Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

El gas y la solidaridad mal entendida de la UE

Planta de almacenamiento de gas de Uniper en Etzel, Alemania.

Luis Rico / Javier Andaluz / Luis González Reyes / Marina Gros

17

“Winter is coming” y la Unión Europea, ante la crisis del gas ruso y las dificultades crecientes de extracción y distribución internacional, prepara un plan para reducir la demanda de gas un 15% apelando a la solidaridad entre países miembros. Sin embargo, Estados como el español y el portugués, por su falta de interconexión con el resto de países europeos, entre otros factores, solo tendrían que reducir su consumo un 7%. A simple vista daría la impresión de que la UE por fin se toma en serio las demandas ecologistas, aunque sea por la presión de la guerra: reducción y solidaridad. Pero un análisis pormenorizado de la propuesta revela todo lo contrario: una iniciativa de mantenimiento del modelo fósil que beneficia a los países más enriquecidos de la UE y un viraje del discurso que incorpora la perspectiva de la economía de guerra.

La necesidad de reducir el uso del gas es incuestionable desde antes de las restricciones generadas por la guerra en Ucrania. Por un lado, por el inevitable declive en la accesibilidad de los combustibles fósiles; desde 2019 la extracción de gas a nivel mundial está en receso. Pero, sobre todo, el gas se debe abandonar completamente junto al resto de combustibles fósiles para 2040 en la UE porque es la única manera de tener alguna opción de que la emergencia climática pueda mitigarse a tiempo. Además, reducir el consumo de gas es la vía para conseguir un modelo energético más descentralizado, democrático y menos dependiente del exterior. Un modelo para salir de la perspectiva belicista y construir una economía para la paz, que realmente ponga la vida digna en el centro. Desde ahí es positiva la reducción de la demanda de gas, aunque debería ser más ambiciosa que el 15%, incluido en el Estado español, y debería incorporar otros combustibles fósiles, principalmente en el sector del transporte y en el de la generación de electricidad (no vaya a ser que la UE esté pensando en sustituir ciclos combinados de gas por centrales térmicas de carbón).

Pero lo que realmente no cuadra es el concepto de “solidaridad” que maneja este acuerdo, una “solidaridad” obligada e impuesta, que se parece al concepto de servidumbre. La solidaridad, horizontal por definición, solo se puede entender en términos de reparto de todos los recursos y de depuración de las responsabilidades. Sin embargo, lo que busca el acuerdo es asegurar el consumo de los países más enriquecidos de la UE, como Alemania o Países Bajos, cuyas emisiones per cápita de gases de efecto invernadero son de las más altas de la UE y del mundo –y más lo serían si se contaran las emisiones históricas o las ligadas al consumo en lugar de a la producción anual, que es como se suele medir–.

Resulta poco creíble que apelen a la solidaridad quienes no hace mucho se la negaron a los Estados del sur de la Unión Europea (recordemos aquel acrónimo que nos dedicaron: PIGS), exigiendo fuertes ajustes estructurales porque eran “vagos y despilfarradores” frente a la “frugalidad” de los países nórdicos. Este es el momento de demostrar esta frugalidad en los países de la UE que más se han enriquecido y que más emisiones de gases de efecto invernadero han generado. Son quienes deben hacer los mayores esfuerzos de cambio, de reducción del consumo, de transformación de sus sociedades.

Por eso tampoco cabe pedir que el Estado español se convierta en el hub del gas de la UE por cuestiones de “solidaridad”. No es el momento climático de incrementar las importaciones de Gas Natural Licuado (GNL), más caro y perjudicial para el clima, para hacer funcionar las regasificadoras a plena potencia y justificar la apertura de aquella considerada en el 2012 por el CNE no necesaria para el suministro estatal. No es el momento de resucitar el MidCat en base a futuribles como el hidrógeno “verde'', ni de construir nuevos gasoductos de coste multimillonario entre países. Tampoco es solidario convertir una parte importante del territorio peninsular, pasando por encima de la agricultura y la conservación de los ecosistemas, en un captador de energías renovables para generar hidrógeno ”verde“ que sostenga el consumo energético de los países ”frugales“.

Sin embargo, coincidimos con la UE y los Gobiernos alemán o español en que necesitamos solidaridad, y mucha. Una solidaridad, en primer lugar, entre clases sociales, con aquellas personas que sufren pobreza energética. Es urgente asegurar que todo el mundo tenga sus requerimientos básicos energéticos cubiertos; recordemos que ya hay gente que cada invierno sufre las consecuencias del frío. Estamos sufriendo una grave emergencia climática, con terribles repercusiones ambientales y sociales. Repercusiones muy desiguales según el nivel de renta. No hay más que ver quiénes están sufriendo más las sucesivas olas de calor: aquellas personas que no tienen aire acondicionado ni piscina, quienes tienen que trabajar bajo un sol abrasador (paradójicamente, aquellas cuyos niveles de consumo producen menos emisiones de gases de efecto invernadero).

También una solidaridad entre Estados, pero con una mirada larga, que abarque al conjunto del planeta. Desde este marco, no se puede olvidar que los países de la UE están entre los principales emisores históricos, per cápita y actuales del planeta. Los mismos países que, insolidariamente (inhumanamente), cierran sus fronteras a quienes huyen de hambre, pobreza o sequías. Desde esta perspectiva, la UE, toda la UE, tiene que hacer una drástica dieta fósil.

No olvidemos tampoco que la mayor parte del consumo de gas es atribuible a los sectores industriales, quienes siguen mostrando enormes resistencias al cambio necesario. Aquí se pueden nombrar algunas de las grandes multinacionales españolas, a las que pedimos que se sumen a la ola de solidaridad que emana de la UE y se aprieten el cinturón en cuanto al consumo de gas y otros combustibles fósiles que ya escasean. Eso sí, sin trasladar sus repercusiones a la población más vulnerabilizada.

La emergencia climática no es un hallazgo del último lustro. El pico de los combustibles fósiles tampoco nos pilla por sorpresa, y va mucho más allá de una consecuencia coyuntural de la guerra en Ucrania. La necesidad de reducción del consumo de energía fósil no ha aparecido en 2022, lleva tiempo siendo demandada. Tampoco es nueva la enorme dependencia de la UE de la compra de crudo a países que vulneran derechos humanos, hoy es Rusia, pero ayer lo fueron Arabia Saudí, Azerbaijan, Argelia y una larga lista. El movimiento ecologista lo lleva señalando décadas, exigiendo además justicia climática, por la cual son aquellos países más enriquecidos, que más cambio climático han provocado, a quienes corresponde realizar los mayores esfuerzos: que obliguen a sus grandes empresas a poner los derechos ambientales de las personas y el resto de seres vivos por encima de sus beneficios. Sin embargo, COP del Clima tras COP del Clima, los acuerdos de reducción siguen estando muy lejos de lo que indica la ciencia, sin olvidar que en muchos casos su aplicación ha sido un gran fracaso.

“Winter is coming”, sí, pero nunca es tarde para actuar. En ese hacer, la solidaridad y la reducción del consumo son fundamentales. Pero más allá del invierno de 2022, el problema es la crisis ecológica y social a la que nos enfrentamos. Una crisis que, además, sufren mucho más fuera de Europa. Por eso lo solidario –y efectivo– es cambiar definitivamente el modelo de producción y consumo. Y que el mayor esfuerzo lo realicen quienes más responsabilidad han tenido en la creación de este problema. De otra manera, se seguirán poniendo parches (poco solidarios) que se abrirán en la siguiente crisis coyuntural dejando un margen de maniobra menor (o inexistente).

Etiquetas
stats