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Juicio eterno a un maricón

Protesta contra la homofobia el 5 de julio de 2021, en Madrid.

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Nunca antes había sentido tanto miedo de ser maricón en España. Después del asesinato homófobo de Samuel Luiz y con las constantes noticias de agresiones, intento no cruzar la mirada con ningún hombre por la calle. Me he comprado un espray de defensa personal. No voy solo de noche por determinadas zonas. Me mando whatsapps con mis amigas, amigos y amigues cuando llegamos a casa. No llevo ropa llamativa a no ser que vaya en grupo. Camino rápido si me encuentro con un bloque de tíos. Mi madre, que nació en el franquismo, me escribe “nene, ten cuidado, no quiero que te pase nada”. Hago justo lo que mis amigas han hecho toda la vida: pasar desapercibido para evitar la violencia. ¿A los hombres hetero también os pasa? ¿Vosotros también os neutralizáis por la calle para que nadie se dé cuenta de que sois hetero y que, por serlo, os pueden dar una paliza de muerte o romperos la mandíbula? ¿Vivís sumidos en el miedo por ser hombres heteros al igual que nosotros lo estamos por ser maricones, bolleras, bisexuales, trans o no binaries? ¿No? Vaya, me pregunto por qué será.

Hace unos días hubo un juicio público y colectivo contra un maricón en todos los medios de comunicación, en todas las redes sociales y en cada conversación de bar. Fue efímero, pero todos nos dimos un buen festín. Inmediatamente después de que la Policía informara de que el chico de Malasaña había cambiado su versión para afirmar que consintió que le escribieran “maricón” con un cúter en el culo, el pueblo dictó sentencia: el joven, de 20 años y trabajador sexual, pasó de víctima a verdugo nacional. Nadie se paró a pensar en qué circunstancias se produjeron las heridas dada la relación clientelar y económica de los implicados, si hubo consentimiento como tal o si la Policía actuó de forma correcta, como así ha revisado la psicóloga forense e investigadora Helena Cortina en El Salto. Durante unas horas, fue el centro de nuestra diana. Después se nos pasó. Y a por otra cosa. A por otro juicio.

Escribo esto con muchas dudas sobre el origen consensuado de los cortes, sobre si el contexto de ofrecer servicios sexuales impide reconocer los navajazos como una agresión, sobre su situación a la hora de denunciar y sobre el hecho de tener que hacer frente a tres declaraciones policiales en pocos días. La inmediatez que marca el mundo capitalista actual, esa que nos obliga a producir y a consumir contenidos, hechos y personas aquí y ahora, convirtió al chico en el culpable absoluto de todos los males de las personas LGTBI+ y en el responsable de los futuros cuestionamientos que se harían de cada nueva agresión. Pero lo cierto es que, quedándonos con la modificación de su relato, un falso testimonio no tiene el poder de anular ni invalidar todas las agresiones que se llevan produciendo en España desde hace décadas porque, sencillamente, no lo tiene. Sin embargo, todos compramos en seguida el argumento que utilizaría la ultraderecha cuando no es ni siquiera sostenible. 

En cuestión de horas la derecha y la ultraderecha habían aprovechado esta grieta para banalizar la LGTBIfobia e instrumentalizar la violencia que sufrimos en su propio beneficio político. Su objetivo fue presentarse como víctimas de una campaña del Gobierno para, en el caso de los primeros, ensuciar la imagen de la capital y, en el caso de los segundos, presentarlos como el enemigo. Mientras tanto, la izquierda en bloque condenó el terror que sufrimos, Igualdad comenzó a acelerar la Ley de Igualdad LGTBI y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, convocó la Comisión de Seguimiento contra los Delitos de Odio. Se crearon dos bandos. Como si se pudiera estar favor o en contra de los derechos de las personas LGTBI+, de nuestra seguridad y de nuestras vidas.

El odio, el asco y el rechazo que soportamos las personas LGTBI+ de este país es crónico e histórico. En 2020 se cometieron 277 delitos de odio por LGTBIfobia, tal y como muestran los datos del informe anual de Interior, a 31 de julio de 2021 el cómputo total de delitos de odio llega a los 748 y, como remarcó la ministra de Igualdad, Irene Montero, estos crímenes contra las personas LGTBI+ se han incrementado un 43% en el primer semestre de este año. Sin embargo, derecha y ultraderecha se han centrado en el único caso que les interesaba y han obviado todas las agresiones que tienen lugar en España. A la primera nunca se la espera en materia de igualdad y de diversidad, y a la segunda estas dos palabras le hacen hervir la sangre porque suponen desmontar los privilegios de la élite minoritaria.

En los últimos meses, a Samuel Luiz lo asesinaron a grito de “maricón” en Galicia, a dos parejas de chicos les dieron una brutal paliza en la playa de Barcelona, a un chico trans le rompieron la nariz en Valencia, un joven perdió temporalmente la visión de un ojo tras un lluvia de golpes en las fiestas de un pueblo de Toledo después de que los agresores le dijeran “maricón”, un hombre recibió una paliza homófoba y racista en Melilla, una mujer trans de 64 años recibió varios puñetazos en Vitoria y así podríamos ocupar un par de párrafos más. Todas estas violencias son las consecuencias visibles de un grave problema que tenemos: la LGTBIfobia validada por un discurso de odio que predica que somos inferiores y que la violencia que sufrimos nos la merecemos por no ser heterosexuales, cis, ni expresarnos cómo se debería expresar un hombre y una mujer. Pero la responsabilidad de la violencia que sufrimos las personas LGTBI+ no es nuestra, es de nuestros agresores, que han visto su odio validado este mensaje incesante que nos señala.

Hartas y agotadas. Así estamos las personas LGTBI+ de España, y también las mujeres y las personas migrantes y racializadas. Estamos agotadas de contar la violencia que sufrimos una y otra vez para que nos creáis, para que cambie algo, para que dejéis de ejercerla, para que nos dejéis de pegar, humillar, escupir, agredir, violar, matar, anular. Vivimos en un bucle constante: siempre narrando las heridas que nos provocáis y siempre recibiendo silencio, indiferencia y cuestionamiento.

Estamos hartas de recordaros los insultos que nos lanzáis desde pequeños, los empujones que nos dais en los pasillos del instituto y también las palizas y los asesinatos con los que nos rompéis la vida. Hartas de sentir miedo cada vez que nos planteamos contarle a nuestra familia quiénes somos o a quién deseamos. Hartas de estar aterrorizadas cuando paseamos solas por la ciudad o el pueblo o el barrio porque a saber cómo vuelves. Hartas de que, desde vuestra cómoda posición, hagáis bromas sobre maricones, bolleras, bisexuales, trans y personas no binaries. Hartas de que giréis la cara cuando esto va con vosotros. Hartas de gritar entre nosotras. Hartas de gritar las de siempre. Hartas porque no nos pegamos a nosotras mismas, ni nos insultamos, ni nos asesinamos, ni nos perseguimos. Hartas porque encima os tenemos que demostrar y convencer de que esto nos pasa a diario y de que lo hacéis vosotros.

¿Os queréis responsabilizar de una vez de la violencia que ejercéis contra nuestras vidas y detenerla? ¿Cuántos habéis compartido en stories el cambio de versión del joven de Malasaña para sentiros libres de culpa? ¿Cuántos habéis compartido las otras incontables agresiones? ¿Comentáis entre vosotros la conmoción que os causan? ¿Sentís algo cuando leéis una noticia de otro ataque? ¿Os importa esto algo, aunque sea muy poco? ¿Cuántos habéis llamado “mariconazo” a alguien alguna vez en vuestra vida? ¿Y “travelo de mierda”? ¿Y “machorra asquerosa”? ¿A cuántos habéis pegado? ¿Sabéis el daño que hacéis? ¿A cuántos maricones tenéis que matar para que algo cambie? ¿Cuántas menores bisexuales tienen que suicidarse porque no las dejáis vivir? ¿A cuántas personas trans les vais a negar el derecho a vivir cómo quieran?

Estamos hartos de vivir en un juicio constante. Dictáis sentencia contra nuestras vidas cada día. Si nos tiemblan las piernas cuando os vemos es porque tememos vuestra mirada. Tememos cómo nos leerán vuestros ojos y cómo actuaréis si pensáis que por nuestra ropa o comportamiento somos maricones, bolleras, travelos, bujarras, traidores, asquerosos. Esto seguirá así mientras los altavoces mediáticos, institucionales y democráticos emitan que las personas homosexuales tienen menos derecho a adoptar que los heterosexuales, que en España hemos pasado de pegar a gais a que impongan su ley, que lo nuestro es vicio o que no hay que defender a niños trans “si es que existe tal cosa”. El mensaje que recibe la sociedad es que las personas LGTBI+ somos despreciables y la mugre absoluta y, si alguien es menos que tú, tienes derecho a pisotearlo y acabar con él. En este juicio constante en el que vivimos, la periodista y filósofa alemana Carolin Emcke dio en la clave: “El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio”. Y eso todavía nos resistimos a hacerlo en España.

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