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Ojo, las “ciencias duras” y el mercado están ganando la batalla del discurso sobre los big data

El 'big data' está de moda

Miren Gutiérrez

¿Qué hacer desde la universidad para que las empresas no nos roben también el discurso sobre los big data? Charlotte Ryan y Kersti Wissenbach recientemente publican sendos comentarios sobre la necesidad de darles la vuelta a los discursos tecnocéntricos dominantes. Ambas proponen ubicar a las personas en el centro de nuestra actividad como investigadoras, haciendo preguntas sobre las comunidades en lugar de sobre las tecnologías. Helen Kennedy habla en otro artículo de la exigencia de explorar desde las ciencias sociales cómo la gente experimenta los datos. En el fondo subyace la pregunta ¿tecnología (e investigación) para qué?

Estas propuestas incitan ideas diferentes pero relacionadas.

Primero, la investigación no es un terreno homogéneo. El actual tecnocentrismo predominante desvía financiación hacia la investigación en las ciencias aplicadas, ingeniería y herramientas (lo que Wissenbach llama “el estado de la tecnología” y Ryan “la industria con fines de lucro”). Hablando de Canadá, Srigley describe cómo el Consejo de Investigación de Ciencias Sociales y Humanidades de Canadá “se alineó para enfocar su financiación en cursos relacionados con negocios. Entretanto, el dinero para la enseñanza y la investigación en humanidades, ciencias sociales y ciencias sin ninguna conexión con la industria, es decir, la mayor parte, comenzó a agotarse”. Srigley parece resumir lo que está sucediendo en todas partes. La “investigación patrocinada” aparece como el mantra actual y las instituciones académicas exigen cada vez más que sus estudios puedan vincularse a empresas y a usos comerciales e industriales.

Otros estudiosos y estudiosas alrededor de mí cuentan historias similares: las ciencias sociales que se enfocan críticamente en los datos obtienen una fracción de la financiación que atrae la investigación en ciencias computacionales en campos como negocios e industria, medioambiente y clima, diseño de materiales, robótica, ingeniería mecánica y aeroespacial, y biología y biomedicina. Mientras, los estudios sobre la justicia y la gobernanza de los big data, y sobre cómo la gente, las comunidades y las organizaciones no gubernamentales experimentan y usan los datos quedan para otro día.

En segundo lugar, no podría estar más de acuerdo con Wissenbach y Ryan cuando dicen que debemos tomar a las comunidades como puntos de entrada en el estudio de la tecnología. Wissenbach argumenta además en contra de la objetivación de las “comunidades”, exigiendo una investigación real basada en las necesidades sociales.

Pero aquí yace otro desequilibrio. Incluso si como investigadoras trabajamos junto con las comunidades para impulsar nuevos estudios críticos, ambas no estamos en la misma situación. Somos las investigadoras las “guardianas” de lo que se publica en ciencia, somos más hábiles en acceder a fondos (aunque sean escasos), dominamos la jerga. La inclusión de las comunidades, por lo tanto, se encuentra en el corazón de este argumento y sigue siendo un desafío.

Y si los fondos para los estudios críticos de datos no son abundantes, los recursos para poner en marcha proyectos de datos son aún más exiguos. Hablando también como activista de datos involucrada en proyectos que analizan los impactos sociales de la pesca ilegal en las comunidades costeras de países en desarrollo (e intentando recaudar fondos para ello), creo que debemos asegurarnos de que realizar investigaciones sobre el activismo de datos no signifique menos fondos para el activismo de datos. Sé que no hablo los mismos recursos, pero hay formas en que la investigación podría fomentar la práctica, y una de ellas es precisamente poner a las comunidades en el centro de nuestras tareas investigadoras.

En tercer lugar, otra división subyace en la resistencia de las ciencias sociales a la investigación comprometida y a poner las comunidades en el centro de su actividad. Mientras que las llamadas “ciencias duras” no tienen problemas con “comprometerse”, algunos académicos en “ciencias blandas” quieren poner muros entre sus estudios y las comunidades que son objeto de estos estudios precisamente por miedo a comprometerse.

Algunos tecnoutópicos pretenden que existe un estado de asepsia en las “ciencias duras”, o al menos es posible ahora con los big data. Pero esto no podría ser más engañoso. ¿Qué puede ser más “comprometido” que una investigación patrocinada? Quiero decir, la investigación impulsada y financiada por las empresas está necesariamente “comprometida” con el sector privado y sus intereses, pero rara vez reconoce estos sesgos. Sin embargo, cinco décadas después de que Robert Lynd preguntara “¿Conocimiento para qué?”, esta cuestión todavía se cierne sobre las ciencias sociales. Algunos científicos sociales evitan involucrarse con las comunidades que son objeto de sus análisis para no “contaminarse” con ellas de forma que desaparezca toda pretensión de “objetividad”. Pero si sabemos que la ciencia no puede ser “objetiva”, ¿por qué no aceptar una investigación social comprometida, siempre que seamos transparentes acerca de nuestros prejuicios y de nuestras relaciones con las comunidades, y sistemáticamente críticas con respecto a nuestras suposiciones?

En cuarto lugar, la investigación social debe ser más astuta y sus hallazgos más influyentes. Nuestra falta de peso en los debates públicos sobre los big data no es atribuible solo a las tendencias del mercado y las obsesiones de los donantes; también es culpa nuestra.

Actualmente, las historias de éxito y progreso de los big data provienen principalmente del sector privado. E incluso cuando se impugnan los puntos de vista predominantemente tecno-entusiastas, las críticas más importantes provienen de los mismos sectores. Un ejemplo es un artículo de Bernard Marr en que proclama: “he aquí por qué los datos no son el nuevo petróleo”. Marr no menciona lo obvio, que los datos no son recursos naturales, espontáneos e inevitables, sino culturales, “cocinados” en procesos que también están “cocinados”, como dice Boellstorff. En su artículo, Marr se refiere solo a ciertas características que hacen que los datos sean diferentes al petróleo. Por ejemplo, aunque los combustibles fósiles son finitos, los datos son “infinitamente duraderos y reutilizables”, etc. ¿Es eso todo lo que se necesita saber sobre los datos? Aunque este debate ha crecido en los últimos años, ¿está llegando a los oídos de los donantes? No hace mucho, durante la conferencia Datamovida en Madrid en 2016 organizada por Vizzuality, un colega –Aditya Agrawal, del Open Data Institute and Global Partnership for Sustainable Development Data— abrió su presentación diciendo precisamente que los datos eran “el nuevo petróleo”. Si personas clave en el sistema de las Naciones Unidas no se han puesto al día con las ideas principales que surgen de los estudios críticos de datos, es que no estamos haciendo las cosas bien.

Este último argumento está estrechamente relacionado con las otras ideas en este comentario. Cuanto más podamos influir en las políticas, la opinión pública y la toma de decisiones para que se ponga a la gente en el centro de estos debates, más investigadores podrán trabajar junto con las comunidades para explorar cómo las personas se apropian de los datos, crean nuevas relaciones y revierten los discursos dominantes. No podemos contentarnos con publicar en algunos blogs o en revistas indexadas y vernos las caras de vez en cuando en congresos que rara vez resuenan más allá de nuestras burbujas académicas.

Hacer un esfuerzo por llegar a públicos más amplios podría ser una forma de romper la dominación que, como dice Ryan, las marcas, los nichos de mercado y las fuentes de ingresos parecen ejercer sobre las instituciones académicas. La academia es un compartimento, pero no totalmente estanco. Hay otras voces críticas en el campo del periodismo, por ejemplo, que han denunciado esta especie de obsesión con la tecnología. Tal vez los estudios críticos deberían abarcar no solo las comunidades, sino también a otras voces críticas dentro del periodismo, los donantes y otros campos. Y para hacer eso, tenemos que expandirnos más allá de los círculos académicos habituales.

Finalmente, el mensaje que surge de los estudios críticos de datos no puede ser solo en clave negativa, sobre la dataveillance, como la ha llamado José van Dijck, y las formas de resistencia a la vigilancia masiva. Por imperfecta que sea, la infraestructura de datos está permitiendo que la gente y la sociedad organizada produzcan diagnósticos y soluciones a sus problemas. Tenemos que reconocer que, a menudo, estas tecnologías son moldeadas por actores externos con intereses creados antes de que las comunidades las utilicen. Pero si queremos captar la imaginación de la gente, las historias de éxito y progreso de los datos deben también ser contadas por las ciencias sociales.

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