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Lo de Cuba no es democracia. ¿Lo nuestro, sí?

Un hombre con mascarilla camina frente a una imagen de Fidel Castro en una calle de La Habana (Cuba). EFE/ Yander Zamora/Archivo

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Cuando se me ha pedido que me adhiriera a la condena al Gobierno cubano a raíz de las manifestaciones anti régimen en la isla (que no veía claro), he dicho que no; cuando algún conocido me ha preguntado por qué, le he contestado que porque me daba la gana. Mal hecho, lo sé, pero es que el whatsapp, otro invento de Satanás, invita a la mala educación, es decir, a la mala comunicación y hasta la incomunicación.

Pero asunto tan sensible como es Cuba, su régimen y la vida de los cubanos merece siempre alguna explicación, o un relato al menos, aunque no alcance la sesuda categoría propia de politólogos de think tank, esos que nos aturden desde el entramado, más bien mendaz, aunque muy de moda, con que también nuestro país se ha ido configurando: gabinetes, fundaciones e incluso cátedras que pontifican y se dotan de títulos o enunciados pomposos para revestirse de honorabilidad.

A ver. Empiezo por recordarme que a mí ya me manipularon el fenómeno cubano desde que los guerrilleros de Sierra Maestra conquistaron La Habana, ya que mi internado estaba plenamente inmerso en la España nacional-católica y enfáticamente pro americana, y no había otra. Luego, la vida y la muerte del Che me entusiasmaron, entre otros motivos porque ya me ilustraba yo sobre política internacional en una facultad predominantemente antifranquista (si bien, creada para muy otros fines), y consolidé mi aprecio por el régimen de Castro en la medida, sobre todo, en que el capitalismo internacional (representado, insuperablemente, por Estados Unidos) se me hacía odioso y condenable.

Siempre pasé ganas de conocer Cuba de primera mano, sin conseguirlo hasta que no hace mucho tuve la oportunidad de hacerlo en condiciones, de principio, muy favorables, es decir, volando desde un continente, el latinoamericano (con su enfermizo apéndice norteamericano), sumido en la violencia civil y el asesinato político, el racismo y la miseria, la manipulación política y la corrupción institucional generalizada. Y, óiganme, la llegada a Cuba, con mi estancia provechosa (aunque más breve de lo que hubiera deseado) supuso para mí y quienes me acompañaban, ciudadanas latinoamericanas, como bálsamo prodigioso de alivio general, un transporte a un mundo apenas parecido al que conocíamos, una experiencia del mayor interés y utilidad.

La mayor parte de mis contactos, previstos u ocasionales, se expresaban criticándolo casi todo, pero siempre reconociendo la realidad, pavorosa y nada exagerada, del mundo envolvente latinoamericano (y su perverso vigilante norteamericano). Aunque la realidad a la vista decía tanto, que cada movimiento y vivencia eran lecciones: miseria desconocida, educación de calidad, información puntual del mundo mundial (muy especialmente de la España de Rajoy), simpatía desbordante… Nuestro caso no era el de los turistas de Varadero, desde luego, y nuestra principal fuente informativa era Nelson, un periodista que había hecho la guerrilla con los barbudos y al que yo había conocido en el Bierzo, cuando visitaba el pueblo en el que había nacido su padre. Nelson también ejercía, cuando le tocaba, como miembro de un tribunal laboral, impartiendo justicia en ese ámbito y con el sentido común y la sabiduría que la vida revolucionaria le había proporcionado.

Por supuesto que las necesidades eran omnipresentes, pero teníamos la impresión de que nosotros la percibíamos con más angustia que los propios cubanos que, por otra parte, mostraban una envidiable capacidad para suavizarlas e incluso solventarlas. Recuerdo a aquel conductor de bicitaxi, médico de primera profesión, que en unas horas nos proporcionó un medicamento del que tuvimos necesidad. O aquel joven pianista del hotel, con el que cada tarde departí, en inolvidable diálogo, que soñaba con ser parte de una gran orquesta, aunque tuviera que abandonar su país, inevitablemente limitado en ese particular. O los taxistas que contaban, divertidos, cómo se las arreglaban para hacer eternos sus vehículos con el reaprovechamiento de piezas y desechos, además del propio ingenio personal.

Lo primero que escribí, a mi regreso a la España hundida en la crisis de los especuladores, triunfantes en todo Occidente (y siempre dirigidos por la canalla financiera norteamericana) fue una reflexión, por supuesto de ecologista, en la que advertí que el futuro de la mayor parte del planeta es muy parecido a lo que ya se vive en Cuba: el ajustado uso de los recursos, el aprovechamiento de cuanto tiene naturaleza material (como el transporte público, taxis y guaguas), el menor consumo posible de la energía, etc., etc., etc.,  Sin olvidar la solidaridad, la convivencia y la satisfacción de ser útil a los demás, sobre una equidad sin trampas insultantes… ¡Ah, qué buenas lecciones aprendimos, casi a cada paso! ¡Y cómo adquiría relevancia la negrura criminal de un Estado como el guatemalteco, del que proveníamos!

Ya digo que, a nuestro pequeño grupo de turistas de ocasión, nos pasmaba ese mundo al que estábamos asomados: nada que ver con el que conocíamos o en el que nos desenvolvíamos, incluyendo España (para qué decir del horror norteamericano, cuyas procacidades sin cuento deforman, sin embargo, la mente de la mayor parte de los latinoamericanos). Tan cerca y tan lejos, de un mundo de espanto, humillante y sin esperanza (aunque “libre”: sí, sí…).

Con unos y con otros –contactos previstos, amigos ocasionales, españoles con negocios– no escamoteamos ningún tema, y nunca fue necesario bajar la voz. Lo de las libertades políticas, el primero, con su serio apéndice de los presos de opinión: ellos y nosotros sabíamos –recordando algunos discursos de Fidel Castro– que si la idea (política, ética) de libertad es la que propala Occidente desde que creara la democracia parlamentaria, poniéndola para siempre en manos del poder económico, pues qué poco tenía de admirable, y que si la contrapartida a las fechorías sistemáticas de esa democracia es inocularse el cínico eslogan de que “la democracia es el peor de los sistemas posibles, si exceptuamos todos los demás”, apaga y vámonos. No hay que ser, por otra parte, sociólogos o pensadores de postín para ignorar que los presos “civiles”, en un mundo de diferencias crecientes, miseria opresiva y mentiras instituidas (sin olvidar esas brillantes Constituciones que, ni en su fondo ni en su literalidad se cumplen, ni lo pretenden), son profunda y realmente “políticos”, aunque se disimule con un Código Penal que se engaña a sí mismo.

Desde luego, el choque entre la escasez material cubana (tan preventiva y “prometedora”, aunque no sea voluntaria) y la abundancia del mundo capitalista (tan imprudente y perniciosa, aunque se ofrezca como “irrenunciable”) es rotundo y no admite componenda: estamos, desde luego, ante dos sistemas radicalmente distintos, que muestran sus diferencias en terrenos ciertamente esenciales, y que se mantienen pese al acoso implacable que el sistema dominante ejerce sobre las mínimas excepciones que, como el caso cubano, siguen mostrando que otras vidas son posibles, aunque su descripción se enfrente a un desprestigio global que no perdona.

Que nadie considere este texto en línea con ningún tratado de teoría política de los que se estudian en nuestras universidades (que no desconozco), sino más bien como un alegato, de política práctica, que yo me endoso aprovechando la ocasión de decir no a esa condena última, que se me ha solicitado, sobre el régimen cubano.

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