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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Rumores del Usumacinta

Pedro Costa Morata cruzando El Usumacinta

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El Usumacinta es un hermoso río que se forma con el Chixoy y el de la Pasión, ambos nacidos en territorio guatemalteco, y constituye en gran parte de su recorrido la frontera entre Guatemala y México, para desembocar, con una geomorfología deltaica, en los Estados (mexicanos) de Tabasco y Campeche. Con unos 1.100 km de longitud, pasa por ser el de mayor recorrido de Centroamérica y marca la frontera interestatal con un recorrido en bucles seguidos por la llanura selvática del alto y medio curso (con el Petén en la orilla derecha y Chiapas en la izquierda), vertebrando con su poderoso divagar una de las áreas de mayor biodiversidad del continente.

Desde mis primeros viajes a Guatemala, y el consiguiente estudio del mapa nacional, me atrajo poderosamente este río, tanto por los espacios de interés natural -la llamada Selva Lacandona, a la que atraviesa- como por los numerosos enclaves de interés arqueológico que la espesa selva envolvente guarda. Y como me había dejado impresionar, en su día, por el remoto yacimiento maya de Piedras Negras, leyendo a un aventurero francés (del que no recuerdo el nombre porque tampoco encuentro el librito en el que narra su aventura) que visitó esas ruinas en los años de 1950, yo también quise vivir esa emoción y visitar Piedras Negras, un puntito arqueológico aguas abajo del exótico Usumacinta, muy cerca de la frontera terrestre con México.

Esta ocasión llegó en octubre de 2014, y allá nos dirigimos mis alumnas Telma y Claudia y yo. Quince horas hasta Bethel, por carreteras de (gozoso) suplicio, y cruce del río hasta El Corozal, en la orilla mexicana, con facilidades hoteleras, y al día siguiente, río abajo, tres horas hasta Piedras Negras (en realidad, Yokib, “gran entrada”, que aludirá al inicio de su encajonamiento, camino del mar). Esta metrópoli maya brilló entre los años 400 y 800 d. C., siendo comparable en esplendor con Tikal (que visité en 2008, en mi primera visita al país) y El Mirador (que visité en 2017, en una intrépida caminata de dos días por la selva, con un grupito de alumnos y amigos).

En Piedras Negras hay un retén de media docena de empleados de la Comisión Nacional de Parques Naturales (CONAP), que son relevados cada quince días y que llevan el registro de los escasos visitantes que los sacan de su radical soledad. (Por cierto, que los últimos en visitar el yacimiento, un grupo de alemanes, nos habían precedido tres meses antes…). Ahí “contacté” por primera vez con los monos aulladores, que más que aullidos, lo que emiten son unos rugidos tan broncos que tomé por los trabajos de alguna sierra mecánica que actuara en el corazón de la selva… Son estos, unos escandalosos geniecillos humanoides que saltan de rama en rama y se te orinan encima para que no olvides que estás de paso y que en su reino no hay lugar para alguien como tú. Imposible olvidar la sobrecogedora presencia de enormes cocodrilos que sestean en los arenales de las orillas, siempre atentos a los movimientos de los curiosos, a los que evitan dando un asombroso coletazo y sumergiendo su corpachón mucho antes de que nadie se acerque. Y cierro el recuerdo de esta llamativa fauna con la pequeña serpiente, la barba amarilla, con la que nos cruzamos nada más desembarcar, y que nadie quiso matar pese a que el veneno que almacena bajo su boquita inocente aniquila a una persona en diez minutos.

Pero la mayor emoción que sentí en Piedras Negras no fue zoológica, sino bien humana, y fue el recuerdo de la ruso-estadounidense Tatiana Proskuriakof, que logró descifrar, en los años 1930 y 1940, las estelas encontradas, iluminando un pasado de continuos conflictos con las vecinas metrópolis, Yaxchilán y Palenque. Quiso, al morir, que trasladasen sus cenizas a Piedras Negras, y ahí están, bajo una pequeña lápida de mármol blanco en la base de la pirámide principal.

El regreso, remontando el río, lo hicimos deteniéndonos en las bien cuidadas ruinas de la ciudad de Yaxchilán, a medio camino entre Piedras Negras y El Corozal, que ocupa uno de esos meandros, de trazo perfecto, que los mayas atravesaron por un túnel estratégico. Y, más tarde, ya en “tierra firme”, acudimos al sitio arqueológico de Bonampak (“muros teñidos”), también en México, con unos frescos maravillosos, sobre estuco, de finales del siglo VIII d. C.: es decir, tres o cuatro siglos antes de que el románico europeo nos mostrara algo parecido (¡pero no superior!).

Cuento todo esto porque los gobiernos de México y Guatemala quieren machacar al Usumacinta construyendo dos presas para producir hidroelectricidad “de forma sustentable”. La alarma a ambos lados de la frontera me ha llegado inmediatamente, y me he dejado captar por la campaña contra ese proyecto, que firmaron en 2015 los presidentes Peña Nieto y Pérez Molina (por cierto: el mexicano ha acabado su mandato lleno de escándalos, resultando el peor valorado de la historia mexicana, y el guatemalteco pasó de presidente a preso en 24 horas, ese mismo año, por un serio caso de corrupción en el que también estaba implicada su vicepresidenta).

Y he evocado con mi alumno Baudilio Sis su tesis doctoral, que dirigí, y que trató de los terribles daños ecológicos y culturales del embalse sobre el río Chixoy y que “concluimos juntos” en un viaje memorable por el Altiplano. A mi vez, yo pude previamente transmitirle a Baudilio -que es un guía espiritual de la etnia achí, a la que pertenece- mi experiencia del estudio de impacto ambiental del embalse de Rialp, en el río Segre, que el Ministerio de Obras Públicas me encargó en 1983-1985 y que me familiarizó con las canalladas humanas, culturales y ecológicas de los grandes embalses. Poco que ver, no obstante, con el caso del embalse del Chixoy (también llamado río Negro), de muy seria afectación a las comunidades indígenas y el patrimonio cultural maya, un proyecto que sacó adelante la dictadura militar en 1982, contra la oposición indígena, al precio de una sangrienta represión de mil muertos.

 Se trata, en definitiva, de apoyar y fundamentar a los movimientos de protesta por esos planes contra el Usumacinta a ambos lados de la frontera. Una protesta que tiene otras referencias en la propia Guatemala, aparte del caso del Chixoy, como es el aprovechamiento hidroeléctrico del río Cahabón, de la cuenca del Polochic, que va al Caribe, con cinco presas ya consumadas (tres de las cuales, por cierto, han sido realizadas por Cobra, del grupo empresarial de Florentino Pérez). Experiencias, propias y ajenas, que habrá que poner al servicio de la oleada de indignación que ya se ha encendido en ambas orillas del remoto y bellísimo Usumacinta.

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