Del amor al odio hay un paso. Una frase tatuada en la conciencia de nuestra sociedad.
En mi trabajo trato mucho con la parte del odio: cuando una relación muere, una de las partes viene a mí para dar un orden jurídico a la situación, y siempre me cuenta cuál fue su paso.
Ese paso es algo complejo, porque parece que viene después del amor, para dar paso al odio, y no es así. El paso se ha construido antes, dentro de cada persona, en lo más profundo de nuestras relaciones, nuestros miedos y egoísmos. El paso es una cadena que arrastramos desde la matriz.
Suele consistir en traicionar un acuerdo, tratar mal al otro, huir de una situación que no nos agrada, aprovecharse de la pareja, engañar o descuidar emocionalmente a esa persona. Y tengo que decir dos cosas: una, que no hay un paso, sino todo un camino que se puede elegir no recorrer. Y dos, me pregunto cuánto de lo que llenaba esa pareja era realmente amor, si desde ahí se termina construyendo un puente que lleva al odio.
No confundamos: no estoy haciendo una apología del amor eterno ni desmontando las razones legítimas por las que las personas se separan. Creo firmemente que no hay nada más sano que separarse de alguien cuando no hay reciprocidad o acuerdos satisfactorios para ambas partes. Pero, ¿es necesario hacerlo desde el odio? Sé que el odio es un mecanismo psicológico con sentido, una estrategia de supervivencia para transitar el cambio. Facilita, sí, pero también simplifica. Y moverse en territorios incómodos es precisamente lo que más nos hace crecer.
La gente se separa, mucho, de hecho, solo en la Región de Murcia, los juzgados recibieron una media de nueve demandas de disolución matrimonial al día durante 2024, con un total de 3.293 divorcios y separaciones, lo que supone un aumento interanual del 3,9 % y sitúa a la Comunidad como la cuarta con mayor tasa de rupturas en España, yo no quiero parar eso, por motivos obvios.
Pero algo que veo constantemente en nuestra sociedad es que, a nivel individual e incluso colectivo, se prefiere poner los cuernos, mentir o hacer daño, antes que tener una conversación honesta con la pareja para construir acuerdos diferentes, flexibles, que permitan transitar las distintas etapas de cambio que atraviesa una relación. En el despacho me dicen a menudo: “Podría haberme dicho que necesitaba cambiar la relación, ¿pero engañarme?” Esa frase es poderosa, porque apunta a un cambio de paradigma. Pero claro, implica más cariño, más implicación, remangarse emocionalmente y esforzarse desde un lugar donde hace falta amor del bueno, del de verdad.
También implica enfrentarse a algo que va más allá de nosotros: la incomodidad de hacer algo que socialmente no está aceptado. “Le pusiste los cuernos, bueno, son cosas que pasan” —eso tiene aceptación social. Pero si propones en voz alta abrir una relación como respuesta a una necesidad mutua, de repente te ves obligado a justificar cada palabra como si tuvieras que dar una conferencia sobre ética relacional.
Esto también nos lleva a repensar qué es el amor. ¿Es una caja a la que entramos cuando todo va bien y de la que necesitamos escapar cuando aprieta? ¿Es el mito del amor verdadero y eterno el único amor válido? Diría que no, porque justo ese modelo es el que más fácilmente se convierte en odio en cuanto algo falla. ¿Es, quizá, un espacio de acuerdos que pueden reescribirse? ¿Solo se da en lo romántico? ¿Podemos amar profundamente a amigos sin que eso genere conflicto? ¿Se puede amar mucho a alguien y, aun así, tener una buena protección jurídica por si llega el paso al odio o al divorcio? Para esta última sí tengo una respuesta clara: un rotundo sí.
Puede que todo esto suene extremo para algunos, pero vamos con algo más liviano: imaginemos que existen personas con la fuerza y la madurez suficientes para decir: “Oye, no estoy bien así, pero no quiero que nos hagamos daño”. ¿No es ese un paso mejor hacia el divorcio que el paso del odio? Este tipo de separaciones, lo confieso, a veces me hacen perder dinero... pero como romántica de la vida que soy, os diré que nada me llena más el corazón que un divorcio de mutuo acuerdo bien hecho.
Además de abogada de familia, tengo 34 años: la edad perfecta para ver cómo en mi entorno nacen bebés, mueren relaciones, se crean otras nuevas y —sorpresa millennial— cada vez más personas se abren a las no monogamias éticas. Como abogada, me parece una auténtica fantasía. Da lugar a una arquitectura jurídica compleja y bella, que pide trajes a medida. Me fascina ver cómo el paso de la ruptura tradicional da paso a nuevas formas donde el odio no es el protagonista. Al menos, no al principio.
Esto ya es un intento de lo diferente. Hay muchas formas de separarse antes de construir ese puente hacia el odio. Una relación puede transformarse: puede terminar lo romántico y continuar la amistad; se puede acompañar de otro modo. Claro que no estamos obligados a sostener vínculos que no funcionan, pero tampoco a elegir, como única opción, la polarización. Esa que tan a menudo termina dañando a quienes menos culpa tienen: los niños.
Toda esta reflexión que os traigo hoy viene desde la trinchera: la del despacho, la de las salas de vistas, pero también la de los cafés con amigas que me cuentan que ya no saben cómo hablar con su pareja. Viene de escuchar a personas rotas, pero también de acompañar reconstrucciones llenas de dignidad.
Porque, al final, el paso no es del amor al odio: el verdadero paso —el que de verdad importa— es del miedo a la honestidad. Y eso sí que puede cambiarlo todo.
Separarse sin destruir, querer sin poseer, romper sin herir. Tal vez no suene épico, pero para mí es el tipo de revolución más valiente que existe. Y sí, a veces me deja sin pleito... pero con mucha más fe en las personas.
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