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La pandemia y el vértigo digital

La robotización está reduciendo la demanda de trabajadores y agravará la desigualdad

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Hace diez meses, más o menos, comenzamos a publicar nuestros artículos sobre el nuevo coronavirus. Hoy, la segunda ola de la pandemia continúa y su único freno, como al principio, es nuestro aislamiento progresivo. La imagen de las calles vacías se quedará mucho tiempo en nuestras retinas, porque esta crisis sanitaria y económica además de una tragedia humana nos está afectando y nos afectará muy especialmente en los aspectos más sociales. 

Nos ha tocado vivir unos momentos extraordinarios, creíamos que lo sabíamos todo y nos hemos percatado de que realmente andábamos sobrados de soberbia e interrogantes, y aún hoy seguimos teniendo más preguntas que respuestas, una clave que hay que saber interpretar para disponerse a aprender y no volver a cometer los mismos errores. 

Lo cierto es que vamos aprendiendo sobre la marcha. Qué hubiera sido de aquellos meses de la primera ola, y de la desescalada, de haber podido saber lo que sabemos ahora. Probablemente hubiéramos sido más humildes y más eficaces. 

En aquel marasmo, cuando todavía no nos habíamos recuperado de la crisis de 2008, del malestar social y la desconfianza política, llegó un virus analógico que, como ha apuntado una maestra de columnistas, nos ha contagiado en nuestra vida digital, en una transición entre el cuerpo y las pantallas, en la frontera entre el carbono y el silicio. 

1. Incertidumbre

Para empezar, el nuevo coronavirus es un gran desconocido que ya se ha llevado más de un millón de vidas en el mundo. España supera los 40000 muertos y llega a los 60000 en sobremortalidad. Los que seguimos vivos pedimos nuevos confinamientos, otros se ven al borde de la ruina, al tiempo que nos escondemos esperando divididos la llegada de una vacuna mientras nos relacionamos cada vez más digitalmente. Sigue habiendo demasiadas preguntas sin respuesta, mientras la pandemia nos deja su secuela de distanciamiento social. Como consecuencia, y según desvelan las encuestas, aumentan la inseguridad y hasta el miedo en los ciudadanos, también la ansiedad. 

No es casualidad que en este caldo de cultivo se aceleren procesos como la digitalización, la inteligencia artificial y la automatización. Proliferan las aplicaciones informáticas por doquier, que al final terminan siendo un muro con el que se encuentran los ciudadanos en su no-relación con la administración. En realidad lo que parece que está de sobra es la democracia, tal y como la conocimos. 

La sociedad tecnológica no hace otra cosa que incrementar la sensación de inseguridad y limitar la democracia. Miramos al futuro con el vértigo de asomarse al abismo. Así que las cuestiones que suscita la digitalización son muy importantes y merecen un debate detenido: las consecuencias de la automatización en el empleo, el gran paso adelante de las técnicas telemáticas en la educación y en la universidad, el predominio de la medicina de máquinas sobre la medicina de palabras... Google, Apple y Facebook emplean menos de la mitad de los trabajadores que encontraban empleo en General Motors en 1960. La pregunta fundamental que debemos hacernos es: ¿dónde se van a emplear todos aquellos que pierdan su trabajo por la automatización? 

La robotización está reduciendo la demanda de trabajadores y agravará la desigualdad. Y si la globalización y la deslocalización sin control fue una de las causas de la gran crisis económica y el descontento lo ha sido de la crisis política que acabamos de pasar, el proceso desglobalizador que viene, junto con la automatización y la inteligencia artificial, desplazará la demanda hacia los profesionales cualificados y perjudicará a todos los demás, produciendo más desigualdad e inseguridad. 

Es la misma inquietud con la que también está jugando Trump al declarar ilegítimo a Biden y no facilitar la transición presidencial. Y a ese mismo objetivo sirven las campañas de desinformación, el universo digital “fake” y las destituciones fulminantes en el Pentágono ordenadas tras su derrota. 

2. Desigualdad

Las cámaras de vigilancia necesitan el 5G para funcionar. Mientras la carrera tecnológica continúa, la UE, y no digamos España, exhiben un gran retraso respecto a USA y China. Pero si algo se ha acelerado con la pandemia ha sido la digitalización, las GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple) han hecho el agosto todos los meses desde que apareció el nuevo coronavirus. Para cualquier trámite por pequeño que sea se pide la firma digital, y algunas aplicaciones informáticas para comunicarnos con la administración, como el sistema “chave” de la Xunta de Galicia, parecen sacadas de una película de los hermanos Marx. 

Incluso, cuando se cantan ditirambos de la superioridad del mundo rural sobre las ciudades se hace bajo el prisma de establecer del abandono del mundanal ruido y la vuelta a una relación idílica con la naturaleza, al modo de Fray Luis de León, eso sí, con buena wifi para que nos podamos conectar. No importa que se trate del lugar más aislado del mundo, ni que allí no tengamos a nadie con quién relacionarnos físicamente, en la distopía del individualismo lo único importante es el nivel de conectividad. 

Sin embargo, la irrupción digital no ha tenido una repercusión positiva pregonada en la productividad, para sorpresa de los economistas, la brecha entre el capital y el trabajo se ha hecho enorme y, paralelamente, las condiciones de trabajo y los salarios de las personas con menos estudios están cada vez más lejos de los de los demás. El precariado se amplía. 

3. Populismo

No han sido solamente la deslocalización y la automatización las causas del auge del populismo ultra. La crisis financiera de 2008 y la propia crisis del modelo neoliberal, junto con la gran desigualdad que produjeron, trajeron consigo una gran desconfianza en la política y fueron el caldo de cultivo propicio para la irrupción de políticos autoritarios. Neoliberalismo y populismo comparten la misma desconfianza a la democracia representativa y al Estado social, así como las mismas obsesiones del individualismo y la autoridad.

De manera que el descontento con las deslocalizaciones y la automatización sin control se cuentan entre las causas fundamentales del auge del fascismo de nuestra época: los populismos ultras. La globalización y la revolución digital, que piden a gritos una estricta regulación, han hecho el resto, propiciando un fenómeno mundial cuyos ejemplos son bien conocidos, desde Trump a Orbán y de Bolsonaro a Netanyahu. 

Se abren paso dos capitalismos que en principio parecen contradictorios: por un lado el gran catalizador de la globalización, la GAFA digital; y por el otro, el Nacional-proteccionista, que defiende las fronteras nacionales (Rusia, China), pero que se sirve del anterior cuando de lo que se trata es de vigilar a sus ciudadanos: inteligencia artificial para reconocimiento facial, etcétera. La sangre no va a llegar al río porque, aunque seguramente las tensiones entre las democracias occidentales y China van a continuar, hay signos que sostienen que a China le interesa trabajar conjuntamente, nada menos que en temas como la pandemia, el cambio climático, las políticas antiterroristas o la no proliferación nuclear. 

Finalmente, al menos a día de hoy sabemos que los abogados de Trump lo están teniendo muy difícil para encontrar irregularidades que permitan anular votos en Wisconsin, Míchigan, Pensilvania, Arizona o Georgia, los cinco Estados que han vuelto a votar demócrata después de hacerlo por Trump en 2016. Su derrota bien pudiera significar el principio del fin del populismo ultra como modelo de gobierno de la sociedad digital. En cualquier caso, y aunque sea cierto como se ha dicho que Trump no va a ser el último populista, es una buena noticia para las democracias del mundo. Pero no hay que confiarse. Es solo una tregua.

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