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Esto no es una violencia

El cuadro 'Esto no es una pipa', de René Magritte

Jorge Urdánoz Ganuza

Resulta desolador que, en un mal remedo del conocido ardid del poli bueno y el poli malo, el auto que el Tribunal Supremo dictó para Forcadell y otros miembros del parlamento catalán se haya venido a configurar ante la opinión pública como “garantista” frente al de la Audiencia Nacional para el Govern. En una democracia no se trata de que los polis –no digamos los jueces– sean buenos o malos, se trata de que sea imposible que haya polis malos y de que las instituciones no se dejen arrastrar por la intensidad de las pasiones políticas. Y no sé si estamos pasando la prueba.

El apartado conformado por los Fundamentos Jurídicos números 8 y 9 de ese auto, en los que el juez del Supremo desarrolla las razones por las que entiende que lo sucedido en Catalunya en los últimos meses fue un “alzamiento violento” es especialmente preocupante desde los presupuestos del Estado de Derecho. No solo estamos ante una decisión llamativamente endeble desde un punto de vista jurídico, sino sobre todo ante lo que parece ser una cesión más que preocupante desde una perspectiva política. Pero vayamos por partes.

Jurídicamente, el instructor está obligado a demostrar la existencia de “violencia” en los hechos que califica para poder así imputarles el tipo penal de Rebelión, que la conlleva necesariamente. Para ello procede a una estrategia argumental que solo nos queda esperar que alguien desmonte durante el juicio y que procede como sigue.

En el último párrafo de la página 14 del Auto, el magistrado distingue entre una “primaria concepción” de la Rebelión y una “modalidad comisiva agravada” de la misma. Aunque las dos son violentas, la segunda “además” (este “además” del juez es crucial, como se verá) se caracteriza por “esgrimir armas o por realizar combates”. Podemos, en lo que sigue, denominar a ambas “Rebelión primaria” y “Rebelión grave”.

Dado que lo acontecido en Catalunya no puede conformar la “Rebelión grave”, pues no hay ni rastro de armas ni de combates, lo que el magistrado logra con esta distinción es que pueda, todavía, encajar al menos en la “Rebelión primaria”. Pero… ¿qué es la Rebelión primaria, y qué tipo de violencia la acompaña? El Código Penal no nos lo dice. Solo habla de un “alzamiento” que ha de ser “violento” y “público”. Ante esa laguna legal, el juez del Supremo se atreve - por su cuenta y riesgo, puesto que aquí, en este trance, ni cita jurisprudencia ni apela a ley alguna en la que sostener sus afirmaciones - a definir la violencia de la “Rebelión primaria”: “el alzamiento es violento cuando se orienta de modo inequívoco a intimidar a los poderes legalmente constituidos, bien mediante el ejercicio activo de una fuerza incluso incruenta, bien mediante la exteriorización pública y patente de estarse dispuesto a su utilización”.

Este paso argumental adolece, desde un punto de vista jurídico, de considerables problemas. El magistrado utiliza expresamente el término “intimidar”, y hace recaer sobre el mismo toda la carga delimitativa de la violencia. Relean su definición: violencia es igual a “intimidar”. Pero en el Código Penal la intimidación configura una acción distinta de la violencia. Solo eso explica que muchos artículos desciendan a distinguir entre “violencia, intimidación o engaño”, una coletilla legal casi automática en numerosísimos delitos especialmente graves. Si la violencia se pudiera identificar como intimidación, como el juez pretende, esas precisiones terminológicas carecerían de sentido. Por tanto, la violencia ha de definirse necesariamente como algo distinto a la intimidación, y confundirlas en un mismo tipo no presenta demasiado sentido jurídico de acuerdo con el propio Código Penal.

Más allá de eso, es la propia distinción que el Magistrado –no el Código– instituye entre una “Rebelión primaria” y otra “agravada” la que se revela del todo injustificada. Cuando se leen los trece artículos que configuran jurídicamente el delito de Rebelión, es indudable que estamos ante un delito en el que el “alzamiento” y la “violencia” se construyen sobre un modelo de golpe militar clásico, esto es, el modelo mediante el que un grupo de hombres armados toma el poder por la fuerza de las armas. En esos trece artículos aparecen las siguientes expresiones: “armas”, “si ha habido combate”, “estragos”, “violencias graves contra las personas”, “tropas o cualquier otra clase de fuerza armada para cometer el delito de rebelión”, “el militar que no empleare los medios a su alcance para contener la rebelión”, “(el militar que) teniendo conocimiento de que se trata de cometer un delito de rebelión, no lo denuncie”, etc.

La distinción entre una y otra rebelión no solo sencillamente no aparece en la letra de la ley, sino que además la posibilidad de que la ley la contemple, como una hipotética interpretación plausible dentro de los límites de lo jurídicamente válido –en el espíritu y no en la letra, como suele decirse– se viene abajo cuando atendemos a las consecuencias lógicas que tal distinción irremediablemente conllevaría. La alusión a las “armas” y a los “combates” no tipifica un delito de Rebelión “más serio” que otro, o algo así, sino que viene a distinguir la manifestación final de la Rebelión (473.2) de la inducción a la misma, que se penará de modo menor en caso de que no llegue a producirse el levantamiento violento que siempre es la rebelión (473.1).

No parece posible, en efecto, interpretar de otro modo la diferencia entre ambas penas, pues la extrañísima hipótesis de una “rebelión primaria” conllevaría numerosas contradicciones en todo el articulado posterior, que sencillamente no contempla tal posibilidad. Por lo demás, a nadie se le ha ocurrido nunca distinguir, en sede legislativa, entre rebeliones graves y leves, porque la rebelión es, de por sí, el mayor delito que cabe suponer ante un ordenamiento jurídico: el del uso de la fuerza para derrocarlo.

Por eso lo verdaderamente preocupante no es tanto la cuestión meramente jurídica del mayor o menor acierto del auto, sino la eminentemente política de que la redacción del mismo parece, desde un punto de vista lógico-textual, haber sido pensada no de acuerdo a la ética del Estado de Derecho –esto es: primero los hechos, luego el delito tipificado por la ley– sino desde la del populismo judicial, según la cual el delito aparece como decidido de antemano y a posteriori se buscan los hechos que lo confirmen. Como si los numerosísimos y estruendosos dictámenes que afirmaban que lo de Catalunya era un “golpe de Estado” y las no menos cuantiosas y enardecidas exigencias de “cárcel” y de sentencias “ejemplarizantes” hubieran llegado a torcer tanto la mera evidencia textual de que el delito de “golpe de estado” no existe en el código penal como la primordial convicción política y moral de que los castigos ejemplarizantes son propios de tradiciones jurídicas medievales de las que toda democracia digna de tal nombre no puede sino huir como de la quema.

Magritte tiene un cuadro titulado Esto no es una pipa en el que lo que aparece dibujado es, sin género de dudas, una pipa. Del mismo modo, este extraño auto judicial en el que lo que se dibuja es un escenario de “alzamiento”, “violencia” y “rebelión” en Catalunya debería titularse, como si fuera una obra de arte surrealista, “esto no es una violencia”. Con independencia de lo que cada uno pensemos sobre el procés, a lo que hemos asistido ha sido un movimiento esencialmente pacífico, no a una rebelión, o no al menos a una rebelión tal y como la ley – única instancia a la que puede apelarse en un Estado de Derecho - la entiende.

Por lo demás, y aunque se diría que no tiene relación con todo esto, mientras en estos últimos cinco años los habitantes de un pedazo del planeta especialmente privilegiado nos hemos dedicado en cuerpo y alma a discutir sobre este malhadado procés al son de los dos no menos malhadados nacionalismos que lo alimentan, unos trece mil seres humanos han dejado su vida en ese mismo Mediterráneo que baña las aguas de Catalunya. Ya les digo que perece que no viene a cuento, pero nunca está de más recordar que el mal en este mundo no viene casi nunca del lado de lo perverso, sino casi siempre del de lo frívolo.

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