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El ultra Zemmour y la Francia degradada

El político de ultraderecha Éric Zemmour, en una imagen de archivo. EFE/EPA/CHRISTOPHE PETIT TESSON

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El colmo para cualquier ultraderecha que se precie, es decir, europea y antisemita, es que la lidere un judío. Y en el caso francés, además, que sea judío y de origen argelino, como es el caso de Éric Zemmour, el ultra de moda que se sitúa a la derecha de la ultraderecha 'tradicional' francesa, la de la saga de los Le Pen. Así, la componente esencial e histórica de la ultraderecha, como de todos los fascismos conocidos, que es su antisemitismo, y concretamente el antijudío, ahora viene a trastocarse radicalmente, resultando que es un judío –al que se le nota su militancia, digamos, étnica y política–, el que viene a capitanearla para dirigir sus esfuerzos contra el Islam, los musulmanes y cualquier persona de origen árabe-islámico (se supone, claro, que quedan exceptuados de esta amplia tipología, los millonarios).

Todo un hito en la evolución procaz de la política francesa, donde los ideales republicanos se vienen reconvirtiendo desde hace años en xenofobia de la más baja estofa, es decir, antiinmigración islámica y todo lo que ello significa (racismo generalizado, represión…). Algo comprensible, según las coordenadas morales de Occidente, si tenemos en cuenta la larga dominación francesa sobre tierras del Islam, sobre todo el norteafricano.

Si ampliamos el análisis del caso Zemmour (palabra bereber que alude a un poético “lugar de olivas”, u “olivar”), habremos de reconocer que se trata de un indudable avance del judaísmo político en tierra laica, aunque este laicismo republicano vaya quedando como un honorable recuerdo para Francia ya que la realidad es de una atmósfera creciente de racismo y de avance de lo identitario que también afecta a parte de la izquierda (el relictual Partido Socialista). Zemmour, al que debe de ser su personal crisis de identidad lo que le impulsa a exacerbar su pregón identitario, reclama la Francia “de siempre”, cristiana y blanca, glorioso exponente de los ideales europeos (cristianos y blancos, según él). Y para que no queden dudas de sus obsesiones, al partido con el que se piensa presentar a las elecciones presidenciales de abril próximo lo ha llamado Reconquista, en franca alusión a la secular gesta hispánica contra moros. Añade en su ideario, y para más inri, su admiración por Petain y su régimen de Vichy, que colaboraba con el ocupante nazi y favorecía el envío de judíos franceses a los campos de la muerte.

Este candidato parece haber agarrado bien a la Francia convulsa, que ni quiere reconocer sus crímenes coloniales ni avanza un solo paso en la reconciliación con Argelia, algo superior a sus fuerzas y que la sume en la frustración, no ya por sus crímenes, singularmente atroces sobre el pueblo argelino, sino también por haber perdido la guerra con que quiso retener aquella tierra, que decretó “departamento” propio por considerarla complemento perfecto, económico y estratégico, para la metrópoli continental. Todo esto, mientras esa Francia antimusulmana hasta los tuétanos, se empecina en su pasado colonial y se impide a sí misma el reconocer esa historia como una monstruosidad global, al modo en que lo vienen haciendo Bélgica, Holanda y Alemania, no yendo más allá de reconocer ciertos “errores” cometidos (como por desgracia y sin la menor intención…).

A este raro “fenómeno Zemmour” –que también es muy peligroso porque es de suponer que el Islam yihadista tome buena nota de esta última agresión político-ideológica– hay que añadir que muy pocos se atrevan a subrayar la novedad y el riesgo de este apabullante protagonismo político de un judío que rompe con todo lo habitual, ya que en la Francia antimusulmana es inconcebible que se tolere cualquier alusión despectiva (y menos, racista) hacia lo judío, por su profunda raigambre en esa sociedad.

Hay también que subrayar, al hilo de la incongruencia sorprendente de un judío que profesa como exitoso ultra fanático, ese cierto deslizamiento de formas, manteniéndose el mismo fondo, y es la creciente admiración de los ultraderechistas hacia el Estado de Israel, tanto por la opresión criminal que este ejerce sobre el pueblo árabe-palestino como por su esencia colonial, con mucho menos de democrático que de fascista (es decir, racista, invasor y hegemonista).

(Mientras me mezo y pienso, recuerdo los años del final de la guerra de Argelia, o sea, 1961-62, cuando los 'pied noirs' españoles, algunos con raíces de siglos en ese país, ¡el Oranesado!, recalaban en nuestra costa vía Alicante o Almería para buscarse un acomodo en el momento en que perdieran su posición y sus propiedades. En mi casa acogimos, como veraneantes, a algunas familias en viaje de exploración. Y ahora supongo que algunos de esos emigrantes en potencia serían judíos sefardíes ante el trance histórico de volver al hogar. Nada que ver con este Zemmour, tipo exótico de verdad, del que tan difícil resulta entender su afán de provocación).

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