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El arte de perderse

La escritora Rebecca Solnit, autora de 'Una guía sobre el arte de perderse'

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Voy en un tren que me lleva desde Granada a Sevilla. Siento que va lento, muy despacio, que, al otro lado de la ventana, los árboles se detienen si los miro, que las nubes están paralizadas en el cielo como en una fotografía. El tiempo en un tren no existe: no miro el reloj ni consulto las notificaciones del móvil. Simplemente, escribo una letra detrás de otra, me asomo a la ventana, veo caer el sol, leo una página, rememoro el último paseo por las calles granaínas, la gente que conocí, todo lo que me contaron. A veces sucede que, cuando voy a ferias del libro a firmar o a presentar y doy vueltas y vueltas de una ciudad a otra como una peonza, me pierdo, me desconecto de mí misma. Sigo la corriente: el siguiente tren, la siguiente ciudad, la siguiente firma y el cansancio infinito.

Es emocionante, supongo, hacer estos viajes promocionales y sentir que recupero una parte de mi yo prematernal. Pero a veces sucede que me canso de viajar y de dormir fuera y de trabajar en los trenes y los hoteles y me pierdo de mí. No sé si a ustedes les pasa a veces: que se pierden, se desconectan, la vida, el espíritu de los tiempos que diría Jung, la velocidad del mundo les arrastra. Y, cuando me subo al tren o me quedo sola un ratito en una calle que no conozco o llego al hotel y la oscuridad invade todos los rincones de la estancia, soy consciente de esa desconexión, de la extrañeza que me invade. Dice Rebecca Solnit que el amor, la sabiduría, la inspiración vienen precisamente de lo desconocido, de la extrañeza. Y se pregunta tomando el hilo que le tiende el filósofo Menón: “¿Cómo emprender la búsqueda de cosas que, en cierto modo, tienen que ver con desplazar las fronteras del propio ser hacia territorios desconocidos, con convertirse en otra persona?”.

Cuando estoy en mi casa sé lo que tengo que hacer, los días son iguales unos a otros y encuentro cierto consuelo en esa repetición. Siento algunas veces un pinchazo en el pecho, una desazón, un calambre ansioso y desesperado como si quisiera salir corriendo y perderme esta vez sí queriendo. Pero se me pasa porque tengo lavadoras que poner, fechas de entrega, un hijo al que cuidar. Es cuando me quedo sola después de una presentación, de una firma, cuando voy en este tren y el tiempo parece detenerse, cuando todo esto me viene a la cabeza y lo escribo. Escribir es la única manera que tengo de mantener un diálogo ordenado conmigo misma. El resto del tiempo todo es un misterio, incierto e impredecible. Y es en estos viajes, en estos encuentros fortuitos con desconocidos y desconocidas donde, de repente, algo encaja, cobra sentido, el equilibrio vuelve y regreso a mí. Me gusta escuchar las historias de la gente. Hay personas que solo se permiten cierta honestidad con los desconocidos y yo me siento a escuchar y hago preguntas y dejo que me cuenten porque todo lo que tengan que decirme me interesa. Están tan perdidos como yo, se sienten tan solos como yo muchas veces y es únicamente en ese fortuito y azaroso momento de conexión cuando todo encaja.

¿Qué pasaría si nos perdiéramos juntos? ¿Si saliéramos a las calles y cerráramos los ojos por un momento y diéramos tres vueltas y echáramos a andar de nuevo sin rumbo? Sería hermoso y sano que, como sociedad, procuráramos espacios para perdernos: olvidáramos la identidad por un momento y, como le sucedía a Virginia Woolf, formáramos parte del tumulto de gente anónima porque “en cada una de estas vidas se podría penetrar un trecho, lo suficiente como para que a uno le diera la impresión de no estar amarrado a una única mente, sino que por un breve espacio de tiempo, por unos minutos, puede inmiscuirse en los cuerpos y mentes de otros”.

Sigo escribiendo y el sol se ha escondido. Las nubes que veía hace un momento en el cielo son otras ahora, borrosas en el horizonte, tragadas por la noche que se anticipa. Es justo ahora en este tren donde puedo pensar, escribir o, simplemente, estar en silencio, sola, perdida. Y pienso ahora en la importancia que tiene la literatura, la posibilidad de contarnos historias los unos a los otros, historias que nos saquen de nosotros mismos y nos permitan cultivar la empatía que tanta falta nos hace. 

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