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Autócratas electos. La descomposición del lenguaje democrático

Una sala de votación en las elecciones legislativas rusas.

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En sus Memorias de ultratumba, el escritor François-René de Chateaubriand refiere una historia fascinante acerca de ciertas lenguas extinguidas en los trópicos. Una vez han desparecido todos sus hablantes, resulta que algunos de sus vocablos siguen escuchándose entre la frondosa vegetación de aquellas zonas donde solían hablarse. ¿Cómo podía ser esto posible? El misterio se resuelve enseguida. “Poblaciones enteras del Orinoco –escribe Chateaubriand– han dejado de existir; no ha quedado de su dialecto más que una docena de palabras pronunciadas en la copa de los árboles por unos papagayos vueltos al estado de libertad, como el tordo de Agripina, que gorjeaba algunas palabras griegas en las balaustradas de los palacios de Roma. Tal será más pronto o más tarde la suerte de nuestras jergas modernas…” A partir de esta sugestiva anécdota, el escritor francés logró extraer una advertencia sobre la ilusión de inmortalidad que alienta frecuentemente en el lenguaje humano y en las obras que este lenguaje puede generar.

Pero si es posible representar el destino de “nuestras jergas modernas” bajo la imagen de unos pájaros que repiten palabras que ningún hablante reconoce ya como significativas, entonces quizá no sea extemporáneo preguntarse por lo que le pueda estar sucediendo al lenguaje con el cual hablamos sobre la democracia. Si bien este sistema de ordenación de la convivencia suele ser enfocado de modos diversos y levanta expectativas distintas entre los ciudadanos, los políticos y los teóricos, el consenso más básico que todos ellos comparten es la idea de que la democracia preserva la igualdad política mejor que cualquier otro régimen político alternativo. Se supone que la democracia establece un marco para la participación efectiva de los ciudadanos en la toma de decisiones, el sufragio universal y equivalente, la posibilidad de ilustrarse acerca de todas las opciones políticas que concurran y el control ciudadano de la agenda de las cuestiones relevantes. Con objeto de velar por todo ello, se han desarrollado instituciones políticas que resultan necesarias para mantener una democracia a gran escala en los tiempos modernos. Una poliarquía democrática, por decirlo en los términos del politólogo Robert A. Dahl, requiere seis instituciones fundamentales: (1) cargos públicos electos, (2) elecciones libres, imparciales y frecuentes, (3) libertad de expresión, (4) fuentes alternativas de información, (5) autonomía de las asociaciones y partidos y (6) ciudadanía inclusiva.

Esta aproximación cristalinamente teórica no impide a nadie ver que las democracias realmente existentes distan de ser perfectas. Incluso en democracias consolidadas se refuerzan instituciones contramayoritarias, el dinero invertido determina el resultado de las elecciones, se legisla en contra de la libertad de expresión, los partidos no se organizan internamente en términos democráticos, se intenta controlar bajo cuerda a los medios de comunicación y, a veces, se excluye de facto a sectores de la ciudadanía. Quizá ya no resulte sorprendente ni por supuesto escandalosa una declaración como la que el sociólogo Guy Hermet escribiera en 2008: “[…] el concepto de democracia como poder referido al menos simbólicamente al pueblo y ejercido en su nombre se ve reducido actualmente al rango de ingenuidad privada de justificación seria”. Sin embargo, al margen de la dificultad de vincular genuinamente los conceptos de pueblo y democracia, la contradicción más sangrante a la cual se enfrenta la democracia en las últimas décadas es a la emergencia de regímenes autocráticos o tendencialmente autocráticos nacidos de las urnas. La lista de ejemplos podría ir desde la presidencia de Alberto Fujimori en Perú, que llegó al poder mediante el eslogan “Un presidente como tú”, pasando por la de Recep Tayyip Erdogan, en Turquía, o la de Viktor Orbán, en Hungría, a las presidencias recurrentes de Vladímir Putin en Rusia desde 1999 hasta la actualidad. En estos casos, y en otros, se observa una combinación característica: una apariencia de institucionalidad democrática, dentro de la cual se habla de elecciones libres, separación de los poderes legislativo y ejecutivo e independencia del poder judicial, todo ello de cara a la galería, y el hecho de que los mismos dirigentes se mantienen en el poder durante el mayor tiempo posible. Para que esta combinación potencialmente autocrática resulte efectiva, los gobiernos deben esforzarse por anular todas las fuentes de oposición importantes, ya se trate de adversarios políticos o medios de comunicación críticos. La estrategia habitual que han empleado, escasamente ilustrada, pero con todo efectiva, ha sido envolverse en la bandera y descalificar a continuación a unos y otros como enemigos de la patria.

Al hilo de casos como estos, desde finales del siglo XX, coincidiendo con la extensión de regímenes democráticos en todo el mundo, pero también con las tensiones políticas generadas por las diversas crisis económicas en el marco de la globalización, se ha ido abriendo paso en la teoría política una línea de reflexión crítica sobre la salud y las perspectivas de los sistemas democráticos. Un repaso somero a bibliografía relativamente reciente nos confronta con títulos no demasiado esperanzadores: Posdemocracia (Colin Crouch), El invierno de la democracia: auge y caída del gobierno del pueblo (Guy Hermet), La impotencia democrática (Ignacio Sánchez-Cuenca) o El pueblo contra la democracia (Yascha Mounk). Uno de los últimos ejemplos de esta serie de reflexiones es Cómo mueren las democracias, el libro que los profesores de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, publicaron en 2018. La causa próxima que motivó su redacción fue intentar explicar cómo Donald Trump, un outsider de la política, con notorias tendencias autoritarias, que nunca había obtenido un cargo electo, había logrado acceder a la presidencia de los Estados Unidos superando todos los filtros de cribado imaginables, no solo institucionales, sino también partidistas. Si bien estos filtros han existido siempre, la victoria de Trump certificó que ya no eran tan efectivos como en el pasado. Dos elementos habían contribuido decisivamente a ello: en primer lugar, el cambio en el sistema de financiación de las campañas políticas (a raíz de la sentencia que, en 2010, emitió el Tribunal Supremo en el caso Ciudadanos Unidos versus la Comisión de Elecciones federales, cuyo dictamen consagró la consideración de las empresas como individuos, y que permitió, en la práctica, que tales “individuos” pudieran financiar sin límite a los candidatos de su preferencia); en segundo lugar, el nuevo entorno mediático, con los portales de noticias y opinión, los blogs y las redes sociales de Internet, que permitió que los nuevos candidatos se dieran a conocer en estos espacios y que ya no necesitaran entrar en el circuito de las emisoras de radio y televisión mainstream donde normalmente se han dado a conocer los candidatos del establishment

Ahora bien, Trump no es un caso extemporáneo en la tradición política de los Estados Unidos, puesto que, como Levitsky y Ziblatt hacen ver, personajes públicos como Charles Coughlin, Huey Long, Joseph McCarthy o George Wallace maniobraron de un modo similar en el pasado, utilizando los medios disponibles en cada momento histórico y logrando altos niveles de apoyo popular, ya fuese con objeto de ser un factor de influencia determinante en la política nacional, ya fuese con la idea de conseguir el cargo supremo de la presidencia. A diferencia de todos estos personajes, lo que hace especial a Trump es que, siendo muy parecido a ellos, obtuvo lo que ninguno de ellos obtuvo. Ahora bien, la revisión de la historia política de los Estados Unidos que llevan a cabo Levitsky y Ziblatt tiene por objeto servir de contrafuerte para un ejercicio de perspicacia politológica. Se proponen demostrar que hay un modo de conocer con relativa precisión si un candidato a primer ministro o presidente de un país puede ser un autócrata en potencia. La prueba consiste en determinar si el candidato en cuestión da positivo en uno, varios o todos estos patrones: (a) ¿muestra un compromiso débil con las reglas de juego democráticas?, (b) ¿niega la legitimidad de los adversarios?, (c) ¿tolera o alienta la violencia? y (d) ¿está predispuesto a coartar las libertades civiles de los adversarios políticos y de los medios de comunicación críticos? 

Uno tiene la poderosa sensación de que no es necesario desplazarse al Medio Oeste norteamericano, la meseta de Anatolia o la estepa rusa para comprobar que bastantes dirigentes políticos cercanos no superarían este test. Pero la tentación autocrática no es un mero capricho político. Su atractivo responde a causas estructurales, como la crisis económica, que suele acarrear una polarización política que se vive en términos de oposición de visiones del mundo, como agudo conflicto existencial. Como ya sucedió en tiempos más oscuros, los autócratas potenciales que hoy surgen en las imperfectas democracias liberales ya no tienen reparo en hablar de la democracia en términos puramente instrumentales, esto es, como el mecanismo que les ha de permitir alcanzar el poder, instalarse en él todo el tiempo posible y llevar a cabo las políticas “que la gente quiere”. No obstante, muchos de ellos han abdicado de considerar la democracia como un sistema valioso por su respeto a la igualdad y el pluralismo. Y, por lo demás, en sus discursos, las viejas palabras de la democracia aparecen degradadas a rótulos que ya no merecen examen (porque ellos, y todo el mundo, creen saber lo que significan) o a proyectiles que lanzan contra sus enemigos (porque ellos no tienen meros rivales políticos). Ya decía Adorno que uno de los síntomas más claros del advenimiento del fascismo es la corrupción del lenguaje.

El motivo de esta breve nota ha sido preguntarse si el lenguaje de la democracia puede ser todavía un léxico significativo e inspirador, uno que empleamos deliberadamente y con sentido porque conecta con una auténtica vida democrática o si, por el contrario, se trata del léxico de un tiempo ido (si es que, en efecto, tal tiempo existió alguna vez), uno que ya no es consistente con las hechuras reales de nuestra vida política, y que seguimos reproduciendo maquinal e irreflexivamente. Por descontado, este planteamiento no tenía la intención de ir dirigido a los autócratas electos de nuestros tiempos, que colaboran activamente en la descomposición del lenguaje democrático, sino a los ciudadanos que todavía sospechen que no vale la pena cambiar una democracia permanentemente imperfecta por una autocracia tendencialmente perfecta. Porque si la ciudadanía no está en condiciones de validar en su vida cotidiana lo que el lenguaje estándar de la democracia parece prometerle y, en el caso de que eso no suceda, protestar vigorosamente por ello ante los responsables de las instituciones públicas, entonces me temo que acabará repitiendo, como los papagayos del Orinoco o el tordo de Agripina, pero sin ser libres como ellos, conceptos que muchos de sus dirigentes ya no toman hoy realmente en serio.

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