Llamamos biología a la ciencia que estudia a los seres vivos. Cuando Descartes desarrolló el método científico para sustentar la certeza del conocimiento, disciplinas como la física incorporaron rápidamente dicho método. Sin embargo, la biología tardó en hacerlo, considerando que había “algo más” en la vida que no era susceptible de reducirse al campo de la ciencia. Otros aspectos del conocimiento, los relativos al ser humano, requirieron aún más tiempo para someterse a las constricciones de la ciencia, cuyo creciente prestigio fue llevando a distintas disciplinas a asumir su método.
Kant estudió de manera sistemática el campo de aplicación del método científico, concluyendo que la ciencia es útil para abordar fenómenos observables, pero no para la comprensión de las cosas en sí. A partir del filósofo alemán (nacido en lo que hoy es la ciudad rusa de Kaliningrado), tanto la ontología como la ética se consideran materias no abordables por la ciencia.
Aunque se puede hacer un estudio científico de algunos aspectos de la política, ésta no es una ciencia, sino que se parece más a un arte consistente en tomar las decisiones adecuadas para lograr unos fines que afectan a la comunidad. La identificación de dichos fines es una cuestión ética, siendo posible encontrar diversos posicionamientos respecto a la priorización de la vida, la libertad, la producción, la igualdad, etc.
Cuando la política trata de llevar a cabo sus objetivos, puede apoyarse en los hallazgos de la ciencia. Ésta ilumina algunos límites de lo que es posible conseguir al clarificar los hechos (la realidad o severidad del cambio climático, las posibilidades de crecimiento económico dados unos recursos limitados, las consecuencias sociales de un determinado modelo de producción, etc). Además, el establecimiento de ideales éticos y su manejo puede inspirarse de forma más o menos libre en extrapolaciones realizadas a partir de hechos constatados científicamente, u oponerse a ellos.
Hay algunas corrientes políticas que tienden a alinearse con ciertas apreciaciones científicas, realizando analogías éticas a partir de hechos naturales. Así, de la realidad biológica de que en la naturaleza impera la ley de la garra y el colmillo, surge el darwinismo social, que postula que en las relaciones entre las personas deben promoverse los mismos principios. Según esta doctrina decimonónica cuyos ecos persisten, aunque matizados, en nuestros días, la sociedad es una jungla en la que deben sobrevivir los más aptos. Como los animales no se someten a restricciones morales, los hombres deben sacudirse el yugo de la ética y desplegar su libertad, sin preocuparse de las consecuencias que esto tenga sobre otros hombres. Esta dinámica conduce al ascenso de “los mejores” formando una pirámide social, mientras que los seres inferiores son oprimidos o eliminados.
Este enfoque tiende a desplazar algunos aspectos de la cultura, colapsando al ser humano en un intento de aproximación a su base biológica. Desde aquí se puede hacer superfluo el género, reduciendo éste a una visión pretendidamente natural de la realidad sexual. Igualmente, se pueden realzar las limitaciones funcionales que la biología impone a un trabajador enfermo, en detrimento de las consideraciones que suponen su condición humana y sus derechos de ciudadano.
Por contra, otras corrientes políticas parten de posicionamientos éticos y allí donde la realidad biológica choca con éstos tratan de someter la naturaleza a un orden humano superimpuesto. Esto puede llevar a arduos esfuerzos de control social o incluso a la negación de la realidad natural, desplazada por construcciones culturales. Desde este punto de vista, la defensa del principio de igualdad se opone a las diferencias de capacidad entre distintas personas, a las desigualdades sexuales y a las asimetrías sociales que, sin ser biológicas, se presentan como un hecho previo a la intervención política.
Este enfoque puede orientarse a trabajar con construcciones culturales como el género, desplegando sus posibles interpretaciones culturales y oscureciendo la base biológica del sexo que le subyace. Del mismo modo, prioriza la atención social al ser humano que hay en un trabajador enfermo, de forma prácticamente independiente de sus limitaciones biológicas y productivas.
Entiendo que, aunque estas corrientes políticas tiendan a enfrentarse como si fuesen opuestas, en realidad son complementarias. No podemos negar la realidad biológica, pero tampoco reducirnos a ella. Tenemos que desarrollar una cultura que parta de la biología, de la realidad de nuestras necesidades, pero vaya más allá de ella elevándonos al nivel de un animal distinto de los otros. Tenemos que construirnos como seres culturales que, tras haber comido del fruto del bien y del mal, no mantengan la indistinción biológica entre ambos, sino que busquen unos ideales superiores. La dialéctica descrita por Hegel conduce en esa dirección. La cuestión es cuánto tiempo nos va a llevar y qué precio nos va a costar construir esa síntesis.
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