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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

¿Cómo hubiera sido el cuento?

Barbijaputa

Desde que saltó a los medios el caso de Juana Rivas, las feministas hemos visto con estupefacción no sólo la violencia institucional que se ha ejercido sobre ella -parece que nunca nos curamos de espanto-, sino también el brutal juicio social, basado en la más apabullante misoginia.

El espectáculo que hemos visto, en forma de reportajes a doble página y de entrevistas televisadas, ha servido para blanquear la imagen de la expareja de Juana sin que ningún responsable se sonroje siquiera. En cuanto a clics, tenía todo el sentido publicar cosas como que el lugar donde Juana residía con quien la maltrató era “un idílico pero algo alejado entorno natural que pudo agudizar la sensación que adujo Rivas de encontrarse atrapada cuando las cosas se torcieron”. También sabía El País, el medio en el que esto se publicó, que escribir que “Arcuri es un tipo sosegado pero de ideas firmes”, echaría más leña al fuego a todos aquellos que mantenían que Juana mentía -lo de las denuncias falsas, ustedes saben-. Leña a la mancha misógina que aseguraba que ella solo quería “robarles” los niños a su pobre marido. Más y más leña, en cada canal, en cada medio, a esa imagen machista de mujer desequilibrada que haría cualquier cosa para tener a sus hijos sólo para ella. Esa imagen femenina que está en el imaginario de la sociedad: fría, calculadora, que finge, que llora lágrimas de cocodrilo, que lo tiene todo planeado para “quedarse” con los hijos y, además, un buena pensión de su ex para no tener que volver a trabajar en su vida. Esa malvada y perversa mujer, esa madrastra de Disney que tenemos todos en la cabeza, esa arpía estereotipada que es capaz de los planes más enrevesados con tal de salirse con la suya. En definitiva: esa mujer que hemos visto millones de veces en el ficción pero que, si nos preguntan por una sola en nuestro entorno, no tenemos ni un nombre que ofrecer como respuesta.

Secuestradora, loca, arpía, desequilibrada, mentirosa, delincuente, mala. ¡Denuncia falsa!, ¡quiere su dinero!, ¡quiere la pensión!  ¿Quién no ha leído o escuchado estos calificativos dirigidos a Juana, si no en la calle en sus redes sociales? Eso sí, no se le escucha desde que ha sido el ex de Juana quien ha empezado a hablar de indemnizaciones millonarias. 

Los machistas se han encontrado este verano con un caso perfecto para airear sus vergüenzas: insultar a Juana y hacer activismo por su pobre ex, un hombre “sosegado” que un día se vio sin sus hijos. El príncipe azul vs la madrastra del cuento: víctima y verdugo. Les ha cuadrado muy bien la historia para dejarse llevar por sus pulsiones machistas, alegando incluso que lo importante eran las criaturas, y que era urgente para ellas que no volvieran a ver a una madre que no dudaba en secuestrarlos.

Sólo para poner de relieve que el machismo les ha moldeado el discurso en este caso, lanzo una pregunta: ¿cuánto cambiaría el griterío machista de estos días si la expareja de Juana fuera de un país de mayoría musulmana en vez de italiano? ¿Qué gimnasia mental habrían practicado todos esos que ahora se erigen de pronto en los adalides de los derechos de menores? ¿Qué habría pasado de haber hecho entrar en conflicto su misoginia con su xenofobia? El resultado no es difícil adivinarlo: no defenderían la inocencia de un hombre que ya había confesado maltratar a su mujer (si me apuran, no lo harían aunque no tuviera condena alguna), y además culparían a Juana por enamorarse de un musulmán. La culpable, al final, seguiría siendo ella, pero el apoyo social a su desobediencia para poner a salvo a sus hijos hubiera sido unánime. Porque pocos machistas habrían hecho activismo al nivel que hemos visto: los prejuicios suelen ir unidos, así que la xenofobia hubiera impedido que perdieran su tiempo defendiendo a uno distinto a ellos. 

Pero no hablamos de uno diferente a ellos, hablamos de un italiano, tan parecido a un español. Y hablamos de un “entorno idílico” en Italia, no de Irán, ese país lejano que, como todo lo que se desconoce, provoca rechazo en los cortos de miras. ¿Imaginan a El País viajando hasta un país de mayoría musulmana para entrevistar a un hombre que fue condenado por violencia de género? ¿Imaginan describiéndolo como un hombre sosegado que vive en un entorno de ensueño en el que Juana se “sintió quizá atrapada”? Yo tampoco.

La desobediencia de Juana hubiera sido jaleada casi al unísono, algunos culpándola de camino por enamorarse de “alguien así”, sí, porque el machismo y la xenofobia seguirían existiendo y los liberan siempre que pueden, pero nadie dudaría de lo óptimo de sus decisiones. Y si alguien blandiera la ley en los medios para justificar que debería entregar a sus hijos sí o sí, muchos de quienes la tachan hoy de ser una “secuestradora”, se revolverían incómodos.

Cuando la opinión de alguien cambia según la nacionalidad, la religión, la orientación sexual, etc. del verdugo o de la víctima, y cambia precisamente para posicionarse junto al del grupo opresor, está sumando opresión al vulnerable más que opinando.

Las leyes siempre van por detrás de la realidad de cada sociedad, es solo con presión social como se logra que los políticos legislen de forma acorde al sentir popular. Casos como el de Juana Rivas nos muestran por qué es necesario el feminismo, y por qué hay que seguir presionando para que ninguna mujer vuelva a ver cómo la separan de sus hijos para entregárselos a quien la maltrató. Para que se respeten los derechos de las criaturas a crecer en un entorno sin violencia. Para que los maltratadores no sólo cumplan condenas justas, sino también para que el sistema se asegure de que la reinserción es efectiva, y no sólo papel mojado. 

El feminismo seguirá peleando para tener esa sociedad que nos merecemos, y para dejar de sufrir la que tenemos.

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