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Consenso progre

El candidato del PSOE, Ángel Gabilondo; y el candidato de Unidas Podemos a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias; se saludan con el brazo minutos antes del debate organizado en la Ser

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La historia de la humanidad se caracteriza por la lucha entre dos pulsiones: una que pretende justificar las desigualdades, incluso las más extremas como el sometimiento o la esclavitud, frente a otra que propugna la igualdad de derechos de todos los seres humanos. Ni siquiera en occidente, donde transcurridos más de 200 años de las primeras revoluciones liberales, esa igualdad es real; siguen siendo necesarios más avances en derechos y en igualdad de oportunidades, sin ceder un ápice a los intentos involutivos que de cuando en cuando pretenden retroceder e imponer al conjunto de la sociedad visiones monolíticas y homogéneas de cómo ser ciudadano en la esfera pública y persona en la privada.

La pulsión brida, la que frena los avances, se envalentona de cuando en cuando, en ocasiones con consecuencias funestas como las que sufrió Europa en la primera mitad del siglo XX y que en España se alargaron hasta la muerte del dictador. Hoy volvemos a vivir un nuevo envalentonamiento de esa pulsión brida que, a su vez, esgrime una nueva fusta con la que azotar la convivencia y que denomina el “consenso progre”, frase que ustedes ya habrán oído en diversas ocasiones en boca de la ultraderecha española y de otros países.

Creo que no hay mejor manera de combatir el mensaje de la extrema derecha que desmontar lo que esconden sus eufemismos y sus mentiras. Para ello, repasemos qué es el “consenso progre” que comparten, según Vox, el resto de formaciones políticas.

El “consenso progre” se ancla en la defensa de los derechos humanos, uno de los más importantes, la igualdad entre hombres y mujeres, despreciado por Vox con apelativos como la “dictadura de la ideología de género”, las “feminazis”... o con campañas mediante las que han pretendido vincular el desarrollo de la pandemia a la celebración del 8M el pasado 2020 (obviando que en el metro o las cercanías de Madrid se juntan millones de viajeros diariamente). La batalla contra el feminismo la mantienen también en el lenguaje inclusivo, negándose a llamar presidenta a las mujeres que presiden instituciones; lo hacen desde la maldad (esgrimiendo una gramática falsa) pues esta, como tantas otras palabras inclusivas, están reconocidas por el diccionario de la RAE.  Capítulo aparte merecen la negación de la violencia de género, con frases como la “presunción de culpabilidad de los hombres”, y el falseamiento de los datos, atribuyéndola fundamentalmente a los inmigrantes.

No se engañen, tras esos conceptos solo se esconde una visión retrógrada del papel de la mujer y el entendimiento de que la violencia contra las mujeres es una cuestión que se circunscribe al ámbito privado, en el que el Estado no ha de intervenir (por eso la insistencia en denominarla “violencia intrafamiliar”), cuando gran parte de las víctimas de esta violencia lo son, incluso asesinadas, a manos de sus ex parejas.

La igualdad de derechos de las personas, con independencia de su orientación sexual, tampoco gusta a la extrema derecha: su modelo de familia no lo tolera, como tampoco admite la realidad diversa en este terreno, oponiéndose a que niños y niñas conozcan y respeten la libre orientación sexual de cada cual, mediante ese engendro que se denomina pin parental para evitar lo que ellos denominan “corrupción de menores”. Lo que se pretende es la intolerancia a toda orientación distinta de la heterosexual, su negación y ocultación, intuyo que en un intento absurdo de evitarla en sus descendientes, como si la homosexualidad no hubiese existido incluso con las mayores represiones sociales o familiares de la historia.

Esta extrema derecha es racista y xenófoba. Nos hablan de “invasión migratoria”, de “inmigración ilegal subvencionada”, de cierre de mezquitas al hablar de magrebíes, como si la Constitución no permitiera la libertad religiosa, o de “peste china” para achacar a estas personas el origen de la pandemia (a mí no me resulta agradable colgar con el sambenito de la pandemia del siglo XX, denominada gripe española por los xenófobos de entonces). Incluso persiguen a menores vulnerables, sí, los MENA (menores extranjeros no acompañados): los acusan de la delincuencia hablando de “manadas de MENAS” e incitan a su desamparo cuando hablan del coste para el Estado de su mantenimiento. Lo que pretenden es señalar a los inmigrantes como culpables de todos los males, lo que puede derivar en episodios violentos contra personas que, fundamentalmente por su raza, son identificados como inmigrantes por sus agresores, a pesar de que muchos puedan tener la nacionalidad española.

A lo último que hemos asistido es a la puesta en duda de las amenazas de muerte al ministro de Interior, a la directora general de la Guardia Civil, a la ministra de Igualdad, al ex vicepresidente del Gobierno y a sus padres.

Lo que habría merecido una condena expresa por parte de cualquier demócrata, dio lugar a su intolerancia a la libertad de pensamiento y a una actitud desafiante en un debate radiofónico en el que la candidata de Vox le dijo a Pablo Iglesias: “levántese y lárguese, que es lo que queremos muchos españoles”. Como pueden ver, a Vox le sobran españoles en España. Todo ello aliñado con desprecios a la periodista que moderaba el debate, en otra muestra más de sus múltiples enfrentamientos y vetos a los informadores que, según el Tribunal Supremo, vulneran el derecho a recibir información veraz que tiene la ciudadanía.

Su no a la igualdad entre hombres y mujeres, su falta de respeto a muchas personas por su orientación sexual, su racismo, su xenofobia, su nulo respeto por la libertad religiosa, así como el rechazo a la libertad de pensamiento y a la libertad de prensa, no les hacen precisamente defensores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos ni de los valores democráticos que recoge la Constitución española.

Digámoslo claramente: Vox no respeta los derechos humanos ni tiene valores democráticos, Vox supura intolerancia. Una intolerancia que podría quedarse en la esfera personal de cada uno de sus militantes pero es una intolerancia insaciable: aspira a imponer su modelo social al conjunto del país, y ante esto los demócratas no podemos ceder un ápice de espacio.

Su estrategia consiste en la criminalización del adversario político (la de salvajadas que le han dicho al presidente del Gobierno), de las minorías de todo tipo, de las feministas... Usan un lenguaje desafiante y retador que algunos ciudadanos normalizan y que puede justificar expresiones amenazantes o violentas. Es una estrategia tóxica para “garantizar la convivencia”, que es una de las voluntades proclamadas por la ciudadanía española en el preámbulo de nuestra Carta Magna.

La situación es grave, algo mucho más evidente en la campaña de las elecciones autonómicas a la Comunidad de Madrid. En otros países europeos la extrema derecha ha contado con la oposición de todas las fuerzas políticas, sí, también de las del centro derecha. Lo hizo en su día Jacques Chirac y más recientemente Angela Merkel. Lamentablemente algunas de las expresiones que utiliza la ultraderecha se las hemos escuchado a miembros del centro derecha español, incluso gobiernan en algunos ayuntamientos y comunidades gracias a su apoyo. En Murcia han puesto al frente de la consejería de Educación (la mejor arma contra la intolerancia), a una mujer de la extrema derecha intolerante.

En estos tiempos de pandemia, se le pueden pedir muchas cosas al Partido Popular para hacer una oposición de Estado, pero lo que se esperaría de él es algo estructural: la defensa de nuestro sistema democrático y de convivencia. Y eso, en estos momentos, pasa por aislar a la ultraderecha, por hacer como si Vox no existiera, y, también, romper todos los acuerdos con ella y rechazar su apoyo para gobernar en las instituciones. Nunca es tarde, incluso aunque la izquierda gane en Madrid el 4 de mayo.

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