El último informe sobre 'El estado de la pobreza en España', realizado por la red europea EAPN revela tres datos significativos: 169.000 murcianos se encuentran en un estado de pobreza severa -19.000 más que el año anterior-; 376.000 pueden ser considerados como pobres; y 447.000 están en riesgo de pobreza. Quiere esto decir que un tercio de los habitantes de la Región de Murcia lidian diariamente con la pobreza en un grado u otro. Y, sin embargo, estas cifras devastadoras suelen quedar sepultadas bajo datos y previsiones macroeconómicas aportadas por el Banco de España, la CEOE o diferentes entidades bancarias. La economía crece disimétricamente, de manera que los colectivos más vulnerables no logran salir del fatal círculo en el que se hallan segregados. En su libro La automatización de la desigualdad. Herramientas de tecnología avanzada para supervisar y castigar a los pobres, Virginia Eubanks afirma que “los colectivos marginados afrontan niveles más altos de recopilación de datos cuando acceden a prestaciones públicas, caminan por barrios sometidos a un fuerte control policial, entran en el sistema sanitario o cruzan fronteras nacionales (…) A esos grupos, considerados indignos, se les somete de manera aislada a una política pública punitiva y a una vigilancia más intensa, y el ciclo vuelve a comenzar. Se trata de una especie de marca roja colectiva, un bucle de injusticia que se retroalimenta”.
En la Región de Murcia, el grave problema de la pobreza se expresa a través de una realidad escindida en dos dimensiones fuertemente enraizadas en su configuración social: de un lado, su “normalización sistémica”; y, de otro, su rechazo en forma de una aporofobia creciente. Es indudable -atendiendo a la primera de estas dimensiones- que las altas bosas de pobreza han sido asimiladas por la estructura social de la Región de Murcia con una naturalidad que produce pavor. Y no solamente porque ese tercio de la población que vive en riesgo de pobreza haya dejado de ser una realidad coyuntural para transformarse en estructural, sino porque -y esto es lo más preocupante de todo- la constatación de esta anomalía no se traduce en movimiento o reacción social alguna. El reparto del voto durante el último cuarto de siglo -60 % para el centro-derecha, 40 % para el centro-izquierda- revela un inmovilismo a prueba de cualquier convulsión y degradación social. Es evidente – a tenor del histórico de los resultados electorales- que ni siquiera ese casi medio millón de murcianos que viven en riesgo de pobreza ha variado su opción de voto. Y esto puede deberse a dos motivos: o 1) en la Región de Murcia la economía no es un factor condicionante a la hora de depositar la papeleta en la urna, y pesan más otros elementos ideológicos; o 2) el voto se halla definitivamente fosilizado en ámbar, y su fidelidad abarca ciclos geológicos.
Mientras que, estructuralmente, la pobreza se ha normalizado en tal grado que llega a resultar políticamente invisible, su visualización real en la calle despierta, cada día que pasa, un mayor rechazo e intolerancia. Sírvanos, como ilustración de este fenómeno, el caso del distrito centro de la ciudad de Murcia y la campaña vecinal dirigida contra la concentración de servicios sociales -Jesús Abandonado, Cáritas, etc.-. La raíz de este movimiento vecinal es la visibilidad que tienen los usuarios del comedor de Jesús Abandonado en los alrededores de la Catedral durante amplios periodos del día. Si nos ceñimos a la redacción y a los argumentos expresados en los panfletos distribuidos por cada edificio de la zona, aquello que se infiere es que los vecinos de la zona centro dirigen el énfasis de sus protestas a las consecuencias de una anomalía sistémica -la proliferación de pobres en el paisaje urbano- en lugar de a la solución del problema -la pobreza. No es lo mismo combatir a los pobres que luchar contra la pobreza. Lo primero implica aporofobia; lo segundo justicia social. Y, desde luego, ni en el distrito centro de Murcia ni en el conjunto de la región parece existir un deseo expreso de poner remedio a las amplias bolsas de pobreza existentes. Antes bien, es el recurso fácil -la aporofobia, el clasismo- el que parece imponerse en una clara priorización de la estética sobre la ética.
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