aparejos. Dentro de la cabina, a unos pasos, Pedro, su compañero, arranca el motor, que se enciende con un lento carraspeo, con la parálisis del frío en la noche que aún perdura en el Mar Menor, que circunda al barco y a los pescadores en una extensión de penumbra cruzada por puntos luminosos y lejanos. “Llevamos meses, desde el invierno pasado, en que no pescamos apenas nada, pero, ¿qué haces si no? Te tienes que adaptar. Hemos tenido épocas malas, claro, aunque, como esta, ninguna”, explica Juan, expulsando el humo del cigarrillo por la nariz.

“Ahora mismo veo imposible que vuelvan los mejores años de pesca que tuvimos aquí”, cuenta, alzando la voz por encima del estrépito del motor, con la cara iluminada por la luz intermitente y rojiza de la cabina, el barco ya internándose de lleno en la oscuridad del mar como si descendiera hacia las profundidades de un pozo. La situación de los pescadores del Mar Menor es, desde hace un año, agónica. 

Durante la última semana han podido pescar, como cada temporada, gracias a la bajada de las temperaturas y a repentinas rachas de viento, varias toneladas de anguila, que luego exportan a diversos puntos de la península y de Europa. Pero las restricciones comunitarias en la captura de este ejemplar, que no permiten superar los veinte mil kilos anuales, y la escasez de faena característica del invierno sumen ahora al gremio, al que pertenecen 127 pescadores, en una incertidumbre que se disipará o se agravará cuando llegue el calor: ya el anterior verano todo fue muy escaso. Ninguno sabe cómo será este. Casi la totalidad de los pescadores difícilmente puede llegar a fin de mes ante la insuficiencia de ingresos.

“El estado de la laguna es dramático desde hace ya muchos años, y no lo van a solucionar. Solo ponen parches, como si el Mar Menor fuera una carretera vieja, pero no sirven para nada. Los baches seguirán estando ahí”, dice Tárraga. Acto seguido echa decididamente el ancla en un punto cercano al final de La Manga, al norte de la laguna. El motor recién apagado amplifica de pronto los sonidos de la naturaleza, los chillidos de las gaviotas que vuelan en todas direcciones, el sosiego del agua, que resuena contra la madera blanca del barco con una suavidad de caricia.

La primera luz opaca del amanecer nublado e invernal otorga al mar una inusual claridad azul y una sombría densidad. Juan Tárraga lo mira, de un lado a otro, conociéndolo como una casa que fuera suya, a sus 59 años, después de 46 saliendo cada mañana a pescar, como queriendo auscultar la vida que se extingue sin remedio bajo las aguas. Sin duda, los momentos límite y las negligencias prolongadas en los últimos años han gastado a la laguna enormemente: la ‘sopa verde’ de 2016, los episodios de anoxias masivas de 2019 y 2021, los vertidos nunca detenidos de químicos procedentes de la agricultura, la construcción violenta, desmesurada.

“Hemos construido esto durante décadas, y en pocos años se lo han cargado todo”

Tárraga y su compañero se colocan los trajes impermeables y se montan en el bote auxiliar con una monotonía de ritual. Se dirigen a distintas trampas de redes extensas y sumergidas que colocaron meticulosamente la semana pasada con el fin de que atraparan peces a lo largo de varios días. Practican las conocidas como artes menores, un método tradicional de pesca que caracteriza a los pescadores del Mar Menor desde mucho antes de que los intereses particulares comenzaran a deteriorarlo. Pero recogiendo las redes tan solo recuperan unos pocos ejemplares de lubina y de mújol, un par de lenguados muy pequeños y una proliferación excesiva de cangrejos azules, especie invasora procedente de la costa norteamericana que ha acabado con la existencia de gran parte de los crustáceos del ecosistema.

“En otros años, en los mejores, llegábamos a tener el bote repleto de cajas de pescado”, dice Tárraga, mientras Pedro conduce hacia otro punto. “Ahora, a pesar de que casi encontramos nada, seguimos saliendo, cada día. Es nuestro medio de vida, lo que hemos hecho siempre, lo que sabemos hacer. Nunca se pierde la esperanza. Lo intentamos, probamos en un sitio, en otro. Pero la realidad es la que es”, explica.

A ambos les duele la situación, y ese dolor se evidencia en su forma de contar las cosas, mientras recogen y sacuden las redes de las que se desprenden escasos pescados que dan sus últimos coletazos, cangrejos que tratan de pinzar el aire, también alguna anguila rezagada que depositan en el fondo de un barreño sintético. 

“Llevamos aquí toda nuestra vida, y ahora nos fastidia ver lo que está pasando, porque se veía venir”, interviene Pedro. Al hablar vuelve ligeramente la cara, como fijándose de repente en algún detalle del agua, en un ruido irregular del motor del bote. “Y la Cofradía se va hundiendo poco a poco y a nadie le importa”, prosigue Tárraga. “Mi padre, el suyo, nuestros abuelos, todos hemos construido este negocio durante décadas, con mucho esfuerzo. Y en pocos años llegan unas cuantas personas toman decisiones arbitrarias y se lo cargan todo. Yo me jubilaré enseguida, pero las consecuencias las van a sufrir los que vengan detrás”, manifiesta.

“Es lo que tiene esta Región”, insiste Tárraga. “Nadie puede denunciar la situación del Mar Menor, ni investigarla de verdad, porque a la mínima te ponen problemas”. El veterano pescador, cuenta, fue durante unos años patrón mayor de la Cofradía de Pescadores e intentó, por todos los medios, exponer el problema, hacérselo saber a la administración regional. Pero nadie le escuchó. Lo intentaron silenciar y acabó harto. “Ya no podemos hacer nada más. Uno ve tantos años lo mismo y se resigna. Todo lo que dicen es mentira. Las culpas que les echan al calor, o a las lluvias. Al final dices: con lo que me queda, ¿para qué voy a seguir luchando contra esto?”.

“Y esta es la parte buena, la bonita del trabajo”, explica Pedro, sacudiendo las cajas para mostrar los ejemplares, revisándolos con detenimiento, devolviendo al mar los más pequeños. “Luego viene la fea, que es llevarlos de vuelta, secarlos, limpiarlos, ordenarlos”. Subidos de nuevo en el barco anclado, en medio de la inmensidad gris del agua bajo la que han vuelto a depositar las redes, ahora limpias y vacías, cruzándose con algún que otro pesquero que también faena en la mañana fría de invierno, los minutos continúan transfigurando la luz única del Mar Menor y avanzan hacia la hora ya próxima de una subasta en la lonja de pescado que hoy también será escasa, que lleva demasiados meses siéndolo.

Un negocio en decadencia, un Mar Menor al que “tiran mierda”

En la lonja, la casa de la Cofradía de Pescadores, ubicada en el mismo puerto de San Pedro, hay un tumulto de voces, camiones y grúas. Trabajadores con forros polares remangados hasta los codos y botas de goma de tonalidad verdosa se mueven entre las esquinas, vaciando cubos desbordados de anguila en estanques de agua salada.

Un camión de una empresa holandesa ha venido para llevarse más de cinco toneladas. El alboroto, a unos pasos de allí, junto a la entrada del edificio principal de la lonja, se apacigua. Una mujer descarga lubinas de una furgoneta y las acomoda en cajas de corcho, entre hielos. En el interior del edificio aún perdura la opacidad de la noche de pesca, como si la luz del día, que entra filtrada por cristales sucios, aún no la hubiera abolido. El suelo tiene una congestión pegajosa, una sugestión de humedad, de vísceras y escamas y charcos de agua ensangrentada.

Al otro lado de una puerta ancha y elevada como la de un garaje, en el pequeño dique en el que descansan los barcos de la Cofradía, Santiago Jiménez descarga cuerdas y herramientas de su bote y lo amarra con seguridad al muelle. Hace un gesto elocuente con las manos. Ha estado más de cuatro horas en el mar, dice, y únicamente ha pescado seis anguilas. 

Santiago tiene 40 años, y se dedica a las labores pesqueras prácticamente desde que cumplió los 20. Recorre el borde del puerto, saluda a su paso a otros pescadores que acaban de atracar, y explica que los primeros años eran tan prolíficos que llegó a comprarse dos barcos y a tener trabajando en ellos a cinco empleados. Ahora, con lo poco que pesca y lo poco que genera, nada más que trabaja con su socio, y uno de los barcos, señala, lo tiene en tierra, parado, inutilizado. La idea de venderlo lleva meses rondándole por la cabeza.

Santiago Jiménez descarga cuerdas y herramientas de su bote y lo amarra con seguridad al muelle. Hace un gesto elocuente con las manos. Ha estado más de cuatro horas en el mar, dice, y únicamente ha pescado seis anguilas

“No me sirve para nada. No puedo sacar los dos barcos cuando solo somos dos. Como sigamos así, esto va a desaparecer. Es desesperante, y todo está pasando muy rápido. Hace cuatro años tuvimos una pequeña preocupación porque no veíamos cría de dorada”, explica. La Cofradía vive nueve meses al año de la pesca de la dorada. Sus capturas, según sus datos internos, han disminuido un 90% desde 2020. “Pero resultó que, al siguiente, tampoco”, continúa Santiago. “Ni al siguiente. Y así vamos. La cantidad de mierda que tiran los agricultores lo imposibilita todo”. 

“El futuro lo veo muy negro. Cuando antes flojeaba un pescado, que eso ha pasado siempre, se pescaba otro en su lugar. Anguila, gamba, langostino, dorada, bonito, mújol y muchos otros. Pero eso ya no existe, ahora no hay uno que no flojee”. En la lonja todos se conocen. Hay pescadores, cuenta Santiago, que ya han comenzado a poner sus barcos a la venta. Javier, que está ordenando un amasijo de redes, dice que compró el suyo hace dos años con la ilusión de dedicarse a lo que realmente le apasiona. “Pero no me sale rentable. Se me ha quitado la ilusión”, asegura, y Santiago le interrumpe: “Y detrás de él, si no voy yo, irá otro, y después otro. Esto pinta así”.

La facturación de la Cofradía, un 60% más baja en los últimos tres años

En toda la extensión de la lonja, a medida que llegan de faenar, se forman corros de pescadores y entre ellos hay conversaciones en las que se quejan sin consuelo de la coyuntura y en las que recuerdan las buenas pescas de antaño con la precisión con la que escuchan, a unos pocos metros, el ruido débil del agua que choca contra los pilares de hormigón de los muelles.

Desde la misma oficina de la lonja evidencian la paulatina sequía pesquera con la claridad desoladora de los números, que es mucho más nítida que la del mar: en 2020, la cifra, en kilos, de ejemplares capturados a través de las artes menores fue de, aproximadamente, 600.000. Cada año, el número fue progresivamente decayendo hasta fijarse, al final de 2023, en 182.000. De entorno a cuatro millones de euros facturados en 2020, a 1,6 millones en 2023: un 60% de caída en menos de tres años. Hay pescadores que apuntan que la Cofradía arrastra una deuda de cientos de miles de euros.

Durante todo este período de desplome, el gremio ha estado bajo los mandos de un nuevo patrón mayor, elegido en 2019, reelegido unos meses atrás: José Blaya Gómez. Inquieto, sentado en su despacho, abandonando durante unos minutos la supervisión de la venta de la anguila, el patrón mayor comenta que lo peor del panorama es “el día a día”. “Es muy duro cuando un compañero te llega y te dice que no tiene dinero para pagar los gastos cotidianos de su vida. Uno se desmoraliza. No se puede mantener la Cofradía, no entra pescado, tenemos problemas con proveedores y todo cada vez es más caro. Pero hay que esperar, a ver si este año mejora. El Mar Menor a veces ha sido así, años muy buenos y otros muy malos”, expone el máximo mandatario de la Cofradía, sin hacer referencia al aparatoso trance de la laguna.

3.580 toneladas de nitratos agrícolas van a parar anualmente al Mar Menor

Muy cerca de la lonja, en la misma calle, el trabajo diario está también dedicado a la pesca: en este caso a investigarla en la esterilidad de laboratorios y centros de datos. En la sede murciana del Instituto Español de Oceanografía, Elena Barcala, doctora en ciencias biológicas e investigadora en el área pesquera, analiza los pormenores técnicos que han desatado la alarma del sector.

Barcala explica algo que, dice, puede que esté pasando desapercibido para los pescadores. “Sin duda, el estado actual del Mar Menor influye en las condiciones en que se encuentra el ecosistema para los peces, sobre todo a nivel de alimentos disponibles, de abundancia de especies. Pero estamos observando, además, variaciones en el Mediterráneo. Hay que tener en cuenta que la mayoría de especies que tienen valor comercial entran del Mediterráneo, y que es a lo largo de su estancia en la laguna cuando se pescan. Hay estudios que demuestran que el aumento de temperatura de las aguas del Mediterráneo en los últimos años está afectando al éxito reproductivo de algunos ejemplares”, señala la investigadora.

“Hay otros, sin embargo, como el langostino, que sí que viven permanentemente en el Mar Menor y sí se podrían ver afectados por el cambio que ha habido en la naturaleza de la laguna”. Para la científica, dilucidar si se trata de un problema pasajero o estructural depende de su verdadero origen. “Si la ausencia de pesca viene determinada por el aumento de la temperatura del agua, por el cambio climático, eso será prácticamente irreversible”, asiente. “Si estamos hablando de una transformación en la laguna a consecuencia de actividades externas, eso sí puede ser reversible, aunque probablemente no se vuelva a lo de antes. Se podrá alcanzar un cierto equilibrio, siempre que el hombre no siga interviniendo”.

El Ministerio para la Transición Ecológica, en un informe publicado en septiembre de 2023, estimó que cada año se vierten al Mar Menor 3.580 toneladas de nitratos agrícolas. Todo con la complicidad del Gobierno regional. Durante los largos meses en que los pescadores han lidiado con unas condiciones de auténtica dificultad, desde los mandos del propio Ejecutivo, su actual vicepresidente, José Ángel Antelo (Vox) ha abogado por una intención unilateral de derogar o reformar la Ley de Protección del Mar Menor aprobada en julio de 2020, de modo que el entorno de la laguna “sea compatible”, expresó el ultraderechista el pasado diciembre, “con todas las actividades económicas”. Incluidas la agricultura intensiva y el desarrollo descontrolado del ladrillo. Vox presentará en las próximas semanas su plan de reforma en el Consejo de Gobierno.

Barcala se muestra clara en este sentido: “Si se corrigen los factores que han provocado la crisis de eutrofia, el Mar Menor tenderá a recuperarse. Esto ya se ha visto en algunas lagunas parecidas en Estados Unidos, que, a los 50 años, tras mucho tiempo de maltrato, han conseguido volver no a los parámetros originales, porque es imposible, pero sí a algo sostenible”, concluye la doctora.

“Si todo el mundo sabe cuál es el problema y se calla, no se puede hacer nada”

Acaban de dar las once de la mañana y Juan Tárraga y su compañero Pedro enfilan el último tramo de laguna en dirección a la lonja. Han estado regando con una manguera, durante el trayecto, las cajas en las que el pescado todavía contrae impetuosamente las branquias en un último intento por sobrevivir, y las han ordenado para facilitar la tarea una vez lleguen a puerto. Sentado en uno de los bordes del barco, sosteniendo de nuevo un cigarrillo en sus manos gastadas por décadas de intemperie y trabajo, Tárraga habla como hipnotizado por la cercanía excesiva del mar. “La gente joven está anestesiada. Tienen toda la vida por delante, tienen hijos, pagan casas, se la juegan con lo que ganan cada mes, y no luchan contra las injusticias y los desastres que les afectan a ellos mismos”.

Hace no muchos años, cuando ejercía de patrón mayor, denunciaba sin descanso la muerte poco a poco visible y palpable de la laguna. Aquel instinto antiguo de reivindicación renace de nuevo en él con la furia y la determinación de la juventud a la que alude. “Pero nosotros, los pescadores, al fin y al cabo, no somos nadie. Menos de 150, aunque detrás nuestra haya familias, vidas y proyectos. Cualquier empresa tiene una plantilla de 200 o 300 trabajadores y los puede echar a la calle de un día para otro y no pasa nada”, dice.

“Lo que sí somos es un termómetro. Si llega un momento en que no podemos ganarnos la vida con la pesca, si los pescadores se tienen que marchar de aquí, eso indicará que aquí abajo”, continúa, señalando hacia el suelo de madera del barco, “sucede algo muy grave”. “Somos el primer eslabón de la cadena. Si esto se muere, caeremos. Pero después caerá el turismo, y muchos otros puestos de trabajo y otros sectores que viven de la laguna”, añade.

Somos un termómetro. Si llega un momento en que no podemos ganarnos la vida con la pesca, si los pescadores se tienen que marchar de aquí, eso indicará que aquí abajo ―continúa, señalando hacia el suelo de madera del barco― sucede algo muy grave

“Por no hablar de la cultura. La pesca aquí, en este entorno, lleva practicándose muchísimo tiempo. Forma parte de la Región, de nuestra sociedad, de nuestras raíces”. Llegado al puerto, guardando los chubasqueros y cerrando la cabina, Juan Tárraga baja del barco de un salto y camina pausadamente por la lonja, visiblemente fatigado por la extenuación de tantos meses de trabajo mal recompensado. “Pero, así como va, es imposible que nada mejore. Me pregunto cuál será el siguiente síntoma de la agonía, o si se volverán a repetir los episodios del pasado”.

Cajas de pescado, contenedores en los que se contorsionan y agonizan cantidades ingentes de anguila, ruidos superpuestos de maquinaria pesada, de camiones y furgonetas de pescaderías y empresas de transporte. Tárraga lo observa todo desde la puerta de salida del muelle, como si lo viera por primera vez. “Pero es lo que queremos, en realidad. Si todo el mundo sabe cuál es el problema y se calla”, dice, sin quitarle el ojo al ajetreo de los trabajadores, “no se puede hacer nada”. “Todos tenemos algo que perder. A mí ya me da igual. Creía en algo, en la posibilidad de la recuperación. Pero ya no. No puedes estar luchando siempre. A ti te quitan de en medio a base de hartazgo, pero los que se lo están cargando todo siguen ahí. Y seguirán”.

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