Ramonete: racismo en vivo y en directo
Me encaminé al Ramonete, esa extensa pedanía que se corresponde con el litoral lorquino, para comprobar por mí mismo el rechazo de la población local a la construcción de una mezquita para que la abundante población trabajadora ahí existente, de mayoría musulmana, pueda cumplir con sus obligaciones religiosas. Y me interrogaba por ese caso, muy poco aireado por la prensa regional, algo asustado ante la perspectiva de encontrarme con un enfrentamiento de civilizaciones en terreno tan familiar, en esa privilegiada mini comarca agrícola entre el Lobo de Bas y la sierra de las Moreras, que ya los musulmanes pusieron en producción, siglos ha, con el cuidado exquisito que la tierra siempre ha exigido de las sociedades religiosas.
Atravesé, pues, el río/rambla Amir, de inocultable remembranza árabe y me sorprendí, merodeando en torno a la iglesia católica de la pedanía, preguntándome si no estaría esta misma, de geometría paralelepipédica, fundada sobre una antigua mezquita, datada en aquellos cinco siglos en que este entorno fue musulmán. Esta segunda observación, sin embargo, no fue concluyente, pese a estar acostumbrado a contemplar, en el antiguo Al-Andalus, decenas de iglesias resultado de la adaptación arquitectónica de mezquitas anteriormente existentes. En cualquier caso, y pese a tal, todo ese espacio, soleado y luminoso, poblado y productivo, sigue siendo moruno, copia rigurosa de otros paisajes del otro lado de esa mar brillante y azul.
Puesto en faena, entré en un bar, en cuya barra pregunté a una joven sobre el rechazo a esa mezquita, con el resultado de que, alarmada y quizás cogida en ignorancia, pidió ayuda a su dignísimo padre, que acudió de inmediato, desde el otro extremo, a ver de qué iba la cosa. Así fue como me encontré con las “explicaciones” que ya la prensa había dado, o sea, que si molestarían los atascos previstos por la concentración de centenares de vehículos, que si no soportarían los ruidos de las intermitentes llamadas a la oración, que si… pretextos de no muy alta calidad que me fueron suministrados al tiempo que unos ojillos desconfiados me expresaban un odio sin templanzas. Era como si aquel buen barman quisiera decirme: “A este curiosón le voy a dar yo la información que busca, pero bien dada”.
Necesitaba, al menos, de otra exploración, para dar un mínimo rigor a mi discreta encuesta, por lo que sostuve, del lado de afuera de la verja de un chaletito pequeño-burgués, un diálogo en el que participaron al menos tres miembros de la familia, que descansaban en una escalinata algo pretenciosa. Aquí las opiniones, igualmente sustentadas en un clarísimo prejuicio del moro, tenían contenidos algo más morales/inmorales: que si esta gente vive mejor que nosotros, que si sus mujeres son unas tales, que si el Estado les da demasiado… Era un ambiente familiar ruidoso y cohesionado, que se me antojó no apto para exposiciones académicas sobre derechos humanos esenciales, ni mucho menos para resaltar la oportunidad histórica y cultural de recomponer relaciones con aquellos cuyos antepasados (que eran, por cierto, los nuestros) vivieron en este mismo entorno durante cinco siglos… etc., etc. Así que me retiré prudente y oportunamente, extrayendo las fáciles conclusiones que ya me esperaba, y temía, al inicio de mi incursión.
Una excursión, por cierto, que no estaba diseñada para entrar con nadie en una disputa teológica sobre asuntos tan abstrusos (aunque respetables, ¡qué le vamos a hacer!) como el de si el Dios de las religiones del Libro es uno, tres o vaya usted a saber; y menos sobre si, sean cuantos sean, resultan el verdadero obstáculo para la convivencia étnica. Tampoco me habría atrevido –¡líbrenme Dios/Allah/Yeovah– a plantear el reto laico de la Otredad cívica y compasiva, ante el serio riesgo de que esa Tríada, de historial tan inquietante, me fulminase por (triplemente) blasfemo.
Que no es a la teoría comparada de las religiones a lo que debía apelar mi desolación, ni sociologías profundas, sino la teoría económica y lo más granado y conocido de la ciencia marxista, que ya hace tiempo que dio en el clavo. Porque no se trata de una pugna religiosa (que no se alegren los jerarcas católicos que callan ante estas injusticias), ya que nuestra religiosidad, como nuestra pretendida simpatía hacia el emigrante, es un mito cínicamente alimentado por personas e instituciones. De lo que se trata es de un problema socioeconómico que puede describirse tan nítida como brevemente: que la explotación económico-laboral de los débiles y necesitados suele ir acompañada del menosprecio cultural, religioso y político de los mismos.
(Cabreado como una mona, me volví a mi sitio, a ver si con el meneo, mi mecedora me devolvía la paz histórica, ya que no la religiosa, porque, ¿Cómo iba a preguntarme yo, tratándose del mismo Dios para los monoteístas, que dónde estaba el problema? Algo simple sólo en apariencia, pero cuya enjundia me amargó un buen rato).
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