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Legalizar la corrupción

Vista de la entrada del Hospital de Torrejón de Ardoz gestionado por el grupo sanitario Ribera.
12 de diciembre de 2025 21:33 h

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La corrupción, ¿es buena o mala? Depende. En sociedades donde el mercado es débil y el poder político fuerte, puede ser una forma alternativa de ejercer la ciudadanía. Hannah Arendt decía, por ejemplo, que la corrupción era el único factor humano en la mastodóntica, abstrusa e impersonal burocracia soviética: lo que no se conseguía por las vías legales se alcanzaba mediante una negociación personal, cuerpo a cuerpo, con el funcionario de turno, víctima también del sistema, el cual podía incluso acabar despertando nuestra simpatía, y ello hasta el punto de asistir a nuestra boda o apadrinar a nuestros hijos. En sociedades desguarnecidas, la humanidad solo encuentra refugio en la irregularidad: la “mordida”, el “bakchis”, el “pot-de-vin” limitan por abajo el poder absoluto del Estado.

Podríamos decir entonces que, frente a ese modelo, allí donde el mercado está desarrollado y el poder es democrático, la corrupción tendería a desaparecer o a presentarse solo como un fenómeno residual que acusaría menos al sistema que a individuos aislados de moral degradada. Así debería ser. Ahora bien, el problema es que no hay muchos países donde esta ecuación funcione de verdad. Hemos dejado felizmente atrás el modelo soviético (mercado débil y poder dictatorial), pero para consagrar otro en el que mercado y poder sencillamente se funden y en el que, por eso mismo, la corrupción no tiende a desaparecer sino a legalizarse. Ese modelo no se llama democracia; se llama capitalismo, cuya expresión neoliberal consiste justamente en formalizar una relación directa, sin apenas intermediarios, no entre seres humanos situados en posiciones desiguales, no, sino entre una minoría poderosa y la riqueza colectiva. 

En una sociedad capitalista de mercado, la corrupción se inscribe, pues, en el horizonte de los valores vigentes; es decir, es de carácter espontáneamente económico. Todo el mundo acepta, en efecto, la funcionalidad mercantil de esa corrupción estructural. ¿Es corrupto el grupo sanitario Ribera, que selecciona a los pacientes pensando en sus beneficios? ¿Es corrupta una farmacéutica que grava legalmente los precios de una vacuna o de un tratamiento contra la malaria en un país pobre? ¿Es corrupta la empresa que fabrica electrodomésticos de obsolescencia programada? ¿O la fábrica de armas que reparte cadáveres entre sus accionistas? Estas prácticas nos parecen tan normales que llamamos “corrupción” solamente al cumplimiento chapucero del imperativo del máximo beneficio; es decir, a la falta de discreción. En el orden político, por eso mismo, forma parte de estos valores comunes considerar la corrupción con un cierto fatalismo resignado y destructivo: todos los poderosos lo hacen, de lo que se trata es de que no les pillen. A casi nadie le ha parecido mal, por ejemplo, que Pablo Gallart, el CEO del Hospital de Torrejón, se dedicara a hacer su escandaloso trabajo; lo escandaloso es la conversación grabada que lo desveló. 

En la España de 2025, esta traducción de la lógica del mercado al juego político es muy evidente: no nos preocupa el enriquecimiento ilícito sino el enriquecimiento ilícito de nuestros rivales políticos y no porque sea ilícito sino porque son nuestros rivales políticos: lo que es moralmente disculpable en los “nuestros” es moralmente imperdonable en los “vuestros”. Que estos son nuestros valores lo demuestra el hecho de que el desplazamiento del voto por esta causa ha sido siempre muy escaso en nuestro país. Los dos grandes partidos han perdido pocas elecciones como consecuencia de la corrupción o, en todo caso, si las han perdido ha sido por los pelos y solo provisionalmente. En España, sí, los ciudadanos penalizamos poco una corrupción que es endémica y, más aún, sistémica. Está inscrita en el ADN del régimen del 82 fundado por Felipe González y en la Transición política hacia el neoliberalismo que él capitaneó. Eso que llamamos neoliberalismo, de hecho, no es otra cosa que la legalización de la picaresca española (que en nuestro país fue siempre cosa de élites y no de clases populares) a través de la privatización de los recursos públicos. No nos equivoquemos: la corrupción es compatible con la democracia, como lo son todos los pecados (y todos los crímenes) humanos; lo que no es compatible es esta forma de corrupción. Como estamos viendo, la manipulación política de la fusión entre mercado y poder, en efecto, acaba por resquebrajar la cúpula institucional que cubre las vergüenzas del mercado.

En cuanto a las privatizaciones, insisto, son el instrumento mediante el cual se garantiza la relación directa entre las élites y la riqueza general. La corrupción en la asfixiante URSS era sin duda más democrática y más humana. Bajo el capitalismo neoliberal la corrupción se ha desplazado del ámbito del intercambio, propio del modelo soviético, al de las finanzas, donde uno se puede enriquecer convirtiendo legalmente a un enfermo de cáncer en una vaca lechera. Sea como fuere, al igual que en la vieja URSS, la corrupción ahorra burocracia. En la URSS se la ahorraba a los ciudadanos; en las sociedades de mercado a los poderosos. En la URSS la burocracia era el enemigo de los ciudadanos; en democracia es el enemigo de nuestras élites. 

Lo grave de las privatizaciones, en todo caso, no es la corrupción económica, sino la moral o, si se quiere, la antropológica. Porque, como en la antigua URSS, afecta a toda la población. Lo que el neoliberalismo corrompe, sí, y de la manera más radical, hasta el mismísimo tuétano, es el concepto mismo de “valor”. La mayor degradación imaginable que pueden sufrir ciertas cosas, ciertos bienes, ciertas criaturas, es su conversión en mercancías. Recordemos una vez más la consabida oposición entre valor y precio: si se pone precio a un río, a un árbol, a un cuerpo humano, pierden inmediatamente su valor. Y se vuelven, por eso mismo, vulnerables. Hace unos días leía una interesante conversación entre Thomas Picketty, el conocido profesor de la escuela de Economía de París, gran estudioso de la desigualdad, y Michael Sandel, profesor de filosofía política de la universidad de Harvard y autor de un famoso libro contra la meritocracia. Los dos, obviamente, están de acuerdo en la necesaria desmercantilización de ciertos sectores nucleares (sanidad y educación, por ejemplo), pero mientras que Picketty insiste en el hecho de que esa desmercantilización, por el momento vigente en Europa, es económicamente más eficaz, Sandel añade un elemento, si se quiere, ético y cultural: mercantilizar la salud y la educación, dice, implica desvalorizar radicalmente la vida humana y el saber universal; y desvalorizar, por tanto, el trabajo -y la vocación- de médicos y profesores. 

Una sociedad democrática puede sobrevivir a incendios, danas, matanzas; y hasta a la Gürtel y a Ábalos. A lo que no puede sobrevivir es a la desvalorización de los ciudadanos. Ni a la politización de la justicia, que es más o menos lo mismo.  

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