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Lo que pasa en la frontera

Varios migrantes esperan para pasar la frontera entre Ceuta y Marruecos voluntariamente. EFE/ Brais Lorenzo /Archivo

Lo que pasa en la frontera del estrecho de Gibraltar viene de lejos y de varias direcciones. Viene del Sur y viene del Norte. Lo que pasa se debe tanto a la creciente centralidad e instrumentalización del control migratorio dentro de la política exterior de Marruecos como a las políticas de externalización de fronteras de la Unión Europea (UE) y sus Estados miembros. Son las dos caras inseparables de la misma moneda: las condiciones estructurales creadas por una potencia hegemónica, aunque algo venida a menos, y la respuesta estratégica lógica de su socio subalterno. La externalización de fronteras se basa a fin de cuentas en pensar que lo que pasa en la frontera se queda en la frontera, como si fuera Las Vegas. Que los trapos sucios de la fortificación antimigratoria se pueden lavar lejos de las capitales del Norte sin que las salpiquen ética, legal o políticamente. Pero, dentro de la asimetría de poder, las contrapartidas a terceros países vecinos que esta política requiere generan una relación inherentemente transaccional, tanto en su habitual versión cooperativa como en la más áspera y coercitiva, esa que sí que ha salpicado en la última semana.

La de Marruecos y la UE es una de las relaciones más largas y profundas en este delicado terreno de los tratos fronterizos. En 1999, cuando a raíz de la entrada en vigor del Tratado de Schengen se empezaba a dar forma a la dimensión exterior de las políticas de inmigración y asilo de la UE, el vecino del sur del Mediterráneo occidental fue elegido como conejillo de Indias del primer plan de acción en la materia diseñado por un grupo de trabajo del Consejo bajo coordinación de España. En la interacción de Marruecos con las instituciones europeas prevalecía ya su papel de país de tránsito de flujos migratorios varios hacia el Norte sobre su condición histórica poscolonial —nunca abandonada— de país emisor de emigrantes. La concesión más directa en respuesta a las primeras presiones europeas sobre el control subcontratado de la migración irregular fue la aprobación, en 2003, de la primera ley de inmigración y extranjería de la historia del reino, criticada como innecesariamente restrictiva y desligada de las necesidades nacionales por algunas voces internas que rechazaban el ingrato papel de “gendarme de Europa”. Fueron también los años del establecimiento del SIVE y el patrullaje conjunto con España en el estrecho, y de la creación de una Dirección de Migración y Vigilancia de Fronteras dentro del Ministerio del Interior en Rabat.

Más allá de compensaciones materiales en forma de ayuda financiera y condiciones comerciales, en los años 2000 la diligente cooperación de Marruecos tenía fuertes motivaciones políticas vinculadas a la que era su segunda prioridad en política exterior: el estrechamiento máximo de lazos bilaterales con Bruselas y la obtención del llamado Estatuto Avanzado UE-Marruecos en reconocimiento de lo que se veía como una relación especial, que finalmente se alcanzaría en 2008. De ahí el afán por adoptar el lenguaje de los derechos humanos, presentarse como un “socio creíble” y apelar a la “responsabilidad compartida” Norte-Sur dentro de un “enfoque global” sobre las migraciones, según los leitmotivs del discurso oficial de la época. Marruecos supo incluso convertir en una oportunidad la crisis provocada por los asaltos a las vallas de Ceuta y Melilla en 2005, en la que su imagen internacional se vio empañada por las violaciones de derechos humanos cometidas por sus fuerzas de seguridad. Desempolvando el viejo papel ideal de “puente” entre Europa y África, las autoridades del reino reclamaron a la UE un nuevo “Plan Marshall” de ayuda financiera para prevenir las migraciones subsaharianas en origen y tomaron la iniciativa de convocar, al año siguiente, la primera Conferencia Ministerial Euroafricana sobre Migración y Desarrollo, origen del bautizado como Proceso de Rabat. La posterior declaración de la UE con motivo del Estatuto Avanzado destacaría entre los méritos de Marruecos tanto su liderazgo diplomático en el diálogo euroafricano como su eficaz cooperación en la lucha contra la “inmigración ilegal” en la frontera. Tan sólo le reprochaba el mareo de la perdiz en las eternas negociaciones de un acuerdo de readmisión con la UE que incluyera a nacionales de terceros países, la gran obsesión europea, aparcada en 2010 tras 10 años y 15 rondas infructuosas. 

La política migratoria de Rabat iba a dar dos nuevos giros en la década pasada. El primero de ellos, en 2013, fue el anuncio de una “nueva política migratoria” destinada a dar respuesta al creciente número de migrantes subsaharianos asentados en situación irregular en territorio marroquí, ya fuera voluntaria o forzosamente, por la imposibilidad de cruzar a Europa —más de 100.000 según algunas estimaciones—. La adopción de una Estrategia Nacional de Inmigración y Asilo debía verse acompañada de tres nuevas leyes en la materia y una regularización masiva de inmigrantes. En la práctica se dio prioridad y gran pompa a esta última, con dos campañas consecutivas y casi 50.000 permisos de residencia aprobados en 2014 y 2016-2017. En el plano del discurso, tan novedosa medida se vio rodeada de un énfasis exagerado en la transformación de Marruecos de país de origen y tránsito a país de destino de los flujos migratorios, cuando en realidad una cosa no quitaba la otra y los dos primeros papeles seguían más que vigentes. Este era un argumentario conveniente con fines de política exterior, para dar lustre a la imagen del reino en el continente africano coincidiendo con el relanzamiento de la “nueva política africana”. El objetivo estratégico, cumplido en 2017, era acceder a la Unión Africana, e intentar neutralizar desde dentro la influencia prosaharaui de potencias como Argelia, Nigeria y Sudáfrica en esta organización regional. Se corrió un tupido velo, en cambio, sobre la influencia europea en la “nueva política migratoria”, cuando lo cierto es que esta coincidía tanto cronológicamente como en sus principales objetivos con la Asociación para la Movilidad UE-Marruecos firmada en 2013, y diversas declaraciones de la UE indican la conexión entre ambas iniciativas.

Soplaban en Rabat vientos de emancipación de las directrices europeas, al menos de cara a la galería, con las negociaciones del acuerdo de readmisión encalladas de nuevo en 2015. El punto de inflexión que inclinó la balanza hacia un enfoque más abiertamente transaccional que nunca se produjo en 2016. Entonces, el acuerdo UE-Turquía sobre refugiados creó un potente modelo de negociación estratégica exitosa y maximización de beneficios para todos los países de tránsito enfrentados al inusitado aumento de las demandas de control migratorio y la paralela despreocupación por los derechos humanos de la UE y sus estados miembros. Otra consecuencia práctica del acuerdo con Turquía fue el bloqueo de la ruta migratoria del Mediterráneo oriental. Con la ruta central también estabilizada tras el establecimiento del Gobierno de Acuerdo Nacional en Libia, el flujo migratorio se concentró en la ruta occidental: las llegadas por mar desde Marruecos a las costas españolas multiplicaron drásticamente de alrededor de 8.000 en 2016 a 58.500 en 2018, y la palanca de negociación de Rabat creció en igual medida. Aunque las autoridades marroquíes descartaron un acuerdo formal en la línea del turco, los esfuerzos extraordinarios de sus fuerzas de seguridad para detener el aumento de las entradas en territorio español durante la crisis del verano de 2018, con numerosos abusos, redadas y traslados forzosos, hacían pensar que se estaba respondiendo de forma oportunista a las nuevas promesas de la UE de 140 millones de euros en  asistencia financiera para el control fronterizo. Se había pasado rápido la página de la “nueva política migratoria”.

Por si esto fuera poco, el cambio de actitud de Rabat en materia de cooperación migratoria coincidió con el inicio de una crisis diplomática a mayor escala y sin precedentes con Bruselas (2016-2019), a raíz de las sentencias del Tribunal de Justicia de la UE sobre el acuerdo bilateral de comercio agrícola —y posteriormente los de pesca y aviación— que anulaban su aplicación al Sáhara Occidental debido al estatus jurídico diferenciado de este territorio. La percepción de una amenaza nunca vista a su “causa nacional” llevó por primera vez a algunos representantes marroquíes a vincular esta de forma expresa y amenazadora con el control migratorio. Fue entonces cuando el ministro de Agricultura y hombre fuerte del rey, Aziz Akhannouch, declaró: “¿Cómo queréis [los europeos] que hagamos el trabajo de bloquear la emigración africana y hasta la marroquí si hoy Europa no quiere trabajar con nosotros? […] ¿Por qué vamos a seguir haciendo de gendarmes […]?”. Cuatro años después han cambiado mucho las tornas del conflicto del Sáhara Occidental, con Marruecos de nuevo a la ofensiva y la baraja del proceso de negociación de la ONU rota por la declaración del presidente Donald Trump de reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el territorio. Pero más allá de los detonantes inmediatos de esta crisis, lo que pasa en la frontera no es sino la culminación de un largo proceso de instrumentalización del control migratorio subcontratado por parte de Rabat y del fracaso de unas políticas europeas de externalización que hacen agua por todas partes.

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