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¿Pueden nuestros museos mirar hacia atrás con sosiego?

Fotografía de una momia en el polémico Museo de las Momias de Guanajuato, en México

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En 1810, la sudafricana Sara Baartman fue llevada a Londres y exhibida como un “extraordinario fenómeno de la naturaleza” semidesnuda en una jaula. Conocida como la Venus Hotentote, Sara era manoseada públicamente y también prostituida. Falleció en París con 26 años y su esqueleto, su cerebro y sus órganos genitales fueron expuestos en el Museo del Hombre de París hasta que, finalmente, sus restos regresaron a Sudáfrica en 2002.

En 1830 un africano de identidad desconocida fue desenterrado en su tierra al poco de morir, disecado y llevado a París. A lo largo del siglo XX, este hombre, conocido como el Negro de Banyoles, fue exhibido en el Museo Darder de esta ciudad catalana hasta que, en el año 2000, el Gobierno español devolvió sus restos a Botsuana, donde descansan hoy.

Estos son dos símbolos contundentes del horror que supuso la colonización y del papel que desempeñaron los museos en la misma. Su devolución también es el inicio de un proceso de descolonización en nuestros museos que ha evolucionado a medida que avanzaba la globalización y nuestra sensibilidad hacia “el otro” iba cambiando.

Con nuestros ojos del presente, la colonización puede ser vista como uno de los pilares de nuestra civilización. Pero no es menos verdad que también fue -digámoslo alto y claro- un cúmulo de procesos violentos de ocupación de territorios que conllevó la aniquilación y el sometimiento de sus poblaciones a través de la esclavitud, de la negación de sus culturas y de la apropiación de su riqueza.

En un mundo globalizado la cuestión no es tanto quién es culpable de todo aquello. Lo que nos debe ocupar es qué consecuencias tuvieron estas gestas y qué podemos hacer para que la Historia sea más justa, más precisa, más plural… Y para que busque la confraternidad, el entendimiento y la construcción de un relato conjunto de futuro.

La descolonización de los museos lleva años siendo clave en los principales espacios de debate especializados en museografía. En algunos casos el expolio colonial está en el origen del museo. Es el caso del British Museum, que nace al calor de una colección amasada gracias a los beneficios de plantaciones esclavistas en Jamaica. O del Museo del Louvre, cuyas piezas egipcias (incluyendo la Piedra de Rosetta) fueron el botín de la campaña de Napoleón en Egipto. 

En España, a falta de un estudio en profundidad, los casos más conocidos no son tan claros. El Tesoro de Quimbaya se exhibe en el Museo de América y está reclamado por Colombia, pero su origen no fue estrictamente un botín de guerra ya que fue donado por el presidente colombiano en 1892. Y en el Museo Nacional de Antropología se decidió recientemente no mostrar las momias extraídas del desierto de Atacama (Chile) en 1864 y que el pueblo Chiu Chiu aspira a enterrar en su tierra, aunque no haya habido una petición oficial.

Estamos hablando de la restitución de patrimonio usurpado, que es la pieza más sensible del puzle, pero también hablamos de modificaciones en la narrativa de los museos y de mejorar la información para permitir que los visitantes puedan contextualizar las obras expuestas. Revisiones todas ellas necesarias y posibles.

Esta reformulación del relato es una constante en los principales museos del mundo. El movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan) también ha supuesto en Occidente una revisión generalizada de las colecciones, de las obras que se exponen y del origen étnico-racial del personal de los museos y centros de arte. 

Observando los movimientos políticos recientes en los países de nuestro entorno, encontramos que uno de los más cabales hasta el momento ha sido el del presidente francés Emmanuel Macron. Primero encargó un informe técnico a historiadores y museógrafos, y después acató el informe y devolvió, en 2019, parte del botín saqueado a la República de Benín para “mantener unas relaciones más equitativas con este país”. 

Es comprensible la reticencia social al cambio y al progreso, ya que hablamos de un desarrollo que hace retumbar el origen mismo de los museos. Pero también están en juego nuestros valores de justicia y reparación. Por ello, creo necesario que nos abramos a debatir de manera pausada y técnica cómo podemos ajustar nuestros museos a la sensibilidad social contemporánea.

No es un proceso fácil, pero sí es necesario. 

Propongo dejar el debate en manos de historiadores y museógrafos, alejándolo de la polémica y de las “guerras culturales”. Escuchemos a los especialistas y adoptemos medidas consecuentes que nos dejen llegar a acuerdos, avanzar juntos hacia sociedades más justas y mirar con mayor tranquilidad a nuestro pasado.

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