A un año de intenso, ya que forzado, proceso de lectura (y escritura) bien venía rematarlo con gruesos volúmenes de los que –dando siempre algo de pereza acometerlos– se sabe que van a redundar en conocimiento ilustrado, en sabiduría oportuna y en impulso a aficiones inatendidas.
Acometí primero La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía (2018), del filósofo Fernando Bermejo Rubio, un tratado de espléndidas 750 páginas, que he devorado con unción y –espero– con aprovechamiento. Altamente recomendable para quienes piensen que conocer al Jesús histórico es esencial para entender al cristianismo que le sucedió, que tan poco tiene que ver con su vida y obra, y muy conveniente para situar al nazareno en su papel sociopolítico que, resumiendo, fue el de líder judío anti romano que, al fracasar como agitador, fue ejecutado por un Imperio implacable. La mayor parte de los estudios serios que existen sobre el personaje (y se vienen realizando, por miles, desde el siglo XVI) de tipo histórico, político, cultural y, casi lo más importante, gramatical y semiótico, en esto desembocan, ya que los evangelios canónicos son tan contradictorios, fantasiosos y tan poco rigurosos en general que, escritos además por autores que no conocieron a Jesús, apenas ofrecen material histórico aprovechable. Estos historiadores y teólogos, necesariamente desmitificadores, desmienten el papel que la intervención paulina reconfiguró a su voluntad, imponiendo en la iglesia original el factor antijudío y buscando la aproximación a Roma, lo que culminaría trescientos años después, con la toma del Imperio romano en su doble vertiente, política y religiosa: nada más alejado de la vida y pensamiento del Jesús histórico.
En mi reflexión sobre el mesiánico galileo me reconozco deudor de las obras de Gonzalo Puente Ojea, magnífico autor en la línea de esos estudiosos internacionales, al que debo una lección esencial: la lealtad intelectual personal debe imponerse, o sobreponerse, a la fe y las creencias, para poder vivir en consecuencia.
Luego me he puesto –y en ello estoy– a leer The Return of Nature (2020) que he adquirido en cuanto he sabido de él: es un atractivo estudio de 640 páginas, redactadas por el sociólogo John Bellamy Foster. De este autor ya conocía La gran crisis financiera. Causas y consecuencias (2009), escrito con Fred Magdoff, productos genuinos ambos de la prestigiosa The Monthly Review, una de las revistas/instituciones más libres y combativas del panorama del pensamiento socialista norteamericano desde que Sweezy y Huberman la fundaran en plena guerra fría (1949). Foster muestra la utilidad del enfoque sociológico para explicar y entender economía, ya que es un verdadero peligro dejar que sean los economistas quienes se reserven la exclusiva. La obra que comento describe el pensamiento de izquierdas británico a partir de la muerte de Darwin (1882) y de Marx (1883), en especial de los autores que supieron captar y desarrollar la dialéctica resultante de la obra, mutuamente completada y enriquecida, de ambos genios; y pone de relieve el interés prestado por Marx al papel de la naturaleza en el proceso productivo; este aspecto ha sido minusvalorado, y también vituperado, por numerosos autores de la economía ecológica, que no admitían, a este respecto, mucho más de lo aportado por Engels en su Dialéctica de la naturaleza. El trabajo de Bellamy, que me parece gigantesco, revisa las aportaciones de numerosos autores de esa época como avanzados de la ecología, tanto en cuanto ciencia natural como en su versión política. Todos ellos tienen en común su rechazo, casi siempre ruidoso y comprometido, de la asfixiante e hipócrita sociedad victoriana.
De momento, he de admitir la sensación que me produce el descubrimiento de Ray Lankester, al que desconocía absolutamente, que trató personalmente tanto a Darwin como a Marx, así como a muchos de sus discípulos y seguidores. Lankester fue uno de los pioneros de la ecología además de zoólogo, biólogo evolucionista e incansable publicista (y polemista); creó el término bionómica, que durante un tiempo fue considerado más apropiado que el de ecología, que Häckel había acuñado veinte años antes y que acabó imponiéndose. En una de sus primeras obras, Degeneration (1880), ya señaló que tanto los monocultivos como la congestión urbana, asociados al desarrollo capitalista, creaban el terreno idóneo para la expansión de las epidemias.
En literatura he considerado llegado el momento de leer al mediático Michel Houellebecq, cuya imagen me repelía impidiendo detenerme adecuadamente en él. Me he iniciado con El mapa y el territorio (2010), tras de lo cual he de reconocer haber sido “tocado” por las peculiaridades de este francés, partiendo de que me parece, en efecto, un tipo pasado de rosca. Pienso leer dos o tres obras más antes de redondear el juicio que de él necesito, mostrándome, de momento, admirado de su habilidad en pulsar –con su misoginia, provocaciones y pretensiones de outsider divino– no sé muy bien qué fibras de lectores capaces de delimitar sus valores literarios de los vitales propios, que son los que me bloquean. Los elogios que le dedican políticos de la derecha francesa me ayudan en ese intento de aproximación objetiva a conocerlo, ya que enmarcan su poco soterrado anti islamismo, una posición frente al cristianismo entre pía y fofa y, quizás como elemento más sólido de su personalidad, un nihilismo con mucho (muchísimo) de postureo; todo ello, buscando la ubicación en la cultura francesa actual, a la que este lector todavía no sabe bien qué de definitivo aporta.
Para descargar el magín opino que no hay como las novelas policiacas, que ahora se llaman thriller, con sus cadenas de crímenes, investigaciones y persecuciones, siempre en alambicadas tramas en las que no suelen faltar los policías corruptos; y, sin embargo, resultan realmente relajantes y, para mí, insustituibles a la hora de emprender el sueño y desafiar preocupaciones y malos rollos. Por ello he consumido, recientemente, Clandestino, de James Ellroy, y Lennox, de Craig Russell, ambas en la estela de Hammett, con sus protagonistas duros y de recursos, a la par que humanos, demasiado humanos.
Y como mi vicio es la historia, y llevo tiempo interesado en Felipe II y su entorno, he absorbido La hegemonía española (publicada en 1973 y adquirida por mí ese mismo año, sin utilizarlo más que para consultas puntuales), de una enciclopedia originalmente sueca, con adaptación española bajo la dirección de M. Tamayo. Ahora sí me he dejado atrapar por esa corte y ese tiempo, habiendo querido situarme (el siglo XVI es mi favorito) en medio de aquel marco de conspiradores, traiciones y amores mortales de necesidad que, con centro en el monarca, contaba con otros cinco personajes subyugantes: Antonio Pérez, secretario real ambicioso, omnímodo y finalmente traidor; Ana de Mendoza, princesa viuda de Éboli, amante del secretario y al tiempo (probablemente) del monarca, a quienes hechiza; Juan de Austria, hermanastro de Felipe y héroe de Lepanto, y su secretario, Juan de Escobedo asesinado por la gente de Pérez con (seguramente) la complacencia real; y Mateo Vázquez, secretario de Felipe II y amigo de Escobedo, que trata de que ese crimen no quede impune. La ruptura de hostilidades genera una pugna de veinte años entre el rey y Antonio Pérez, que acaba en felón, vendiendo secretos de Estado tanto a Enrique IV de Francia como a Isabel I de Inglaterra, los dos enemigos acérrimos de Felipe II. Todo ello, impecablemente cinematográfico.
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