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Elogio de la Salud Pública, en respuesta al doctor Pedro Alonso

Acto de homenaje a los sanitarios fallecidos por Covid-19

Gaspar Llamazares

Médico y analista político —

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Todo empezó con el aleteo de una mariposa en Wuhan, luego fue la llamada ideología de género y ahora parece haberle tocado a la pobre salud pública.

He de confesar que no esperaba que después de lo vivido, entre la extrema tensión de la pandemia y los escasos recursos de la salud pública, viniera un conocido epidemiólogo español al frente del programa de la malaria de la OMS a impugnar la gestión de Salud Pública en la crisis, y aún menos que lo hiciera basándose en un supuesto incumplimiento radical, como es el de apelar a la omisión de los principios de la Salud Pública. Una censura sin matices y desde dentro.

Por eso, con esta defensa y reivindicación de nuestra frágil y silenciada salud pública, no trato de apelar al corporativismo ni de poner ningún pero a la necesaria crítica. Muy al contrario, compartiendo en parte la crítica a las carencias, me preocupa la incomprensión, la descalificación y un juicio tan contundente como carente de matices, que más parece un juicio político que profesional, y emitido en particular por quien, como parte de un organismo internacional como la OMS, debieran estar por definición más cerca de la colaboración que de la confrontación.

En un principio la acusación fue el haber llegado tarde por razones ideológicas. En el origen pues fue el 8M. Una conspiración social comunista contra el ser de España y sus valores eternos resumidos en la mujer y la familia tradicionales, que junto a la iglesia, la monarquía y la judicatura son para algunos los cimientos de su unidad. La democracia es al parecer solo un terreno de juego sobrevenido. Se deduce de todo ello que se gestionó mal, no se fue previsor y no se hizo acopio de materiales de protección ni de test, como si no supiéramos que ya entonces había colapso. La cigarra y la hormiga o lo del virus de los rojos: hambre y piojos. El vector, en nuestra tradición judeocristiana, fue, cómo no, la mujer. Otra vez la manzana de Eva.

La crisis política consiguiente, como un reguero de pólvora, ha tocado también la fibra moral de España: de la institución de la guardia civil y de la judicatura. A partir de un informe policial tan lleno de prejuicios y convicciones como vacío de pruebas y testimonios. Y como corolario de todo un señor forense que aparece como experto y profeta en pandemias, para el que todo se veía venir. A pesar de los epidemiólogos. ¿Pero cómo se le ocurre al ministro felón aplicarle al instituto armado algo tan voluble como la confianza, cuando existe algo tan firme como el escalafón?

Por eso se ha archivado temporalmente esta primera causa, porque el Delegado del gobierno no era el verdadero acusado y la prevaricación tampoco el supuesto delito. Con perdón, un gatillazo. Pero a pesar de ello el proceso continúa, esta vez ya contra el gobierno y en clave criminal. Como debe ser en un Estado Constitucional transmutado para las derechas solo en su negativo: el Estado Penal.

El nudo de la trama llegó luego con la denuncia del Estado de Alarma como eufemismo izquierdista del estado de Excepción y Sitio, que ocultaba un proyecto autoritario del gobierno.

Con las caceroladas y las caravanas de coches de lujo como expresión de un concepto de estricto de libertad como movilidad. Todo aderezado por jurisprudencia del estado de Excepción como paradigma plagiado de Giorgio Agamben. Porque, como en otras pestes, los

privilegiados que no habían logrado escaparse en silencio del peligro rojo al inicio de la cuarentena a sus segundas residencias, exigían ruidosamente el fin del confinamiento.

Eso sí, una libertad a la americana, sin solidaridad ni responsabilidad con la salud pública en la desescalada hacia la llamada nueva normalidad. En que las CCAA conservadoras sufren el sonrojo de aplicarse a sí mismas las fases que antes cuestionaban y exigen al gobierno central una garantía al abrigo de la normalidad, para con ello continuar repartiendo responsabilidades ajenas sin asumir las propias. Sin vergüenza.

Ya en el nudo, a la trama ha vuelto también la culpa y la lógica inquisitorial, está vez contra sus propios agitadores. El alguacil alguacilado. Los que buscaban al gobierno como culpable se encuentran con sus competencias y los resultados de su gestión. Y en esto llegó el pragmatismo y la eugenesia y se quedó al margen la bioética y la accesibilidad y equidad de la sanidad pública. Este sí que es un incumplimiento de los principios de la salud pública. Las residencias de ancianos aparecen así como los nuevos Lazaretos de reclusión donde morir. ¿Pero quién dijo que la sanidad en Madrid era pública? Y continuará.

Pero con el desenlace de la nueva normalidad se ha abierto una nueva vía. En este caso desde dentro y con la autoridad de experto y la modernidad del dato y la digitalización por bandera, que vuelve de nuevo, éste sí más sesudo, a lo de que se hizo tarde y además mal, y no solo en la gestión política, sino en el terreno técnico de la epidemiología y la salud pública. El resultado entonces sería golpear al CAES y a Fernando Simón precisamente dónde y cuándo más duele. Una enmienda de totalidad en toda regla a la competencia y la profesionalidad de la salud pública al inicio de la nueva normalidad. Al menos inoportuno, sino insensato.

Y se hace además por extensión contra el flanco débil de la salud pública, al que muy pocos son capaces de identificar y con el que casi nadie empatiza. Más como villanos de los datos que como héroes de la pandemia.

Puesto a contar pecados, Pedro Alonso afirma que España y Europa pecaron en primer lugar de miopía y exceso de confianza, cosa que vista a posteriori, es ya por conocida un lugar común. Otra cosa es utilizarlo para proceder a una enmienda de totalidad acusando al CCAES, a la sanidad pública y al gobierno de ignorar nada menos que los principios de la salud pública.

Según él, se erró en general por los países europeos ignorando las claras advertencias de los organismos internacionales. Tal impericia europea contrasta con la probidad de la OMS que, al parecer, ellos sí que contaron con información de expertos, avisaron a los gobiernos y lo hicieron todo bien. Olvida, sin embargo, las dudas iniciales de la OMS así como la coincidencia, con el mismo nivel adelanto o retraso, de la una y de los otros en las mismas fechas de declaraciones de pandemia y de alarma.

Pero la acusación más grave, que en ningún momento explica, son los principios de la salud pública que han sido incumplidos: si el de precaución, la pertinencia, la equidad, la transparencia, el principio de la salud en las políticas o su evaluación... y en qué momento se han ignorado a lo largo de esta pandemia. Porque un misil de tan grueso calibre no puede lanzarse, sin más contenido que la mera retórica, a la línea de flotación de nuestra débil, antes silenciada y ahora maltratada salud pública española.

Sin embargo, más que un principio general, se concluye que sobre todo nos equivocamos en el procedimiento seguido en la fase de contención, al parecer por una 'definición restrictiva de caso' que nos impidió ver los asintomáticos en nuestra búsqueda de contactos. A partir de ahí chocamos con el iceberg y se descontroló todo, aunque no tanto como para convertir un criterio de caso en el pecado original ni mucho menos en la vulneración de un principio de salud pública como es la protección o la pertinencia.

Elude con ello Pedro que la difusión del virus sabemos ya que fue muy anterior y que ésta tuvo más que ver con la movilidad, la población de grandes áreas metropolitanas, sus nodos de comunicación y nuestros hábitos sociales, que únicamente con la estrategia de contención, abocada finalmente (como en casi toda Europa) a un parcial o total confinamiento. Aunque tampoco le parezca excusa al autor que haya ocurrido algo parecido en España, en Italia o en Francia... Puede no ser excusa, pero sí una razón para profundizar en las concausas y en los determinantes de la alta transmisión del sars_cov2.

Y así hemos pasado, en esta obra aún por concluir, de la acusación política a nuestra ideología socialcomunista o feminista iniciales, entendidas como enajenación política, a la atribución profesional de dogmatismo y falta de flexibilidad en el método, ya desde la fase de contención de la pandemia, como nuestro segundo pecado original epidemiológico. También compartido con nuestros pares europeos.

Sin embargo, y todo hay que decirlo, dicha definición de caso corrió pareja a la de los organismos internacionales, al progresivo conocimiento del virus y evolucionó también con la disponibilidad de test, reactivos, personal y laboratorios que fueron, en el momento inicial, una restricción insoslayable.

También es cierto que nuestra salud pública ha sufrido carencias evidentes de recursos humanos, de aportaciones de otros perfiles profesionales y de coordinación en nuestros sistemas de información y vigilancia epidemiológica. Pero lo que no se puede decir, sin deformar la realidad, es que de los cambios imprescindibles de modelo e incluso que de la interrupción en la comunicación de los datos en las alguna de las fases de la evolución de la pandemia pueda deducirse que en algún momento se actuó a ciegas. Como tampoco que a estas alturas no se conozcan los datos de los fallecidos por coronavirus y los de sobremortalidad en España.

Unos problemas y carencias crónicos, que, por otra parte, tampoco se arreglarían tan solo con el 'big data' o a las herramientas tecnológicas, sin el aprendizaje y los recursos humanos que se han tenido que ir improvisando en medio de la tormenta. Una adaptación y flexibilidad que por contra sí es motivo de elogio en la respuesta a la pandemia en el ámbito del personal sanitario y de la gestión hospitalaria.

Pero si la gobernanza, el sistema de información y la vigilancia epidemiológica no han podido ser mejores, ha sido fundamentalmente por la minusvaloración histórica de la salud pública en España (por debajo del 2% del presupuesto sanitario) y el veto expreso durante casi una década al desarrollo de la ley de salud pública aprobada en 2011.

Por eso resulta parcial la solución que se apunta para enfrentar las pandemias del siglo XXI, cuando parece centrarse casi exclusivamente en los datos, la tecnología y la gobernanza en salud pública. Con el riesgo de caer en el fetichismo de los datos y de la digitalización en términos Byung-Chul Han.

Y sin embargo, lo que nos falta en salud pública, además una estructura desde la base y un gobierno articulados, es sobre todo la inteligencia en salud pública, tanto en el sistema sanitario como en las políticas públicas. Como también avanzar hacia una verdadera coordinación y dirección compartida entre las Administraciones central y autonómicas en materia de salud pública. A todo esto se debería sumar un salto en la capacidad presupuestaria y de liderazgo del Ministerio de Sanidad para el gobierno compartido del conjunto del sistema sanitario. En definitiva, no aparece pues por ningún lado la cuestión de principios.

El rastro de la COVID-19 ha sido tan trágico y su aleteo tan persistente que ni la salud pública ni la política sanitaria merecían estar aún hoy atrapadas entre el linchamiento público y las cuestiones de principios del fuego amigo. Bastaría con una crítica que estuviese al mismo nivel del reconocimiento.

Para mejorar, es verdad que hay auditar lo hecho con evaluación y con estudios independientes, también con reflexión y deliberación políticas. Esperemos que todo ello se haga, amigo Pedro, con empatía y rigor, pero que sea además compatible con el mejor control de la pandemia por la salud pública española en colaboración con la OMS.

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