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“Puedo prometer... y vaya que si prometo”

Adolfo Suárez, en la presentación de un libro de Juan María Bandrés en 1998. Foto: Barriopedro/Efe.

Aitor Guenaga

“... Puedo prometer y prometo dedicar todos los esfuerzos a lograr un entendimiento social que permita fijar las nuevas líneas básicas que ha de seguir la economía española en los próximos años.

Puedo prometer y prometo que los hombres de Unión de Centro Democrático promoverán una reforma fiscal que consiga que cada español pague realmente según su capacidad económica.

Puedo prometer y prometo un marco legal para institucionalizar cada región según sus características propias.

Puedo prometer y prometo que trabajaremos con honestidad, con limpieza y de tal forma que todos ustedes puedan controlar las acciones de Gobierno...“

Estas líneas del discurso que Adolfo Suárez realizó ante las cámaras el 14 de junio de 1977, un día antes de las primeras elecciones democráticas tras la muerte del dictador Franco, revelan algunos de los problemas sin resolver de España: la articulación plurinacional de este país, por ejemplo, o una fiscalidad progresiva o los acuerdos de calado entre los agentes sociales. Pero también la preocupación de un mandatario del antiguo régimen que estaba dispuesto a arriesgar para sacar a este país del baúl de la historia del yugo, las flechas y el Valle de los Caídos. Y de un líder que ya veía la importancia de la transparencia en política y la necesidad de conjurarse para que la nueva clase dirigente que tenía que construir la democracia lo hiciera con un concepto de servicio público basado en la honostidad y la limpieza.

Han pasado más de 37 años desde aquella intervención, con la fórmula del “Puedo prometer y prometo...” que fue pergeñada por Fernando Ónega, director de Prensa de la Presidencia con Suárez y el principal amanuense del presidente al que en su libro “Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez” (Ed. Penguin Random House) califica de “el último héroe nacional”, fallecido en marzo del pasado año.

Y cada vez que llegan las elecciones, todos los partidos y sus candidatos se lanzan a una carrera por la promesa más novedosas, por la ocurrencia imposible, por el compromiso insoslayable y por unos programas que pretenden ser un contrato con la ciudadanía de obligado cumplimiento.

Tal vez una de las razones de ese distanciamiento entre los representados y sus representante y de la desafección que arrastran los ciudadanos desde hace muchos años con la clase política -acrecentada durante esta crisis, expolio de las arcas públicas y trato de favor a los 'amiguetes'- sea precisamente esa: los incumplimientos flagrantes. Y lo poco que los políticos pagan por olvidar su programa electoral nada más pisar moqueta y comenzar a gobernar.

El caso más reciente lo tenemos en Mariano Rajoy y el programa con el que el PP ganó las elecciones generales de 2011. Dos años después de alcanzar La Moncloa el presidente y su mayoría absoluta habían convertido en papel mojado las principales promesas con las que amasó su contundente victoria. Subió los impuestos, congeló las pensiones, introdujo el copago en la sanidad española, abarató el despido... En uno de sus mítines de esta campaña, Rajoy explicaba el pasado viernes en Galicia que todo esto pasó porque “nos dejaron el país al borde de la quiebra, pero el @PPopular lo ha vuelto a hacer: #España se está recuperando #TrabajarHacerCrecer.

Ahorro al lector la retahíla de 'tuits' con los que algunos ciudadanos saludaban la incursión electoral en Twitter del presidente. Aunque el tono, incluso el lenguaje, es fácilmente imaginable. Y es muy probable que mucha gente no le pase los incumplimientos de su programa electoral. Aunque mucha otra también se crea el argumento repetido por los populares hasta la saciedad de la “herencia” que dejaron Zapatero y Rubalcaba y se muestren dispuestos a perdonar, sobre todo ahora que parece que la crisis ha tocado fondo.

Uno de los ejercicios que no debería quedar relegado al trabajo de los medios de comunicación y en el que la ciudadanía tendría que ser punta de lanza del control de los políticos y de su “limpieza y honestidad” podría ser tras el próximo 24-M supervisar las promesas que los candidatos a dirigir nuestros pueblos, capitales o diputaciones forales. Esos compromisos que han ido desgranando hasta ahora -incluso aunque no tengan competencias para llevarlos adelante, como ha pasado con algún candidato a alcalde- cada vez que se han puesto delante de un atril forrado con el lema de campaña y los colores del partido al que representan.

Ese soterramiento de TAV en las tres capitales, la creación de un impuesto para los ricos como el que ya existe en Gipuzkoa, las políticas culturales, el catálogo de servicios sociales para que la equidad sea la moneda de cambio que evite abandonar a nadie a su suerte, acabar con el abandono de los barrios de la periferia, las zonas verdes, las políticas de ocio para la tercera edad, la persecución del fraude fiscal, la elusión en materia impositiva... La lista es larga y el trabajo titánico.

El próximo 24 de mayo se abrirán las urnas y comenzará el baile de los posibles pactos para asegurar las gobernabilidad de las instituciones municipales y forales. Pero también empezará la cuenta atrás para que la ciudadanía chequee si los alcaldes, diputados generales y sus equipos de Gobierno hacen buena aquella frase de Adolfo Suárez que un buen día Fernándo Ónega supo hilar tejiendo uno de los discursos que ha quedado para la historia de este país.

O si, por el contrario, como mucha gente piensa, las promesas se las lleva el viento.

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