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Día internacional de la infancia, una observación de la infancia selectiva

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Cada año, cuando se aproxima el Día Internacional de los Derechos de la Infancia (20 de noviembre), reaparecen los compromisos solemnes y las declaraciones bienintencionadas sobre la protección de los menores. Sin embargo, conviene reconocer que esa retórica convive, sin aparente contradicción, con un fenómeno que erosiona silenciosamente el sentido mismo de esos derechos: la construcción deliberada de ciertos niños como amenaza, no de la infancia en su conjunto, sino de un subconjunto muy particular al que se somete a un escrutinio excepcional.

No es la infancia la que se criminaliza. Son los menores no acompañados, casi siempre migrantes, casi siempre provenientes de contextos racializados, quienes soportan el peso de una sospecha diseñada para ellos. La figura del 'menor extranjero no acompañado' se ha convertido en escenario donde la sociedad proyecta inquietudes, temores e incluso resentimientos que, de otro modo, no se atrevería a formular. Al niño nacional se le presuponen inocencia y vulnerabilidad; al niño extranjero, especialmente si no llega dentro de la ficción familiar normativa, se le atribuye de inmediato riesgo y peligrosidad.

No estamos ante un error conceptual, sino ante una deliberada asimetría moral. La infancia es un refugio discursivo al que se acude cuando toca exhibir empatía institucional, pero también un territorio flexible del que se aparta a quienes no cumplen con los rasgos del ideal inocente: piel clara, dependencia absoluta, docilidad. Así, mientras la sociedad protege a 'los niños' en abstracto, simultáneamente produce la imagen antagónica del menor que no merece tal nombre; un joven que, por estar solo o venir de lejos, deja de ser percibido como niño para ser clasificado como problema.

Lo notable es la facilidad con la que esa operación simbólica se normaliza. Basta observar el modo en que ciertos discursos políticos y mediáticos describen a estos menores: no como adolescentes vulnerables, sino como individuos astutos, peligrosos, casi adultos en el peor sentido del término. Se les atribuye una madurez funcional para justificar el miedo, pero se les niega cualquier madurez que sirva para reconocer su autonomía o sus derechos. De la noche a la mañana son convertidos en sujetos con una capacidad casi sobrenatural para el daño y, al mismo tiempo, en seres incapaces de tomar decisiones legítimas sobre sus vidas.

Ese doble rasero revela que no estamos ante una disputa sobre la infancia, sino sobre quién es considerado acreedor de ella. Y la respuesta, me temo, no depende de criterios jurídicos ni de evaluaciones psicológicas, sino de un factor mucho más incómodo: la racialización del peligro. Solo ciertos menores: los que llegan solos, los que no dominan nuestra lengua, los que no se parecen al niño idealizado en los carteles institucionales, son tratados como potenciales delincuentes. ¿Qué clase de sociedad declara venerar la infancia mientras delimita qué niños merecen compasión y cuáles deben ser vigilados?

Esta distinción tiene consecuencias jurídicas y políticas significativas. Se retrasan procedimientos, se endurecen sistemas de acogida, se cuestionan sistemáticamente las edades declaradas, se multiplican las pruebas intrusivas para verificar la 'verdadera' minoría de edad, como si la infancia fuera un privilegio que deba ganarse a pulso. El resultado es paradójico: la etiqueta de 'menor' funciona como protección para unos y como mecanismo de exclusión para otros, dependiendo del origen y del color de la piel.

Por eso, este día no debería limitarnos a celebrar derechos que ya damos por sentados, sino llevarnos a una reflexión precisa: ¿de qué infancia hablamos cuando hablamos de infancia? ¿De la que imaginamos o de la que realmente existe? ¿De la infancia universal que proclamamos en los tratados o de la infancia selectiva que aplicamos en las fronteras y en los barrios? Y, sobre todo, ¿cuánto de nuestra supuesta defensa de los niños está condicionada por la comodidad de defender únicamente a aquellos que no nos obligan a confrontar nuestros prejuicios?

La respuesta exige incomodidad. Exige reconocer que ningún derecho de la infancia podrá tomarse en serio mientras toleremos una categoría de niños a quienes se les niega, de entrada, el beneficio de la duda y la presunción de inocencia. Exige abandonar esa mirada que, bajo la apariencia de realismo, convierte en amenaza aquello que simplemente no encaja en la imagen tradicional del menor que necesita nuestro amparo.

Tal vez proteger, en su sentido más honesto, consista precisamente en esto: romper la frontera simbólica que separa a unos niños de otros, desactivar las narrativas racistas que atribuyen peligrosidad donde solo hay desamparo, y recordar que la condición de menor no es una concesión que otorgamos, sino un hecho jurídico y humano que no puede depender de prejuicios compartidos.

El Día Internacional de los Derechos de la Infancia no tiene razón de ser si no incluye a quienes solemos dejar fuera de la fotografía. Y mientras persistamos en esa exclusión ritualizada, no celebraremos la infancia: celebraremos únicamente nuestra propia comodidad moral y mirada reducida.