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Los nuevos huertanos

Pablo Pineda en su huerto

José Miguel Vilar-Bou

Murcia —

Cultivan sin pesticidas, químicos ni fertilizantes, desconfían del modelo de alimentación industrial actual y, sobre todo, luchan por revivir un ecosistema acosado: la huerta de Murcia. Son los nuevos huertanos que, a través de conceptos como la agroecología o la agricultura ecológica, se han convertido en una nueva e inesperada oportunidad para el ancestral pulmón de la ciudad.

“¿Quién no ha oído aquello de qué buenos estaban los melocotones de la abuela? Esos sabores ya no existen, se han perdido tras décadas de prácticas agrícolas agresivas”, denuncia Jesús López Andreu, técnico de la Asociación agroecológica El VerdecilloEl Verdecillo.

A su juicio, la utilización de químicos para acelerar la producción ha deteriorado la calidad y el sabor de los alimentos: “Nosotros lo que queremos es recuperar esos sabores perdidos”, afirma.

La agroecología nació en EE.UU. como reacción contra los grandes monocultivos industriales que, desde hace décadas, dominan las neveras del primer mundo.

Frente a este uso indiscriminado de fertilizantes sintéticos, el control químico de plagas o la manipulación genética, la agroecología propone un regreso a usos tradicionales y respetuosos con el medio ambiente.

“Es una forma de vida”, define Isabel Muñoz Vidal, también técnica de El Verdecillo. “La tierra es un ente vivo que se debe cuidar, y no saturarlo de químicos, ni exprimirlo hasta dejarlo sin nutrientes”.

La huerta de Murcia es el refugio perfecto para quienes, como Jesús e Isabel, no están dispuestos a aceptar pasivamente los alimentos que impone el mercado, y optan por cultivar los suyos propios.

“Hace veinte años había muchísimas variedades de tomate, pimientos, judía, lechuga… Todas se han perdido: En el supermercado sólo se vende lo que es rentable y rápido de producir”, explica Isabel.

“A lo mejor la lechuga que cultivamos nosotros no es preciosa y te puede salir una mariquita, pero tiene sabor”, añade Jesús.

Como ellos, son muchos los que, huyendo de esta alimentación masiva y desnaturalizada, han redescubierto la huerta y el oficio al que va indisolublemente ligada: el de agricultor, recuperado ahora como forma de ocio.

“Tenemos la suerte de vivir en un entorno privilegiado: en sólo diez minutos en bici o a pie, llegas a los huertos desde el centro de la ciudad”, resalta Isabel.

Tal vez eso haya contribuido a que, desde que empezaron a roturar tierras abandonadas, El Verdecillo haya atraído a decenas de personas.

Los socios cuentan con un espacio de cultivo propio, herramientas y el conocimiento y consejo de los más veteranos.

El perfil de los socios es variado: médicos, profesores, abogados, jubilados… “gente abierta que disfruta con las actividades al aire libre. La mayoría llega sin saber nada de la tierra, son gente de asfalto”, explica Isabel.

El Verdecillo es una de las diversas asociaciones que, con el auge de la agroecología y la agricultura ecológica, han surgido en Murcia. Todas ellas contribuyen a recuperar la huerta, muy deteriorada tras décadas de crecimiento urbano y del abandono de la agricultura tradicional.

“Cuatro años de experiencia nos demuestran que, con dedicación, se puede devolver la vida a espacios que estaban muertos”, dice Isabel.

Y en efecto, en los terrenos de El Verdecillo se asiste a una evidente explosión de vida: Especies amenazadas como la abeja tienen aquí refugio. También insectos y aves a los que el uso de químicos a punto estuvo de exterminar del ecosistema que siempre los acogió.

Los adultos no son los únicos que disfrutan con este regreso a la tierra: “A los niños les das tierra, agua y aire libre y son muy participativos”, señala Isabel.

La habilidad con que levantan caballones y plantan confirma sus palabras.

“La huerta de Murcia no tiene por qué generar dinero. No todo debe tener rentabilidad económica. La huerta es salud, cultura. Hace la misma función que los parques de la ciudad”, concluyen.

Una filosofía de vida

Muchos, como Javier Pelegrín, cultivan de manera individual sus propios terrenos.

Aunque familiarizado con la agricultura desde la infancia, Pelegrín la redescubrió a los 34 años tras participar en un curso de horticultura de la Asociación de Amigos de la Sierra de Columbares.

Ahora este asesor fiscal lleva siete años plantando, aprendiendo: “Preguntas a los que tienen más experiencia, o miras en Internet. Hay montones de blogs, webs, tutoriales de Youtube…”

Otros conocimientos, en cambio, los ha adquirido por sí mismo, a golpe de experimento-error: “La huerta es más salvaje de lo que parece. Al no fumigar, estás siempre luchando contra plagas, malas hierbas…

Pelegrín cultiva un terreno familiar que aspira a convertir en un huerto-jardín en el que tengan cabida tanto alimentos como plantas medicinales.

Considera que plantar es “una filosofía de vida”.

Además de abastecerse de sus propios alimentos, encuentra “ocio, tranquilidad, salud… y sabes lo que te comes, y tiene sabor de verdad”.

También él desconfía de la agricultura industrial: “La verdura del supermercado no sabe a verdura, pero la gente se ha acostumbrado a eso. Una mayoría ni siquiera conoce el sabor real de las cosas. Creen que lo que comen es lo normal”.

Por eso encuentra lógico que cada vez sean más los que se acercan a la agricultura ecológica: “Con la crisis, muchos están empezando a plantar, pero lo que les mueve no son tanto razones económicas como de ocio”.

Percibe que hay muchas personas interesadas, pero que carecen de medios para iniciarse: “Hay que fomentar esta educación, enseñar a la gente a plantar”.

A su juicio, este sería el camino para salvar la huerta de Murcia, “porque hay mucha parcelica pequeña que, como dejó de ser rentable, ya no se utiliza, y es una pena porque esos campos abandonados podrían aprovecharse muy bien”.

La agricultura ecológica sigue siendo algo minoritario: “No veo una mejoría real. La huerta es cada vez más pequeña y la ciudad más grande”.

Duro y sacrificado

“Cultivar es muy duro y sacrificado”, afirma Pablo Pineda, ilustrador y arqueólogo que saca adelante una parcela en Algezares.

“Hasta que no te metes, no eres consciente de la atención y esfuerzo tremendos que se necesitan para traer un tomate a la vida, y te das cuenta de lo duras que fueron las existencias de nuestros antepasados en el campo. Una berenjena debería valer lo que un trozo de carne”.

Pese a estas dificultades, “la horticultura me atrapó en cuanto la descubrí. Se genera un vínculo con la tierra. La quieres”.

Pineda, quien se autoabastece al 100% de verduras y hortalizas, también descree de la agricultura industrial: “Nos comemos pasivamente cosas que no sabemos lo que son, producidas en terrenos que llevan décadas sometidos a pesticidas y nitratos. La nuestra es la primera generación que consume este tipo de productos de manera generalizada, así que no sabemos qué consecuencias pueden tener sobre nuestra salud. En algunos años lo descubriremos”.

Pineda estima que existe una “pequeña reacción” de regreso a la huerta, pero también que “tiene mucho de espejismo, porque no hay apoyo real de la administración”.

“Dicen que la agricultura ecológica es el futuro y sin embargo se hace poco o nada para cuidarla. Es un comportamiento esquizofrénico”, sentencia.

Memoria perdida

“En aquellos tiempos no teníamos electricidad. De noche, para vernos, utilizábamos los quinqués y los candiles, que la mecha la hacíamos con hilos de ropa vieja. Íbamos con ellos por la casa, o por la cuadra. Entonces no había luz en la calle, pero no se pasaba miedo. Como no había tele ni radio, de noche remendábamos la ropa en la cocina. O se hacía puntilla, ganchillo… Todo el día estábamos trabajando. Primero para los ricos, que pagaban una miseria, y luego en el huerto propio. Había poca fiesta. Si acaso, la romería de la Fuensanta, que íbamos de solteras en carros con mulas. Salíamos de Torreagüera a la una de la madrugada para llegar por la mañana, y allí se cantaba y se bailaba. Nos llevábamos la carne y el arroz en ollas. En días normales, si teníamos hambre, nos íbamos a la higuera con un pedazo de pan y así almorzábamos y merendábamos: pan con higos”.

El mundo que conoció Francisca Marín, de 86 años, ya no existe. Algunas personas, sin embargo, sienten la necesidad de recuperar para el siglo XXI ciertos valores de esa memoria que nos habla de una existencia más sencilla, natural, apegada a la tierra. Una forma de vida que modeló la personalidad de la ciudad a la que la huerta envuelve.

“Es un patrimonio que se ha perdido en apenas tres décadas”, afirman desde El Verdecillo. “Nosotros lo que proponemos es una nueva manera de entender la huerta”.

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