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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Ratzinger y el diablo

Joseph Ratzinger

Manuel Segura Verdú

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Un tuitero desaprensivo ‘mató’ este miércoles al papa emérito Benedicto XVI. Al parecer, ya lo hizo en 2018, y muchos ahora, yo incluido, caímos en su treta. El tipo creó una cuenta en la red a nombre del cardenal Juan José Omella, nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española, y anunció que desde el Vaticano le habían comunicado que Josep Ratzinger acababa de fallecer.

Muchos fuimos los que picamos como merluzos. Y eso que la cuenta de la Diócesis de Ávila se apresuró a alertar sobre el impostor y a advertir cuál era la verdadera de monseñor Omella: @OmellaCardenal. Es lo que de pernicioso suelen tener las redes sociales, algo que los mortales solemos olvidar con demasiada frecuencia. Así pues, Ratzinger, a sus 92 años, sigue vivo, muy vivo, gracias a Dios, nunca mejor empleado, en su residencia en Santa Marta.

Ya han pasado siete años desde que abandonara el trono de Pedro. Fue un 28 de febrero. Alegó entonces “falta de fuerzas”, aunque circularon toda suerte de especulaciones. Tiempo atrás, en 2002, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe estuvo en la Región. Vino a la UCAM, invitado por José Luis Mendoza, al que le unían y aún le unen evidentes lazos, tan humanos como espirituales. Luego se trasladó a la basílica-santuario de Caravaca de la Cruz, donde besó la reliquia que allí se venera.

Durante su estancia, en la sede de la universidad de Guadalupe, fuimos convocados los periodistas a una rueda de prensa. Era un sábado, por la mañana, y yo -entonces en Radio Nacional de España- me dirigí en mi propio coche hacia el antiguo monasterio de los Jerónimos. Lo hice con tan mala suerte que, a poco de iniciar el trayecto, noté que se había pinchado una de las ruedas del vehículo. Salí en cuanto pude de la autovía, encontrándome en un semáforo a unos inmigrantes rumanos que limpiaban las lunas de los coches mientras pedían a cambio la voluntad. Les propuse que me ayudaran a cambiar la rueda, cosa que todos aceptaron muy solícitos. Acabada la faena, les entregué una cantidad de dinero que les debió de parecer más que suficiente, pues recuerdo que abandonaron el lugar a toda prisa y, por sus gestos, bastante complacidos.

Me encaminé de nuevo hacia la UCAM y llegué a la convocatoria cuando esta ya se había iniciado. En ese momento, Mendoza presentaba a Ratzinger y yo, nada más entrar a la sala, me acerqué por detrás, con sigilo, hasta la mesa donde ellos estaban sentados para colocar mi magnetofón. Lo deposité con sumo cuidado delante de Ratzinger con objeto de recoger bien sus palabras, percatándome entonces de que las palmas de mis manos estaban enngrecidas como consecuencia de haber tenido que recoger la rueda averiada, bastante sucia por su uso, e introducirla en el maletero.

Recuerdo que el futuro papa se dio la vuelta al ver esa tenebrosa mano y que, a través de sus ojos vivarachos, me miró y esbozó una leve sonrisa como de alivio. Fueron apenas unos segundos en los que intuí que, por un momento, Ratzinger creyó que quien depositaba aquel aparato delante de él era el mismísimo diablo. Cuando poco tiempo después, en abril de 2005, apareció ante los fieles, impartiendo su bendición desde el balcón, en la plaza de San Pedro, investido ya como Benedicto XVI, no pude evitar acordarme de esta jocosa anécdota en aquella accidentada mañana en Los Jerónimos. Como para olvidarla.

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