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La Algameca Chica: el poblado centenario con vistas al Mediterráneo que vive en “armoniosa anarquía”

Bahía de la Algameca chica

Gema Moreno Andreu

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Anclado en los veranos de la antigua Cartagena, donde los días de sol, pesca y baños en la playa no se acababan nunca, un pequeño pueblo, situado en la desembocadura de la rambla de Benipila, se resiste a zambullirse en el apabullante mundo tecnológico como si se tratase de la Galia de Astérix y Obélix con el Imperio Romano.

La Algameca Chica comienza a cobrar vida hace cien años a partir de unos pocos pescadores, mineros y veraneantes que, con un permiso temporal de la Armada, decidieron crear su pequeño paraíso, que un siglo después aún reluce repleto de vivacidad. “Este lugar tiene un encanto especial, hay personas humildes que viven en sus pequeñas barracas aquí, pero que disfrutan del día pescando, bañándose en aguas cristalinas y paseando con sus barquitos. Es una calidad de vida que solo se espera que tengan los ricos”, comenta José Ibarra, historiador y autor del libro 'Los inicios del poblamiento contemporáneo en el paraje de la Algameca Chica de Cartagena'.

Un viaje al pasado

Este colorido poblado de barracas, comparado en ocasiones con Shanghái, difiere de aquella imagen que uno suele dibujar de los asentamientos fuera de la ley. En La Algameca Chica sus vecinos presumen de no tener delincuencia, ni drogas, ni suciedad. En sus calles, sumamente cuidadas por los vecinos, los mayores disfrutan de la brisa marina sentados con sus sillitas en la puerta de las casas al ritmo de los pasodobles que emiten radios, mientras los jóvenes revolotean en pequeños barcos y en las zonas de baño. “Tiene esa esencia de pueblo de toda la vida. Es un vestigio del verano cartagenero a la antigua, un viaje al pasado”, señala el historiador.

Esta peculiar estampa fue propuesta en 2017 como Bien de Interés Cultural (BIC) desde la Concejalía de Cultura y Patrimonio de Cartagena. Ibarra, por su parte, apuesta por la necesidad de “conocerlo” más en profundidad, y analizar su desarrollo, no solo histórico, sino también antropológico“. ”Yo conseguí hacer una especie de radiografía de cómo ha evolucionado la Algameca, pero este paraje único, que no creo que se repita en ningún lugar del Mediterráneo, tiene mucho más para estudiar“.

Sin preocupaciones por el precio de la luz

La Algameca Chica ha persistido el paso de los años, transmitiendo las barracas de padres a hijos, sin agua corriente ni sistemas de electricidad convencionales. “Seguimos en el mismo sitio donde veraneábamos de chicos, la mayoría hemos mejorado las casas, pero seguimos manteniéndonos con depósitos de agua o trayéndola de zonas cercanas de agua dulce. La electricidad en cambio, la obtenemos ahora a través de las placas solares y apenas hay fallos con este sistema. Aquí no necesitamos nada más, no nos afecta la subida de la luz”, comenta entre risas el presidente de la asociación de vecinos, José Manuel De Haro.

De Haro es en este poblado “la autoridad moral del lugar”. “Aquí no pasa nada sin que él se entere, le piden consejo y respetan los estatutos que establece en la asociación”, asegura el historiador. Reelegido recientemente por tercera vez consecutiva, José Manuel justifica este respeto que los demás le procesan. “Yo soy de aquí de toda la vida y me llevo bien con todo el mundo, muchos me conocen desde que era un mocoso”, cuenta.

Para el presidente de la asociación de vecinos, las estrechas calles de la Algameca tardan en recorrerse bastante más de lo que le llevarían a otra persona. Su paso por ellas, aunque firme, despierta en los vecinos cariño y respeto. “Todos me paran y me saludan o me piden consejo, nos conocemos desde siempre y, como trabajé en la obra, siempre me piden ayuda con las pequeñas reformas que hacen o con los problemas que tienen en las barracas, aquí siempre nos ayudamos entre todos”, narra De Haro.

“Armoniosa anarquía”

En este poblado, sus escasos habitantes se organizan de forma autónoma, sin más servicios externos que los de recogida de basuras, por lo que los conocimientos de De Haro siempre son bienvenidos. “Con la gota fría de 2019 se cayó el puente que une la zona derecha de la Algameca Chica (la más antigua) con la izquierda y lo tuvimos que reconstruir a mano entre todos”, explica el presidente de la asociación de vecinos, “es la tercera vez que lo hemos tenido que construir en la historia de la Algameca y hemos ido perfeccionando la técnica para que sean más sólidos”.

Todos estos vecinos viven en “armoniosa anarquía”, según el historiador, censados a través de una lista en la Asociación de vecinos del lugar y manteniendo sus propias normas para evitar conflictos. “Las calles son estrechas de modo que tratan que la principal siempre sea accesible. Está prohibido aparcar en ella y lo respetan sin necesidad de aplicar multas para ello”.

A pesar de estos acuerdos, que tratan de crear paz y proteger a los habitantes de la Algameca chica, no todos han respetado siempre los estatutos elaborados por De Haro y su equipo. “Ha llegado gente nueva que se ha establecido en el lugar y otros que han reformado de cero sus barracas, cuando ambas cosas no se pueden hacer”, comenta el presidente de la asociación de vecinos. “Recientemente ha intervenido la Guardia Civil, investigando a ocho personas porque, aunque el asentamiento sea alegal, la Armada lo consiente por su recorrido histórico, siempre y cuando no se amplíe y estas personas lo estaban haciendo. No podemos olvidar que las que cuentan con protección son las barracas y no nosotros, por lo que si las tiramos abajo no nos dejarán volver a levantarlas”, narra el presidente de la asociación de vecinos. De Haro asegura que “los estatutos que se establecen en la asociación de vecinos, no tienen validez legal, pero están redactados para evitar conflictos con las autoridades”.

Este pequeño asentamiento no posee ni 15 vecinos durante todo el año. Sin embargo, en verano llega a acoger hasta 500 personas. “La mayoría utilizan las barracas como lugar de veraneo, pero en realidad residen en Cartagena o Murcia”, explica De Haro. “Los que viven aquí siempre suele ser porque están jubilados, ya que aquí no hay trabajos ni escuelas”.

Dejar a un lado los prejuicios

María del Carmen, periodista de Onda Cero en Cartagena, conoció la Algameca Chica a través de su marido, pero ya no se imagina sus veranos ni su jubilación alejados de ella. “Compramos una de las barracas hace unos años y la reformamos entera. Me encanta estar aquí y desconectar del estrés que llevamos en la ciudad, es un clima totalmente diferente, aquí no hay nada por lo que debas preocuparte. En cuanto deje de trabajar me vendré a vivir aquí de forma permanente”, asegura. Para esta profesional de la información, veranear en la Algameca Chica le supuso un reto al principio. “Llegas con prejuicios, crees que no vas a estar a gusto porque te va a dar miedo que esté todo oscuro (las calles poseen un sistema de iluminación muy tenue que solo se potencia cuando un sensor detecta movimiento) o que se escuchen animales salvajes, pero lo cierto es que ahora no lo cambiaría por nada. Aquí encuentro paz”, comenta María del Carmen. A pesar de ello, la periodista confiesa que, debido al desconocimiento que hay de la Algameca Chica, en ocasiones ha respondido con temor cuando le preguntaban amigos o compañeros dónde estaba o veraneaba. “Al ser un asentamiento alegal, la gente tiene en mente esa imagen de que es marginal o problemático, pero es porque no conocen la zona; aquellos amigos que de verdad la han visitado, cambiarían su casa en La Manga por una barraca en este poblado”. María del Carmen asegura que renunció a ese tipo de sitios por ir a la Algameca, “no volvería atrás por nada”.

El historiador, Ibarra, cree que “uno de los principales requisitos para visitar este lugar es quitarse los prejuicios a la hora de visitarlo”. “Esto no es Santorini –un archipiélago griego situado en el sur del mar Egeo–, pero hay casas preciosas y es un sitio diferente que vale la pena ver”, además, añade: “A sus vecinos les duele mucho cuando se habla desde la superioridad acerca de este lugar, son personas de clase obrera que han heredado estas viviendas de sus padres y sus abuelos, por lo que mantienen un apego especial con el lugar”. Es el caso de De Haro: “Yo he crecido entre estas calles, ahora que estoy jubilado, aunque no viva aquí me gusta venir a diario a hacer lo de siempre, pescar, bañarme, hablar con la gente…”.

La llegada de la COVID-19 impidió durante el confinamiento que aquellas personas que poseen su barraca como segunda vivienda pudieran ir a la Algameca, lo que mermó notablemente el número de sus habitantes. De Haro, sin embargo, decidió confinarse allí. “Estaba claro que iba a estar mejor aquí que encerrado en un piso de Cartagena. Fue muy curioso pasar el confinamiento aquí porque, como ya no había murmullo de gente, encontrabas jabalíes y zorros en la puerta de las casas”.

“Queremos pagar los impuestos que nos corresponden”

La principal amenaza a la que se enfrentan ahora los vecinos de este lugar, lejos de ser los animales salvajes, es precisamente la alegalidad en la que viven y el miedo a que quieran acabar con el poblado. “Queremos pagar los impuestos que nos corresponden por vivir aquí y poder disponer de servicios públicos”, explica De Haro. Sin embargo, esto último se plantea sumamente difícil en la actualidad, según Ibarra. “Es imposible legalizarla porque no se puede poner un sistema de alcantarillado, pero tampoco se puede ilegalizar por la contestación social que esto tendría”. El historiador asegura que “todo el mundo en Cartagena ya conoce la existencia de la Algameca, sabe lo que es y sabe que es algo que no tiene que desaparecer”. “Yo creo que va a seguir así siempre, viviendo en el abandono institucional, con las ventajas que esto supone, pero también sus inconvenientes. Lo bueno es que les dejan hacer lo que quieran, lo malo es que no prestan ningún tipo de servicio”, describe Ibarra.

Este poblado “que vive en apacible anarquía”, según el historiador, organizando visitas guiadas, festivales de poesía y fotografía y fiestas de verano (este año suspendidas por la pandemia), también supo levantarse en los noventa cuando la Armada por “sospechas de terrorismo” les negó el acceso a los vecinos a sus viviendas. “Eso era mentira, pero dijeron que necesitaban la zona para sus maniobras”, explica Ibarra. “Eran los años duros de la ETA y como hubo un atentado en Cartagena se volvieron un poco locos, porque pensar que la seguridad del Estado dependía de que estos vecinos entrasen o no a sus casas era un disparate, muy paranoico y un abuso”.

El presidente de la asociación de vecinos, De Haro, vivió la situación en primera persona. “Conseguimos que nos concedieran una especie de acreditación para pasar a nuestras casas que teníamos que enseñar a diario cada vez que entrábamos a la Algameca, pasábamos y nos registraban los coches aun cuando íbamos con nuestras familias. Era una vergüenza, muy humillante, como si fuéramos a organizar un atentado los cuatro gatos de Cartagena que vivíamos aquí”. Finalmente, los vecinos se levantaron, llegando incluso a romper la cadena del Ejército a martillazos durante sus protestas, cuenta Ibarra, y volvieron a sus viviendas. “La Armada tuvo que desmontar su operativo y el poblado volvió en 1994, tras muchos meses de resistencia y lucha, a la normalidad”, describe el historiador. “Hay un espíritu de unión y de solidaridad muy grande entre los habitantes de este lugar, ese espíritu de ayuda y compenetración que estamos perdiendo en las ciudades”, concluye.

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