Dando clases a mis jóvenes adolescentes de 4º de ESO, nos toca abordar el teatro del primer tercio del siglo XX. Son pocas las horas que tengo para tratar este tema, pues en solo tres horas semanales debemos estudiar toda la historia de la literatura española de los siglos XIX y XX. Y claro, así vamos un poco a trancas y barrancas.
Pero dejando al margen cuestiones de programaciones y currículos educativos, les explico al inicio de la primera sesión que se distinguían, fundamentalmente, dos tipos de teatro: por un lado, un teatro experimental y vanguardista, sólido en su forma innovadora y revolucionario en su contenido (con figuras como las de Valle-Inclán y Federico García Lorca); y, por otro lado, un teatro vacío, superfluo, pensado solo para entretener y, sobre todo, para adormecer conciencias.
Ambos tipos de teatro confluían en el panorama teatral de la época. Este último representaba el estancamiento; el primero, un espíritu europeísta que criticaba el casticismo y esa “España de charanga y pandereta” que tan bien definió Machado en uno de sus más célebres poemas. Si nos situamos a principios del siglo XX y a principios del siglo XXI, vemos qué poco ha cambiado el campo teatral.
En aquella época eran más numerosos los dramaturgos que se vendían a la burguesía y al poder (véanse los Hermanos Quintero, Muñoz Seca, Echegaray...) mientras que los aires de cambio surgían de unos pocos que denunciaban con sus obras y, sin saberlo, se convertían en clásicos futuros de la literatura española. Eso sí, la marginación, el exilio -y a veces la muerte, como en el caso de García Lorca- era el castigo que recibían a cambio. Por tanto, en esa época podíamos distinguir dos tipos de artistas: artistas libres y artistas del régimen. Y no dista mucho de la realidad teatral de hoy día.
Así pues, los primeros todavía tienen el valor de arrancarse la mordaza y hablar de la presión (u opresión, al gusto del lector) a la que se ven sometidos. No solo se censura el contenido de sus obras, sus discursos públicos, sus acciones o su sentir político, también se les censura indirectamente mediante la asfixia con facturas 'abusIVAs', reducción de subvenciones, cambio en el modelo de negociaciones de espectáculos pasando del caché a la taquilla, acorralamiento descarado a los profesionales del sector para que no puedan desempeñar su trabajo, e incluso si lo desempeñan, sea pagado con cantidades tan ridículas que parecen limosnas.
Hoy día, estos artistas no lanzan un mensaje tan abrumador e incendiario que deba ser censurado, qué va; hoy día, el simple hecho de “ejercer cultura” es, en sí, un acto revolucionario.
La cultura es la base fundamental para que los desahucios dejen de llevarse a cabo, para que la Sanidad sea un derecho y no un privilegio, y para que la Educación Pública forme a las próximas sociedades que construirán España; la cultura sirve para que cese la violencia de género y se consiga la igualdad y respeto profundos entre ambos sexos; la cultura sirve para darse cuenta de los abusos cometidos por los gobernantes; la cultura sirve para saber cuándo, cómo, dónde y por qué manipulan a la masa, y sería más extenso el artículo si continuáramos con la enumeración, pero el cansancio llegaría de inmediato al lector/a de este artículo (y la cultura también detecta la redundancia de lo que ya sabemos todos y todas).
A lo que vamos. Los segundos artistas, los del régimen, se postulan desde el miedo a perder lo poco que les han dejado los políticos ineptos, corruptos e incultos; los artistas del régimen, emulando a sainetistas o astracanes, no se comprometen con el arte, no buscan el enfado de los gobernantes que les dan de comer, no protestan, no piden, se conforman y, además, dan las gracias por lo poco que “supuestamente” han recibido de manos de los poderosos, como si la cultura fuera un instrumento innecesario que solo se pone en marcha cuando hay que hacer gala de la ostentación o cuando se acercan elecciones.
Sin embargo, yo entiendo a los artistas del régimen. Todos nos hemos disfrazado de artistas del régimen. Todos somos artistas libres (“artista” y “libertad” para mí son sinónimos) que han tenido que disfrazarse de “los del régimen” para conseguir el fin revolucionario: crear cultura. El artista se sacrifica e interpreta dicho papel porque sabe que el sacrificio servirá para ser libre. Crear cultura cuesta dinero, obliga a rascarse el bolsillo una y otra vez mientras las figuras del gobierno practican la “caridad cultural” invirtiendo el mínimo dinero y anunciando en letras de neón todo lo que “apuestan” por el sector cultural.
Demasiado tiempo hemos estado disfrazados de “artistas del régimen” para llegar a ser “artistas libres”. Lucharemos para que los tiempos de cambio sigan azotando las estructuras podridas. No más puestos a dedo, no más mafia en los campos de la cultura, no más “fusilamientos soterrados de las artes”. No más disfraces.
Honestamente, espero, veinte años después de escribir este artículo, seguir dando clase a mi alumnado de 4º de ESO, y cuando lleguemos al teatro del primer tercio del siglo XXI, abordemos esta realidad como un período breve de la historia de la literatura española que muy pronto evolucionó a nuevas formas artísticas plenas de libertad y calidad.
Fran Giménez García
Profesor de lengua y literatura en Águilas
Responsable de comunicación de la Agrupación de Electores de Águilas Puede
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