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El nuevo Gobierno ante la gestión del agua: el coraje de mirar lejos

El agua del grifo, un alimento de confianza

Gonzalo Delacámara

Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Área de Economía del Agua de IMDEA Agua —

Desconozco un código moral que desprecie la lealtad, la inteligencia o el desinterés (desprendimiento, no abulia). De los gobernantes se elogia con frecuencia la solvencia, la claridad de ideas, la templanza o el carisma pero a veces se infravalora o se omite el coraje. Decía Truman, Presidente de EE.UU. (1945-1953), que “los hombres hacen historia y no al revés. En periodos donde no hay liderazgo, la sociedad se detiene. El progreso se produce cuando líderes valientes y hábiles aprovechan la oportunidad para cambiar las cosas para mejor”.

Efectivamente, el coraje parece imprescindible. Eso no significa que tenga que ser beligerante, pero sí ha de existir valor para defender aquello en lo que uno cree, lo que uno piensa... El filósofo Fernando Savater afirma que no es posible la ética sin coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir.

De todas las manifestaciones de coraje que uno esperaría del actual Ministerio de Transición Ecológica (MITECO), quizá haya una por encima de todas: la mirada de largo plazo. Esa altura de miras sería necesaria para la acción de Gobierno en su conjunto pero mucho más si se afronta el reto de la transición ecológica, una señal muy saludable, pensando más allá de lo que resta de legislatura. Esto exige ser valorado no solo en el contexto de una eventual repetición de mandato sino, sobre todo, por la contribución estratégica al indispensable desacoplamiento del crecimiento y el desarrollo económico y la degradación ambiental.

Buena parte de los meses previos a la llegada del nuevo Gobierno estuvo presidida por la preocupación respecto al actual ciclo de sequía, cuya declaración fue prorrogada hasta septiembre de este año en las cuencas de Júcar, Segura y Duero. En 2017, en esta fecha, existía una inquietud muy tangible ante la peor sequía hidrológica en 22 años.

Llovió. Lo hizo de modo razonablemente abundante durante la primavera, con excepciones: alguna isla del archipiélago canario, Murcia, Almería, el litoral de Valencia, Castellón, Tarragona o el noreste de Girona. El valor medio nacional de las precipitaciones acumuladas en el año hidrológico (desde el pasado 1 de octubre), es de 642 mm, un 15% más que el valor normal correspondiente a dicho periodo (el promedio de 1981-2010). La reserva hidráulica, una de nuestras obsesiones efímeras como en su momento lo fue la prima de riesgo (2011-2014), se sitúa en el 69,4% de su capacidad total. Por supuesto, las asimetrías a nivel espacial no son menores: mientras que las cuencas del Cantábrico están por encima del 90%, el Segura (29,4%) o el Júcar (34%) enfrentan el verano con niveles ostensiblemente más bajos.

Cabe esperar que el MITECO no se deje llevar por las apariencias. El problema verdaderamente relevante no es en sí la sequía, pues ésta no es más que la manifestación aguda del desafío crónico: la escasez estructural (frente a coyuntural) de agua en amplias zonas del territorio. La escasez no es, sin embargo, el único reto. En realidad, garantizar la seguridad hídrica a medio y largo plazo exige avanzar en lo cuantitativo pero también resolver los incumplimientos de la normativa comunitaria en relación a la calidad del agua o gestionar mejor el riesgo de inundaciones, además de frenar la destrucción de diversidad biológica, que ocurre a un ritmo superior en los ecosistemas acuáticos.  

¿En qué consiste mirar lejos?

Por un lado, parece esencial no disociar unos aspectos de otros. El Ministerio que dirige Teresa Ribera ha mostrado en su primer mes de trabajo una inequívoca vocación de sumarse a los esfuerzos internacionales para el cumplimiento de los acuerdos contra el cambio climático. La política de agua debe integrarse así, en los esfuerzos de adaptación al cambio climático, promoviendo la coordinación de políticas sectoriales. En torno a la mitigación de emisiones de gases de efecto invernadero y la adaptación al cambio climático convergen numerosas oportunidades para reformular el modelo productivo y generar mayor bienestar. La adaptación no debe verse como una renuncia, sino como una gran oportunidad que demanda políticas activas para garantizar también la seguridad hídrica de las ciudades.

Mirar lejos demanda igualmente dar un tratamiento complejo a realidades que lo son. Esto implica, por un lado, asumir que buena parte de la respuesta a nuestros desafíos es global y europea, de modo que deben reforzarse los vínculos con la comunidad internacional para no caer en la ficción de pensar que los desafíos del agua son estrictamente locales simplemente porque los servicios de agua se prestan a esa escala (a hogares, regantes, industrias…). Más allá de la vocación internacional, es importante separarse de las formulaciones más populistas. Hay que atender al cómo y no sólo rumiar el qué.

La política de agua no puede consistir únicamente en el cumplimiento de la normativa, por valiente y ambicioso que parezca el reto. Las diferentes directivas europeas no son, en caso alguno, una amenaza, sino una más de esas oportunidades a las que me refería antes. Sin embargo, la política debe ir más allá, construyendo nuevos consensos sociales (por ejemplo en relación a los modelos de gestión del ciclo urbano del agua), modificando incentivos (como favorecer la diversificación de las fuentes de oferta con recursos como la reutilización o la desalación de agua), concertando acciones (sobre decisiones sobre el uso del suelo y objetivos de la política de agua), etc.

Las oportunidades para el progreso social son múltiples: la conservación de la diversidad biológica como piedra angular de las políticas de desarrollo territorial; la distribución (no bien resuelta) de agua desalada y regenerada hasta los usuarios para poder hablar de facto de economía circular; la armonización de tarifas en ámbito urbano; la creación de amplias alianzas entre la sociedad civil, los diferentes niveles de la administración pública y el sector privado en pro del interés general; la transformación digital acompañada de medidas que incentiven la eficiencia en el uso del agua; medidas de acompañamiento a la modernización de regadíos para que los ahorros de agua en parcela se trasladen de hecho a los caudales ecológicos o la recarga de acuíferos; la planificación integrada de energía y agua (en ambos sentidos: insumos energéticos para el suministro de servicios de agua y de agua para la generación de energía); la restauración (y no sólo la renaturalización) de ecosistemas acuáticos; la gestión de riesgos en torno al agua; la incorporación de la cascada de incertidumbres asociada al cambio climático en la planificación hidrológica; etc.

Decía Teresa Ribera hace unos días que “en realidad no hay cuencas deficitarias ni excedentarias, porque cada cuenca tiene lo propio de cada una”. Se ha leído por muchos como un error conceptual pues los balances hídricos de algunas cuencas son negativos (su disponibilidad no alcanza para satisfacer la demanda). Es posible que se pueda explicar mejor pero la idea de fondo no es trivial en absoluto pues pone el foco sobre el crecimiento insostenible de la demanda y no sobre la disponibilidad física del recurso. Es decir, justo lo que demanda un esfuerzo colectivo de transición ecológica.

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