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El fin del teletrabajo

Archivo - Imagen de archivo de teletrabajo

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En marzo del año pasado irrumpió con enorme fuerza, casi con tanta virulencia como el virus que lo desató, un modo desconocido de trabajar. Sin abandonar la misma habitación donde uno había dormido, la tecnología nos conectaba con nuestros compañeros de trabajo de modo inmediato, en jornadas maratonianas, con el eco de fondo de nuestros hijos y otros familiares, que hacían lo propio, rodeados por un confinamiento atroz que ya tenemos medio olvidado. Nuestros domicilios se mimetizaron en una amalgama amorfa, sin solución de continuidad, de nuestras vidas familiar, privada, profesional y personal, que apuntan a una sola que se nos escapa como el agua entre los dedos. Nos faltaba entonces, y nos sigue faltando aún el tiempo vivido, que pueda suturar esa multiplicidad de vidas en una unidad que les dote de sentido biográfico, abrazándolas. 

El poeta latino Juvenal apunta en uno de sus poemas satíricos al centro del sentimiento arrebatado de sobrevivir sin más, cuando se torna en el único modo de vivir: “Propter vitam vivendi perdere causas”. No es nada difícil que la vida pierda su color, entonces se arrastra.

La tele-vida de la que el teletrabajo es, paradójicamente, causa y consecuencia nos ha sacado de nuestras casillas justamente vitales. Nos afanamos vanamente en busca de la vida perdida, que se fue para nunca más volver; como todo lo demás que arrastra el curso frondoso del tiempo. Pero va acercándose ya el momento de pensar, y eso exige pararse, cómo queremos que sea la vida que pronto volveremos a estrenar una vez más.

Me dice el director general de una multinacional del sector del transporte, que se está liberalizando en España, que su empresa se está preparando para que el que quiera volver a trabajar en su puesto, lo pueda hacer. La presidenta de una consultora líder apunta a que el escenario con el que está haciendo sus planes no supera el 50% de los empleados en las oficinas. La directora de Recursos Humanos de una aseguradora me explica que ellos han ofrecido el siguiente dilema a sus empleados: cien por cien de teletrabajo, con la pérdida de algunos beneficios sociales anejos a la presencia en las oficinas; o, un día de teletrabajo a la semana que se puede dividir en dos medios días. A la primera opción se han apuntado un 40% de la plantilla, a la segunda el monto restante. Naturalmente, todo de modo coyuntural. No obstante, entre los máximos responsables empresariales hay una tendencia mayoritaria a que se vuelva al trabajo presencial, pero todavía no se atreven a decirlo abiertamente.

Ayudado por mis alumnos, he caído en la cuenta de varias verdades palmarias, que, como todo lo obvio, tardan en advertirse:

Trabajar en confinamiento, con la COVID-19 presente, no ayuda a entender el teletrabajo que vendrá para quedarse, pero quizá solo un rato. 

Para el que ya trabajaba, el teletrabajo le ayuda a trabajar más; para el que se escaqueaba, el teletrabajo le ofrece una coartada.  

Las herramientas digitales de comunicación que se han popularizado, y también han hastiado, van a permitir ahorrar en viajes innecesarios al otro lado del mundo y también al barrio vecino, pero no más que uno de cada tres. Si se abusa, tendrá consecuencias negativas en la calidad de la relación, cuya mejor versión es siempre personal.

El teletrabajo trufado de digitalización es una herramienta altamente eficaz en dosis adecuadas; la extra-digitalización es una patología que desorienta.

Varios canales de comunicación abiertos simultáneamente confunden. 

Antes de la pandemia se abusaba de las reuniones; ahora se abusa de las tele-reuniones, zooms, teams o calls. Sin el antes y el después de la reunión, que tienen lugar en los pasillos, cara a cara, los problemas no se resolverán.

Para sacarle todo el partido a la vida digital hay que vivir plenamente la vida real.

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