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Pasos decididos hacia una España más sostenible en 2050

Fruta y verdura en el Mercado Central

El desafío que suponen el cambio climático y otros problemas medioambientales como la contaminación o la pérdida de biodiversidad es de una magnitud enorme. Y, por más que nos lo repitamos o lo escuchemos, la situación no va a mejorar si no se toman medidas ambiciosas, tanto desde el ámbito legislativo, como el de la sociedad civil o los sectores empresariales. 

Es necesario un cambio en la forma en que producimos bienes y servicios, así como en la que los consumimos. Es en este punto en donde la acción prospectiva que supone el estudio “España 2050” supone, a mi juicio, una novedad. Por la claridad con la que refiere la necesidad de un cambio de modelo, así como por la serie de propuestas que se presentan con el fin de intentar acometer la difícil empresa de evitar, entre otros, una subida de la temperatura media nunca superior a 1,5 o 2ºC. El estudio, como se indica en el propio documento, es un punto de partida. Un primer paso para perfilar mejor sus propuestas, adaptarlas a sensibilidades y realidades diversas, añadir otras y, en definitiva, incrementar su ambición y potencial.  

El caso del sistema agroalimentario: necesidad de esfuerzos compartidos y cooperación entre actores

En el caso de los sistemas agroalimentarios, aquellos que sostienen nuestra alimentación y el empleo de un gran número de personas, los impactos negativos del cambio climático sobre ellos son ya severos, y se espera que la situación empeore en el futuro cercano. Subida de la temperatura y eventos climáticos extremos que afectan ya sobremanera a nuestras cosechas y cabañas ganaderas. Pedriscos y sequías, cambios en las fechas de floración de cultivos, proliferación de vectores de enfermedades o estrés para nuestros animales. Además, y paradójicamente, la forma en la que producimos y consumimos alimentos hoy, genera importantes impactos medioambientales, incluido un tercio de la emisión de gases de efecto invernadero a nivel global. En el caso español, la huella de carbono por persona asociada a la alimentación, incluyendo el ciclo completo desde la extracción de recursos para la fabricación de insumos para producir alimentos hasta la gestión de los residuos, supone 3,5 toneladas de CO2e al año, un 60% de las emisiones per cápita mundiales promedio.

El esfuerzo que han realizado en las últimas décadas la gran mayoría de nuestros agricultores y ganaderas para implementar prácticas menos lesivas hacia el medio ha sido encomiable y, en ocasiones, poco reconocido por la sociedad. Es fundamental seguir trabajando para desarrollar, en el ámbito científico, ideas y propuestas de manejo más sostenibles y asegurar su puesta en marcha mediante una colaboración estrecha y horizontal con los usuarios finales. Todo el valioso conocimiento que se está generando en nuestras universidades y centros de investigación para diseñar sistemas de producción de alimentos con baja huella de C y menos contaminantes ha de perfilarse con la participación directa de los actores implicados. 

Más allá de nuestros cultivos y granjas

La implementación de tecnologías más sostenibles no va a ser suficiente, por si sola, para alcanzar nuestros objetivos climáticos y de protección del medio. Pese a la importancia capital de las primeras, urge un cambio de paradigma en la forma en la que actuamos como consumidores. En el caso de la alimentación, es fundamental conocer cómo se ha producido un alimento, pero no lo es menos trazar de dónde vienen sus materias primas y qué procesos han tenido lugar para su transformación o conservación. El caso de las emisiones de gases de efecto invernadero, tan importante como las prácticas que se emplean para producir nuestras verduras y frutas, es la distancia que han recorrido hasta llegar a nuestras tiendas, y la energía y materiales requeridos para conservarlas. En España, la fabricación de los materiales empleados en el empaquetado y embalaje se ha incrementado en más de 20 veces respecto a los años 60. De forma similar, el impacto de la carne o leche que consumimos depende de su sistema de producción. Así, por ejemplo, los sistemas pastoralistas o la ganadería extensiva de dehesa, además de contribuir a cohesionar territorio en zonas rurales, junto con otros servicios ecosistémicos, puede favorecer la presencia de grandes almacenes de carbono: nuestros suelos, pastos y masas arbóreas. Es por ello que una de las medidas que se proponen ante el desafío de diseñar sistemas agroalimentarios más sostenibles en 2050 sea el impulso de estos agroecosistemas, ligados al territorio y, en consecuencia, catalizadores del tejido social en muchas zonas de nuestro país, tan necesitadas de población y actividad económica. 

Producción ecológica vs producción sostenible

En el estudio de prospectiva, se propone, en consonancia con estrategias europeas en el ámbito de la agroalimentación como “de la granja a la mesa”, un impulso a la producción ecológica. España ya lidera las estadísticas del continente en superficie agrícola destinada a este tipo de producción (cerca de un 10%), por lo que el objetivo de un 25% de superficie en ecológico en 2030, planteado ya desde Bruselas, es ambicioso pero posible. En los sistemas de producción ecológicos, por norma, debe evitarse el uso de sustancias sintetizadas industrialmente (piensos, fertilizantes sintéticos, herbicidas o pesticidas). Son sistemas basados en el fomento de la biodiversidad agrícola y natural, en la presencia de razas ganaderas autóctonas y, muy importante desde el punto de vista climático, en la recirculación de la materia orgánica en los suelos, para lo que se promueve la relación estrecha entre sistemas de cultivo y ganaderos. 

Pero ¿son equivalentes, en este caso, los términos “ecológico” y “sostenible”? Para incrementar la sostenibilidad de los sistemas agroalimentarios es crucial una visión más allá de la producción, ampliando el foco a toda la cadena: producción, transporte, transformación, conservación, gestión de residuos, etc. En los sistemas de producción ecológica, la ausencia de productos de síntesis industrial hace que las emisiones asociadas a esas actividades no se producen. Ello, unido a la presencia de altos contenidos en materia orgánica de suelos y pastos, supone una mayor capacidad de almacenamiento de carbono en los mismos. Estudios realizados en nuestro país muestran que la huella de C de los cultivos ecológicos es menor, incluso por cantidad de producto, que en sistemas convencionales. Sin embargo, si un alimento ecológico se ha producido a miles de kilómetros de nuestras despensas habrá sido necesaria gran cantidad de energía (casi siempre fósil) para su transporte y conservación, incrementando la huella de C asociada al consumo de ese alimento. Tenemos pues que poder trazar bien los alimentos que consumimos y apostar por una visión amplia de los sistemas agroalimentarios, fortaleciendo los puentes y la comunicación entre productoras y consumidores, apostando por sistemas con arraigo en el territorio, menos dependientes de insumos externos y en donde se valore tanto su sostenibilidad medioambiental como social. 

Cambios en nuestra dieta hacia su “remediterranización

En España hemos ido relegando, año tras año y desde hace décadas, una dieta sostenida en el consumo de cereales, legumbres y verduras, aceite de oliva, frutas y cantidades moderadas de carne, pescado y lácteos, en favor de hábitos entre los que impera el consumo de alimentos procesados con un elevado contenido calórico, bebidas repletas de calorías vacías, y una ingesta de alimentos de origen animal que nos sitúa a la cabeza de nuestro entorno. Todo ello conlleva importantes efectos negativos para nuestra salud, para la sostenibilidad medioambiental, y para la pervivencia de sistemas de producción tradicionales y ligados a nuestro territorio. Tal y como indica el IPCC, abordar cambios en nuestra dieta es una medida fundamental para para reducir la huella de C de nuestra alimentación. Pero es que, además, las dietas más sanas suelen ser más sostenibles

Importa mucho qué comemos, pero no solo. Debemos pensar más allá y preguntarnos, ante la lista de la compra, cómo, cuándo y dónde se ha producido ese alimento. Y, por supuesto, reducir al máximo nuestros desperdicios, hoy demasiado elevados. Procurando que, si son irremediables, vuelvan al suelo en forma de valioso compost.

Información y comunicación efectivas y afectivas

La forma en la que se producen nuestros alimentos genera importantes emisiones de gases de efecto invernadero y otros impactos medioambientales que debemos atajar. Sin embargo, el modelado de nuestros sistemas productivos no es responsabilidad exclusiva de las personas que producen nuestros alimentos. Quienes consumimos esos productos tenemos una responsabilidad, cuanto menos, compartida. La toma de conciencia necesaria pasa, inevitablemente, por un proceso ambicioso de información y educación, tal y como se recoge en “España 2050”. Contemplando, desde el etiquetado de productos que muestre sus impactos medioambientales, incluyendo todas las fases de la cadena, a un ambicioso plan de educación ambiental desde los primeros estadios de formación. Por último, y no menos importante, la implicación decidida de productoras y consumidores será solamente capitalizable si existe un marco legislativo ambicioso que la promueva y ello pasa, indefectiblemente, por nuestros parlamentos y gobiernos.

Solamente caminaremos juntos hacia una España más sostenible, en 2050 y después, si sabemos por qué lo hacemos y nos sentimos parte importante del proceso.

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