El Ayuntamiento de Murcia ha anunciado que la ampliación del tranvía hacia la zona sur de la ciudad está más cerca. El proyecto, que prevé conectar la estación del Carmen con la actual línea, se presenta como un paso hacia una Murcia más sostenible, moderna y cohesionada. Creo que tras el entusiasmo institucional se esconde una pregunta incómoda: ¿qué ciudad se está vertebrando y qué otra se deja, una vez más, fuera del mapa?
Las infraestructuras no son neutrales. Dibujan una geografía de prioridades. El trazado de una línea de tranvía, igual que el recorrido de una carretera o la ubicación de un hospital, expresa qué zonas se consideran estratégicas, rentables o dignas de inversión, y cuáles permanecen invisibles. En Murcia, el mapa del tranvía lleva mucho tiempo contando una historia muy concreta: la de una ciudad que conecta lo ya conectado, mientras las pedanías del municipio siguen con una conexión precaria.
La línea actual discurre principalmente por la zona norte, vertebrando áreas residenciales y universitarias, con paradas cuidadas, parques, y una estética que refuerza la idea de modernidad. Es el tranvía del Espinardo universitario, de Juan Carlos I y de la Nueva Condomina. En el imaginario colectivo, el tranvía no sólo une puntos del territorio: une estatus. Es la vía de la clase media consolidada, de los barrios que ya habían sido priorizados por el planeamiento urbano.
Y no es casualidad. Las infraestructuras reflejan el poder y, muchas veces, lo perpetúan. Mientras tanto, barrios como El Progreso, San Pío X, Nonduermas o El Palmar —donde vive buena parte de la población trabajadora de Murcia— siguen sin una conexión fluida, ni por tranvía ni por una red de autobuses que garantice frecuencia y eficacia. Los trayectos diarios hacia el centro siguen dependiendo del coche o de un transporte irregular, lo que encarece la vida y limita el acceso a oportunidades laborales o culturales.
Ahora, la ampliación hacia el sur se presenta como un avance: un intento de coser la ciudad y acercar el tranvía a la estación del Carmen. Pero conviene mirar con cautela. La prolongación apenas alcanzará unos dos kilómetros más, con cinco nuevas paradas. Es una ampliación modesta, simbólica incluso, que no llega a resolver el verdadero problema de fondo: la fractura entre la Murcia que se exhibe y la Murcia que se desplaza cada día por necesidad.
Si algo define a la Región es su estructura de pedanías, un mosaico que combina lo urbano y lo rural, lo consolidado y lo periférico. Esa singularidad, que podría ser una fortaleza, se ha convertido en una barrera cuando las decisiones políticas y urbanísticas se toman pensando sólo en el centro. La movilidad es un termómetro de justicia social: determina quién puede acceder a qué y en cuánto tiempo. Y cuando un barrio queda fuera del trazado, no sólo se queda sin transporte: se queda sin posibilidad de crecer, de atraer servicios, de sentirse parte de la misma ciudad.
El problema no es el tranvía, sino el criterio. Los discursos oficiales apelan a la sostenibilidad, pero rara vez mencionan la equidad. La ampliación se ha diseñado pensando en la “viabilidad económica” —es decir, en el número de usuarios potenciales—, sin medir la rentabilidad social de conectar zonas donde más se necesita. Como si el transporte público fuera un negocio y no un derecho colectivo.
Esa lógica, basada en el coste-beneficio inmediato, genera una estratificación silenciosa: la ciudad de los que pueden moverse con facilidad y la ciudad de los que deben organizar su vida entera en torno a un autobús que pasa cada cuarenta minutos. Lo irónico es que las mismas políticas que pretenden reducir el tráfico y las emisiones terminan empujando a quienes no tienen alternativa a seguir dependiendo del coche viejo, del atasco, del tiempo perdido.
El urbanismo, en definitiva, es una forma de narrativa. Y Murcia lleva demasiado tiempo contándose a sí misma una historia parcial. Una historia que exhibe su fachada moderna, pero que todavía no integra del todo a quienes la sostienen con su trabajo cotidiano. Si la ampliación del tranvía no se concibe como una oportunidad de equilibrio territorial, corremos el riesgo de reforzar el mismo patrón de siempre: inversión en el norte, promesas en el sur.
Quizá la pregunta no sea si el tranvía llega o no a la estación del Carmen, sino hasta dónde estamos dispuestos a entender la movilidad como un derecho y no como un lujo urbano. Si el objetivo real es construir una ciudad cohesionada, el debate no puede limitarse a kilómetros ni presupuestos: debe incluir la mirada de quienes hoy hacen malabares para llegar al trabajo, al colegio o al centro de salud.
Murcia tiene la oportunidad de replantear su modelo de ciudad. No una ciudad que crezca hacia donde hay más rentabilidad, sino una que repare lo que el desarrollo desequilibrado ha dejado atrás.
Porque al final, toda vía cuenta una historia. Y la historia que escriba el tranvía de Murcia dirá mucho más de nosotros que de los raíles que se tiendan: dirá si seguimos avanzando por donde ya hay valor, o si por fin decidimos llevar el valor allí donde todavía no ha llegado.
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