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Sobre este blog

eldiario.es presenta 'Operación Chanquete', novela veraniega por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila. Una mirada crítica a la nostalgia y la mitificación de los años ochenta, protagonizada por un misterioso grupo de jóvenes activistas, que con sus espectaculares acciones denuncian la falta de futuro. Una historia de intriga y humor llena de precarios, submileuristas, becarios y gente que no se ha enterado de que la crisis ya pasó.

Tras los pasos de Tito

Isaac Rosa / Manel Fontdevila

Me habían citado en un bar de Malasaña, me habían hecho disfrazarme de Piraña, me habían metido en un coche y llevado a un polígono para asistir a una reunión que todavía no sabía si era de activistas, iluminados o simples pirados. Y ahora no podían ni llevarme a casa. Vaya plan.

Al terminar la reunión, una vez Chanquete se hubo despedido y desconectado su videollamada, fue Julia la que recordó las instrucciones para poner fin al encuentro:

-Tenemos que salir por separado, de cinco en cinco minutos, para asegurarnos de que nadie sigue a nadie.

A mí toda esa clandestinidad me parecía un poco infantil: caretas, nombres de guerra, salir por separado y sin seguirnos. Y encima estábamos muy lejos de la redacción o de casa:

-Perdonad, me parecen muy bien vuestras reglas, pero a mí me habéis traído en coche, estamos en el quinto pino madrileño, ¿no hay nadie que vaya al centro y me acerque? Prometo que no lo seguiré. Podéis llevarme incluso con los ojos vendados. Cloroformo si es necesario.

Ni me respondieron. De hecho, fue Julia la primera en salir, ella que conducía el coche en que me habían traído. Los demás nos quedamos esperando los cinco minutos obligados, en silencio y aburridos, pues tampoco podíamos usar los móviles hasta estar en la calle. Yo no aguantaba más:

-Si no os importa, soy yo la siguiente en salir, que llevo prisa.

Pasados los cinco minutos, me levanté y me fui sin despedirme. Estaba más bien cabreada de todo aquel numerito al que me habían apuntado sin yo quererlo. Me parecían muy bien sus argumentos, podía simpatizar con “la causa”, pero todo aquello era un disparate. Y como había advertido la inspectora Velasco, seguramente era un disparate delictivo.

Al salir de la nave era todavía de día. Me quité la careta, crucé la calle, avancé unos metros y me detuve en la primera esquina. Me quedé allí esperando, resguardada, los cinco minutos hasta que salió el siguiente miembro del grupo. Era Tito, que asomó de la nave con la careta todavía puesta, y no se la quitó hasta alejarse. Era una mujer, joven. Y como Piraña siempre iba con Tito, allá me fui detrás de ella, más por curiosidad que por ningún afán de reportera intrépida.

Tito atravesó el polígono a paso rápido, mientras hablaba por su teléfono. Yo corría por la calle paralela, asomándome en cada esquina para no perderla. Cruzó la autovía por un paso elevado, y tuve que esperar hasta que llegase al otro lado para subir yo también la rampa, apurada para no perderla de vista.

Un par de veces miró hacia atrás, sin verme. Acabó por meterse en una boca de Metro, y yo detrás, esperando un poco para no ser vista. Llegué al andén justo cuando se metía en el tren, y yo entré por la siguiente puerta, aunque en realidad no me reconocería sin mi careta. Ella iba pendiente de su teléfono, y yo aproveché para fotografiarla con disimulo.

Cuando por fin se bajó del metro, yo tras ella, mezclada entre la gente. Salimos a la calle, un barrio que yo no conocía, pero que en cuanto cruzamos dos calles empecé a reconocer. Yo había estado allí varias veces en la última semana.

Pensé en una casualidad, que al final Tito se desviaría hacia alguna dirección cercana. Hasta que la vi entrar por la puerta principal del complejo, y cómo la saludaba el agente que guardaba la entrada.

¿De qué iba todo aquello?

Llamé de inmediato a la inspectora Velasco.

-Hola, Carmela, cuéntame. ¿Un nuevo envío?

-Creo que es usted la que tiene algo que contarme, inspectora –dejé el tuteo para que quedase claro que estaba mosqueada.

Minutos después estábamos las dos sentadas en una cafetería cercana.

-Iba a contarle lo que me ha pasado en las últimas horas, pero seguramente lo sabe usted mejor que yo.

-No sé de qué hablas, Carmela.

-Pregúntele a “Tito”, que ella se lo puede explicar todo. Incluso le puede hacer un informe.

-¿Tito?

Le enseñé la foto de la joven que se ocultaba tras la careta de Tito, y que unos minutos antes había entrado en el mismo complejo policial donde trabajaba la inspectora.

-Vale, sé quien es. Sí, trabaja para nosotros. Suele informar sobre actividades de grupos antisistema, participa activamente en unos cuantos colectivos problemáticos, avisa cuando va a haber jaleo en alguna manifestación. Pero no ha sido mi gente quien la ha infiltrado, habrán sido los de la Comisaría General de Información, que también andan detrás de este asunto desde que apareció el rey emérito.

-Pues ahí tiene al Espinete yonqui. Fue ella la que montó el numerito en el teatro.

-Ya. Supongo que actúa como una más del grupo para que no sospechen. No le des más importancia, si ella está ahí es que hacemos bien nuestro trabajo. Anda, cuéntame más de esa reunión, dónde ha sido, cuántos participantes, qué hablaron.

-Pregúntele a Tito, que seguro que hasta lo ha grabado. Y si no, vaya usted misma a la próxima reunión. Se pone esto, y lista.

Tiré sobre la mesa la careta de Piraña, me levanté y me largué, teatralizando mi enfado. De verdad estaba enfadada, con todos. Con esa inspectora que me había metido en su juego de confidentes e infiltrados. Y con ese grupito de niñatos que iban de revolucionarios y que me habían liado en su película.

Se acabó, me dije. No quiero saber nada más de toda esta historia, me vuelvo al periódico y le diré al subdirector que solo quiero ocuparme de temas veraniegos: reescribir teletipos, de vez en cuando un sobresalto, una noticia inesperada, un incendio, de bosque o de redes sociales por cualquier parida, una serpiente de verano, y poco más.

Por supuesto, sabía que no sería tan fácil. De hecho, al día siguiente entré en la redacción con el presentimiento de lo que me iba a encontrar. Fácil presentimiento, pues era ya la rutina de los últimos días: el enésimo sobre a mi nombre, encima de la mesa.

Pensé por un momento no abrirlo, meterlo en el cajón, tirarlo a la papelera. Pero lo abrí, claro. Esta vez no contenía ningún chisme de museo, sino un actualísimo pendrive. Eso sí, no podía ser un pendrive simple, metálico y gris: este era con forma de muñequito. Mi nostálgico compañero de prácticas, que ese día vestía una camiseta de “Regreso al futuro”, lo reconoció en seguida:

-¡Mazinger Z, cómo mola!

EPISODIO 10: CRAZY IBIZA LOCO MÍA

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