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Qué hemos aprendido

Una mujer se ajusta la mascarilla.

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En las últimas horas en nuestra redacción física, hace ahora un año y dos días, le pedí a David Velasco que diseñara sobre la marcha una maqueta para lanzar aquella noche un boletín diario sobre el coronavirus. Cuando me pasó la ilustración que la acompañaría le pedí que la cambiara. La banda verde, fina y eficaz, como todo lo que diseña David, incluía la imagen de una mujer con mascarilla. 

Le pedí que la quitara porque las autoridades sanitarias decían que las mascarillas debían ser principalmente para las personas infectadas por el coronavirus y desaconsejaban expresamente su uso generalizado. Era un detalle, pero podíamos estar confundiendo. La mayoría de las fotos que había entonces de personas con mascarilla eran de China, y todavía parecían una costumbre que no era tan importante para la salud. Así que David lo cambió por una sutil referencia al virus. Hoy sabemos que la primera imagen que propuso David era la correcta. 

La recomendación en España y en Europa era equivocada, tan equivocada que tuvo consecuencias mortales. Ya había escasez de material, pero sobre todo de información sobre la principal vía de contagio del coronavirus: ahora sabemos que el virus puede estar en el aire que respiramos, especialmente concentrado en espacios cerrados, y que lavarnos mucho las manos no nos servirá de nada si no llevamos una buena mascarilla ajustada todo el tiempo.

Si no lo sabíamos es porque, aunque ya había algunas señales en estudio, la Organización Mundial de la Salud, entre otros, nos estaba dando información errónea, como ha hecho muchas veces a lo largo de este año, y porque el Ministerio de Sanidad español no tenía información ni estaba en contacto con las voces que podían saber más.

En febrero de 2020 e incluso en marzo, la principal crítica a los periodistas en España era que estaban siendo demasiado “sensacionalistas” y “alarmistas”, incluso ridiculizando a un reportero de La Sexta por ponerse una mascarilla en Italia. En elDiario.es, intentábamos un difícil equilibrio de informar y no alarmar (con decisiones concretas, por ejemplo, sobre cuándo lanzar una alerta al móvil con un caso sospechoso).

En Estados Unidos, las críticas a quienes informaban llegaban de su propio Gobierno. Mi inquietud entonces venía de escuchar el podcast del New York Times donde el periodista Don McNeil alertaba a finales de febrero de que se avecinaba una grave pandemia; de leer entrevistas con voces que decían que la contención no era posible; y de seguir con preocupación la persecución del oculista que intentó alertar a sus colegas en China y la ocultación de datos por parte de las autoridades, que estaban engañando a su propia población. 

Los periodistas estadounidenses tenían acceso a más fuentes expertas que alertaron pronto de lo que pasaba, en público y en privado. Incluso dentro del Gobierno de EEUU había voces que estaban avisando de la mala pinta que tenía el virus, aunque el presidente decidiera no hacerles caso. Hoy sabemos que eso pasó en varios países: expertos avisando a políticos que no quisieron o no supieron actuar a tiempo. Pero no tenemos información de que en España pasara algo así. 

Fernando Simón, muy cortés, muy calmado y muy desinformado, decía dentro de las reuniones lo mismo que fuera, y ni en el Gobierno ni en las consejerías de Sanidad había personas más expertas o intentos de conseguirlas. 

De poco servía mirar hace un año a la OMS como referente. María Neira, directora de Salud Pública de la OMS, en una entrevista publicada el 10 de marzo (¡el 10 de marzo!) dejaba frases que hoy chocan (“quizá estaría bien bajar un poco el tono de sensacionalismo al contar las cosas”, “debemos seguir enfocados en la contención”) y hacía un alegato contra la extensión de los test, cuyo uso parco es justamente lo que llevó a la catástrofe en Europa porque la epidemia se desbocó en silencio: “La lógica es que si el virus está y no está dando síntomas, ¿por qué habría que hacer ese tipo de exámenes?”, decía. Casi duele leerlo ahora.

Hoy, por suerte, hay muchas voces muy informadas a las que recurrir, también en España, aunque por desgracia siguen sin estar suficientemente involucradas en la toma de decisiones del Gobierno español y de los gobiernos de muchas comunidades autónomas. 

Pero una de las grandes lecciones para los periodistas este año es que las autoridades públicas no tienen todas las respuestas y pueden incluso llevarnos por el camino equivocado, a menudo más por negligencia y falta de información que por malicia.

Ante esto, lo único que podemos hacer, además de seguir buscando, seguir leyendo, seguir preguntando, es mantener una dosis de escepticismo y no caer en la tentación de anticiparnos a los acontecimientos. No intentar calibrar el presente con lo que ha pasado otras veces o con lo que creemos que pasará en el futuro, sea la evolución de una epidemia, de un proceso electoral o de una crisis económica.

Lo que nos ha pasado es una crisis única que no se volverá a repetir en los mismos términos o no nos volverá a pillar desprevenidos de la misma manera. Pero la humildad y la resistencia a predecir el futuro sin suficiente evidencia que a menudo observamos en la mejor ciencia son herramientas que no sólo pueden salvar una cobertura informativa. También pueden salvar vidas. 

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