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Acabar con la reforma sindical y dejar atrás el lastre del pseudosindicalismo

José Enrique Ruiz Saura

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Viernes 10 de agosto a primera hora de la mañana me encuentro tomando café en la cocina de casa antes de comenzar mi última jornada de trabajo previa a escaparme unos días de vacaciones. Como de costumbre, escucho la radio de fondo. En esta ocasión, suena la voz de Pepe Álvarez (secretario general del sindicato UGT). El entrevistador de la SER le hace la siguiente pregunta: “¿Se sienten decepcionados (UGT y CC.OO.) de que el Gobierno del PSOE no haya derogado la reforma laboral del PP?”. Cabe recordar que, hace dos meses la nueva Ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, lanzó un auténtico `jarro de agua fría´ a muchas y muchos trabajadores al afirmar que “la reforma laboral no se puede derogar alegremente” (aunque la CEOE y las grandes empresas sí nos la impusieran `alegremente´ en 2012 con la connivencia del PP), es decir, justo lo contrario de lo que su propio partido había venido diciendo en muchas ocasiones que iba a hacer cuando llegara al poder desde 2014.

Pues bien, la respuesta del líder de uno de los dos sindicatos mayoritarios del país fue: “No, no estamos decepcionados”, zanjando por completo la pregunta y pasando a otra cuestión. Nada más tenía que decir, no daba la impresión de que el señor Álvarez estuviera demasiado preocupado por ese asunto. Seguramente, él no se haya visto muy afectado por la reforma laboral.

Revertir lo que han supuesto y siguen suponiendo para las y los trabajadores de este país las reformas laborales de 2010 (PSOE) y 2012 (PP) sería un paso importantísimo y muy necesario para mejorar las condiciones de vida de los sectores más precarizados del Estado español.

No en vano, las mencionadas reformas laborales han generado un reparto más desigual de la riqueza y una explotación de la mano de obra que ha hecho que se extiendan en nuestro día a día colectivos aún más precarios de los ya existentes antes de la crisis: hemos pasado de que el “mileurista” fuera el prototipo más frecuente del trabajador precario a encontrarnos con relatos de carencias vitales todavía más aberrantes como los de las `kellys´, los contratos de formación a personas experimentadas en su profesión con 33 años de edad, los falsos autónomos en Deliveroo, Globo y empresas similares, los contratados a través de ETT en fraude de ley (tal es la falta de pudor, que se utilizan estos contratos incluso para intentar romper huelgas legales como la reciente de Amazon), tener que realizar multitud de horas extras que luego son mal pagadas o ni siquiera eso.

Para mayor claridad, haré referencia a sólo algunos de los muchos datos relevantes surgidos tras la lesiva reforma de 2012: despedir a un trabajador es un 63% más barato ahora (según el Instituto Nacional de Estadística, la indemnización media pasó de 530 euros en diciembre de 2011 a 198 euros en el mismo mes de 2017); han surgido convenios colectivos de empresa que empeoran descaradamente las condiciones laborales recogidas en los convenios sectoriales (ejemplo: mientras el vigente convenio de transporte de mercancías por carretera de la Región de Murcia estipula una dieta para una ruta en territorio nacional de 38,50€/día en total, por su parte, el convenio de la empresa Campillo Palmera, S.L., perteneciente al mismo sector y comunidad autónoma, sólo admite 12,00 €/día por el mismo concepto); según el propio Gobierno, desde 2012 a 2017, han sido 1,2 millones de trabajadores los que han perdido su empleo al verse envueltos en expedientes de regulación de empleo; la Encuesta de Población Activa arroja que se realizaron más de 6 millones de horas extra a la semana en nuestro país durante 2017, siendo impagadas el 44,6%; los trabajadores con peores ingresos han perdido más del 20% de poder adquisitivo en los últimos años según la consultora SYNDEX, etc.

Aunque, en realidad, esta involución sociolaboral viene de muy atrás. De hecho, el balance de cómo ha evolucionado la legislación laboral desde el comienzo del Régimen del 78 hasta la actualidad, arroja sin duda un saldo claramente favorable a la patronal en detrimento de las y los trabajadores, quienes han experimentado una progresiva pérdida de derechos en muchos ámbitos.

Y como colofón de todo ello, en los años 2010 y 2012, vimos como los gobiernos de turno imponían dos reformas laborales al calor de la crisis económica, pero promovidas precisamente por los responsables de la misma (grandes empresas y poder financiero) y sin el menor consenso social, lo cual es aún más hiriente. Que empresas como Banco Santander o ACS, después de haber alimentado un modelo de especulación desmedida que estalló a la mayoría social de este país, se hayan beneficiado estos años de millonarios rescates a fondo perdido con dinero público y de una legislación laboral a la carta, resulta escandaloso.

Por todo ello, la indolencia y el inmovilismo que muestran las dos centrales sindicales mayoritarias ante lo manifestado por el nuevo gobierno del PSOE, pone de manifiesto cuál ha pasado a ser en la actualidad su verdadero y único papel en el marco social y político del Estado: se han convertido en instrumentos de control social que facilitan a los grandes actores políticos y a la patronal el mantenimiento de la estructura económica vigente desde los momentos previos y posteriores a la crisis de 2008, es decir, un modelo productivo que favorece la concentración de riqueza en las principales empresas del país a costa de imponer una dinámica de precarización vital a las clases populares.

De hecho, lo ocurrido en el último año en relación a las luchas sociales en defensa del sistema público de pensiones no hace sino corroborar lo expuesto en líneas precedentes: los grandes sindicatos se habían mostrado muy tibios en los últimos años mientras se producía una progresiva pérdida de poder adquisitivo de las y los pensionistas, y sólo cuando determinados colectivos organizados de forma autónoma han salido masivamente a la calle logrando marcar la agenda política, las altas esferas de la burocracia sindical han “llamado a filas” a sus colaboradores para acudir a rebufo a las protestas buscando dejarse ver y, en ocasiones, para tratar de cooptar y controlar este movimiento independiente.

Frente a lo anterior, desde mi punto de vista, la clase trabajadora de este país necesita una izquierda sindical renovada y unos movimientos sociales que sean capaces de establecer lo que tradicionalmente se ha denominado un `programa mínimo´, es decir, concretar fines y tareas inmediatas encaminadas a lograr objetivos estratégicos parciales (reconquistar derechos) en pos de aproximarse al objetivo final en el largo plazo (la superación del corrosivo marco sociopolítico neoliberal). En este sentido, los ejemplos del trabajo realizado por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o el Sindicato Andaluz de Trabajadores en este periodo han sido inmejorables.

Por tanto, es preciso clarificar objetivos sobre los que concentrar esfuerzos para la defensa de derechos aún existentes y la recuperación de los derechos arrebatados, y hoy por hoy, no veo nada más conveniente como punto de partida que plantar cara a las reformas laborales de PP y PSOE, sin olvidar la necesidad de continuar insistiendo en revertir el deterioro que ambas formaciones han llevado a cabo sobre el sistema público de pensiones.

Además, se hace imprescindible articular, fortalecer y renovar espacios y herramientas de lucha que superen y se desembaracen del lastre que supone la burocracia de las centrales sindicales mayoritarias, la cual se ha convertido en un elemento consustancial de la parte izquierda más decrépita del Régimen del 78.

Para ello, como sostiene la politóloga francesa Sophie Beroud, los trabajos sobre la renovación sindical muestran muy bien cómo, para implantarse entre las y los trabajadores muy precarizados, el sindicalismo tiene que recuperar en cierto modo, sus prácticas militantes fundacionales y hallarse a su vez, de alguna manera, precarizado.

Consecuentemente, para revertir parte del terreno perdido, se requiere una labor de organización y adquisición de conciencia de esa mayoría social compuesta por tantas y tantos trabajadores que han visto cómo este sistema les ha impuesto un deterioro manifiesto en sus condiciones de vida.

No en vano, los derechos laborales que estamos viendo desaparecer durante estos años, tienen su origen en las luchas obreras, sindicales y sociales de finales del tardofranquismo, es decir, con contexto económico, jurídico y político a priori adverso para las clases populares, pero donde las y los trabajadores lograron una correlación de fuerzas lo suficientemente favorable como para arrancarle a la patronal concesiones muy significativas.

En plena crisis económica, las organizaciones sindicales no renunciaron al trabajo digno ni a su capacidad de movilización, y la que para muchos fue la etapa con más movilizaciones de la historia reciente del Estado español coincidió exactamente con la aprobación de la normativa que reconoció aquellos derechos: la Ley de Relaciones Laborales de 1976, el RD-Ley 17/1977 y el Estatuto de los Trabajadores de 1980, entre otras.

Podemos hacernos una idea de ello atendiendo a ejemplos tales como que se logró que el despido improcedente del trabajador supusiera la readmisión en su puesto de trabajo en los mismos términos con la Ley de Relaciones Laborales de 1976, o que la retribución de las horas extras se estableciera al 175% del salario de una hora ordinaria con el Estatuto de los Trabajadores de 1980.

Lamentablemente, todo ello quedó cercenado por una posterior degeneración de la acción sindical que optó por buscar la concertación y los acuerdos cupulares de despacho con los agentes económicos y políticos, contribuyendo a diluir la inercia anterior de luchas y favoreciendo la llegada al actual punto crítico de nuestro sistema de relaciones.

En los últimos años, se ha hablado de la posibilidad de abordar un `sorpasso´ en el espectro de la izquierda política, de tal forma que el ideario socioliberal del PSOE (`progre´ en lo cultural, mediático e, incluso, en la defensa de ciertos derechos civiles, pero opuesto frontalmente a modificaciones de gran calado en la estructura social y económica) fuera superado por proyectos que propongan sin complejos una transformación social real, siendo Corbyn en Reino Unido o Sanders en EEUU algunos referentes de ello.

Pues bien, algunos pensamos que un `sorpasso´ en la hegemonía sindical de este país es tan importante y necesario como el señalado en el párrafo anterior y, por tanto, debería acaparar mayor atención por nuestra parte. Se percibe que, desde hace años, es creciente el número de trabajadores y colectivos sociales conscientes de la necesidad de una reconstrucción sindical y de organizarse de forma alternativa a las dos organizaciones mayoritarias.

En este sentido, es evidente que las CCOO y la UGT de Marcelino Camacho y Nicolás Redondo en los años 80, no tienen nada que ver con lo que son hoy en día, salvando el destacado esfuerzo que muchos delegados y afiliados de base hacen en sus centros de trabajo y que permite que las agresiones de muchas empresas a la clase trabajadora hayan sido menos contundentes.

Pero, paralelamente, también es cierto que sí hay otras organizaciones sindicales que hacen un trabajo valiente en sus territorios: sindicatos como el SAT en Andalucía, la CSI en Asturias, la CIG en Galicia, ELA-STV y LAB en Euskal Herría, el sindicalismo social de las `kellys´ o la `marea café con leche´, etc. Estas organizaciones y colectivos y los que puedan surgir en los próximos años son la verdadera alternativa a lo anterior.

*José Enrique Ruiz Saura es laboralista y asesor sindical

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