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Putin, reelegido

Vladímir Putin. EFE/EPA/NATALIA KOLESNIKOVA / Pool

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Según fuentes oficiales rusas, el 14 de marzo –después de tres días de votación– Vladimir Putin, 71 años, fue reelegido presidente de la Federación Rusa con una participación histórica del 77,4% y el mayor porcentaje de los votos emitidos –87,2%– desde que fue elegido por primera vez en el año 2000. La oposición rusa en el exilio, así como muchos de los líderes y medios de comunicación occidentales, han calificado esta elección de ser una farsa, fraudulenta e ilegítima, y la han comparado con otras votaciones en otros lugares del mundo en las que dictadores obtuvieron oficialmente apoyos muy mayoritarios.

Es evidente que la elección tuvo lugar en un estado en guerra –aunque no reconocida como tal– que ha hecho más dura la permanente represión política y mediática del régimen ruso, con una propaganda oficial prácticamente exclusiva y con las personas que podían liderar la oposición al régimen exiliadas, enmudecidas o muertas. El único candidato que se oponía a la guerra en Ucrania, Boris Nadezhdin, fue excluido por irregularidades en la presentación de las firmas necesarias para apoyar su candidatura, y el opositor más emblemático del régimen, Alexei Navalny, había muerto días antes por causas sin confirmar cuando estaba bajo la custodia del estado ruso en la cárcel de alta seguridad Lobo Polar, aunque tampoco había podido presentarse debido a su situación penal. Los tres candidatos que se presentaban frente a Putin no son considerados auténticos opositores, puesto que –a pesar de ciertas diferencias en política interna y de la negativa de uno de ellos a reconocer la independencia de Donetsk y Luhansk justo antes del inicio de la invasión de Ucrania– le apoyan en la mayoría de sus decisiones, incluidas las relativas a la guerra.

Pero nada de esto, con ser grave, puede ocultar el hecho de que Putin goza de un apoyo muy mayoritario entre la población rusa en estos momentos, tal vez mayor precisamente por la guerra. Los sondeos del centro Levada –que pasa por ser el más fiable de Rusia– daban a Putin una aceptación del 85%, mientras que para Navalny las cifras nunca superaron el 5%. Que la elección se haya hecho sin oposición real no quiere decir que, si la hubiese habido, habría ganado. Cualquiera que conozca mínimamente la Rusia actual sabe perfectamente que ese apoyo es real, aunque las cifras puedan ser discutibles. El presidente ruso –que nosotros consideramos ultranacionalista, hiperconservador, autoritario y sin escrúpulos– es para la mayoría de los rusos un hombre fuerte y sólido que ha sacado a Rusia del marasmo en el que cayó en la época de Boris Yeltsin y la ha vuelto a elevar al rango de potencia, además de haber mejorado su nivel de vida y las prestaciones sociales aprovechando la subida del precio de los hidrocarburos en sus primeros años de mandato. La oposición es hoy por hoy muy minoritaria y se concentra, sobre todo, en grupos occidentalizados y cultos de Moscú y San Petersburgo. Para hacernos una idea, la convocada “votación de las 12” que pretendía llenar las urnas con votos de protesta, se ha traducido en 1,36% de votos nulos o en blanco, que dan la respetable cifra de 1.200.000 votantes, pero no deja de ser un porcentaje insignificante.

En los países occidentales, como no podemos negar que Putin gane las elecciones –sea por el porcentaje que sea– y tampoco nos gusta lo que votan los rusos, decimos que votan con miedo o “resignados”. No nos atrevemos aún –afortunadamente– a decir que votan mal, como dijo Mario Vargas Llosa de los latinoamericanos que votaban a la izquierda. Pero en todo caso nosotros no podemos votar por ellos, y puede que los que votan a Putin no voten resignados, sino que no encuentran nada mejor, o nada menos malo, o piensen que es lo que más les conviene (que es lo más probable). Siempre podrían haberse abstenido, como han hecho 25 millones, o haber votado a algunos de los otros tres candidatos, como han hecho 10 millones, siguiendo la consigna que dio Navalny en la elección de 2018 –a la que tampoco le dejaron presentarse– de votar a cualquiera menos a Putin.

Apenas seis días después de la elección, se produjo en la sala de conciertos Crocus City Hall, a las afueras de Moscú, el peor atentado terrorista en suelo ruso desde que existe la Federación Rusa –144 muertos y 285 heridos hasta ahora–, ya que el los del teatro Dubrovka en 2002 y la escuela de Beslán, en 2004, fueron más sangrientos, pero en buena parte por la actuación de las fuerzas de seguridad rusas, que produjeron más víctimas que los propios terroristas. Veinte años después, se produce esta matanza que presenta muchos puntos oscuros, sobre todo por su simultaneidad con la masacre de los palestinos de Gaza por Israel. ¿Por qué atenta el ISIS –un movimiento islamista radical– contra uno de los países que más apoyan a los palestinos, cuando hay otros muchos que apoyan claramente a Israel? Claro que el autodenominado Estado Islámico nunca ha atacado a Israel, que en teoría debería ser su objetivo prioritario, sino a sus enemigos: el anterior atentado del grupo fue en Irán. Uno de los terroristas detenidos declaró que fue contactado a través de Telegram por un mediador desconocido, que le propuso participar en la matanza a cambio de medio millón de rublos. En todo caso, este atentado no va a debilitar a Putin, sino al contrario; como pasó en atentados anteriores, la población demanda más seguridad y mano dura, y un político como el presidente ruso, que da una imagen de firmeza y autoridad, recibe más apoyo.

Más allá de este terrible suceso, la reelección de Putin ratifica lo que ya era evidente: las sanciones occidentales, que pretendían hundir a Rusia económicamente y provocar así una presión política interna que acabara con el régimen o al menos le obligara a retirarse de Ucrania, han fracaso en su propósito. El presidente ruso sale reforzado de esta elección y es evidente que, salvo que muera o dimita antes, tenemos Putin para seis años más, y quizá para doce. Por mucho que nos disguste, esta es una realidad con la que hay que contar para definir nuestra política en relación con Rusia, y qué hacer respecto a la guerra en Ucrania.  

Precisamente una derrota en Ucrania sería posiblemente lo único que podría provocar la dimisión o incluso la muerte de Putin. Si Rusia tuviera que retirarse de todos los territorios ocupados, incluidos Crimea y Sebastopol, y se viera sometida a reparaciones de guerra, es muy probable que el régimen ruso actual saltara por los aires, no solo Putin sino también los círculos políticos y militares que lo sostienen, e incluso la Federación Rusa podría sufrir una cierta desmembración con la independencia de algunas repúblicas como Tartaristán, Chechenia u otras del Cáucaso norte.

Por eso Rusia no va a perder esta guerra: sus dirigentes no se lo pueden permitir. No se puede comparar con la retirada de la Unión Soviética de Afganistán o la de Estados Unidos de Vietnam; aquellos no eran conflictos existenciales para ninguna de las dos potencias. Putin no va a ceder, y menos ahora que se siente respaldado. Tampoco la va a ganar, en el sentido de ocupar toda Ucrania, porque no tiene capacidad para ello. Y si no tiene capacidad para ganar a Ucrania mucho menos va a emprender aventuras como atacar a un país de la OTAN, lo que provocaría la tercera guerra mundial. La escalada no interesa a nadie y menos aún a Rusia, que, ante su evidente inferioridad en la relación de fuerzas, se vería obligada –entonces sí–a emplear armas nucleares, lo que la llevaría a su propia destrucción. Esto no va a suceder, es solo propaganda de la OTAN para facilitar la aceptación del rearme.

La situación en Ucrania va a quedar estancada, con pequeñas ganancias o pérdidas territoriales de uno u otro bando, pero sin grandes éxitos que puedan decantar el resultado de la guerra. Pero, ¿hasta cuándo? Los países que apoyan a Ucrania han gastado ya más de 250.000 millones de dólares y ya empiezan a dar señales de agotamiento. En el Congreso de EEUU sigue bloqueada la ayuda pendiente de 60.000 millones, y una victoria de Trump en la elección presidencial de noviembre podría detener o limitar el apoyo a Ucrania. Los dirigentes europeos endurecen su discurso a medida que la situación se pone más difícil, pero saben que solos no podrán sostener durante mucho tiempo el esfuerzo de la guerra. Por mucho dinero o armas que envíen, al final los muertos los pone Ucrania, la destrucción también, y todo eso –sobre todo la pérdida de vidas humanas– tiene un límite, no puede durar muchos años más. Rusia también tiene muchas bajas, más que Ucrania. Pero tiene el triple de población y depende mucho menos del exterior. Prolongar la guerra no puede ser una opción

Lo que queda es aceptar la realidad y tomar el camino contrario al que se ha recorrido hasta ahora: en lugar de ir hacia la escalada, ir hacia la desescalada. Si no se puede expulsar a Rusia, habrá que buscar un acuerdo, nunca imposible, que perjudique a Ucrania lo mínimo imprescindible. Un acuerdo con el agresor, que inevitablemente llevará a la pérdida por el país agredido de algún territorio. La posible cesión no tendría que ser reconocida oficialmente y, al final podría ser temporal, la historia da muchas vueltas. Es injusto, por supuesto, pero menos malo que la situación actual, sobre todo para los ucranianos. Este acuerdo tendría que ser completado por otro pacto, mucho más amplio, entre la UE, la OTAN y Rusia, incluyendo limitaciones a los despliegues militares y medidas de confianza, para que no haya más guerras ni agresiones en el futuro y se respete por todos la soberanía de todos, sin que nadie se sienta inseguro o amenazado. Se puede hacer, y se debe hacer porque no hay ninguna solución mejor. Cuanto más se tarde, será más doloroso y más difícil.

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