Todos los que hemos sido educados en la tradición cristiana somos conscientes de que su antropología se basa en la idea de que todos los seres humanos comparten la misma dignidad porque han sido creados por Dios. Esta concepción contribuyó decisivamente a la consolidación de un universalismo moral de gran importancia para Occidente, que más tarde, ya en la Edad Moderna, sería reinterpretado y secularizado en las teorías de los derechos naturales, dejando asimismo una huella indirecta en el posterior lenguaje de los derechos humanos.
En su influyente libro 'Against the Tide', el historiador económico Douglas Irwin muestra además cómo ciertas corrientes del pensamiento cristiano contribuyeron tempranamente a legitimar el comercio como una actividad socialmente necesaria y moralmente admisible. A pesar de sus raíces anti-comerciales, el cristianismo terminó consolidando la doctrina según la cual todas las riquezas y recursos del planeta tierra habrían sido dispersadas deliberadamente por Dios para fomentar el comercio y la cooperación pacífica entre seres humanos. Ya en el siglo V, algunos pensadores cristianos como Teodoreto, nos dice Irwin, entendían que la ausencia de autosuficiencia económica obligaba a las sociedades a cultivar la amistad a lo largo del mundo. Consecuentemente, los seres humanos no serían otra cosa que hermanos obligados a compartir la herencia de los escasos recursos naturales que nos ha legado el planeta Tierra.
Es sabido, sin embargo, que esta cosmovisión fue sepultada por las prácticas brutales de conquistas, guerras, matanzas y esclavitud, no pocas veces justificadas también en nombre del cristianismo. No obstante, incluso en los peores momentos de la historia, como los que sucedieron a la invasión de América por parte de las tropas españolas, la sociedad cristiana sufría en su seno la viva tensión entre la doctrina del imago Dei —todos somos hijos de Dios— e interpretaciones ad hoc elaboradas para justificar nuevas jerarquías sociales y étnicas. Quizás no hay mejor ejemplo que el debate de Valladolid de 1550, donde Bartolomé de las Casas defendió como iguales en naturaleza a los indios americanos frente a quienes consideraban que eran seres inferiores que merecían los castigos que los conquistadores les estaban infligiendo. Esta tensión permanente explica por qué el cristianismo fue tanto fuente de crítica como lenguaje legitimador del dominio.
Posteriormente, con la consolidación de los Estados-nación, el universalismo cristiano fue progresivamente subordinado a lógicas nacionales y propietarias, en un proceso que reinterpretó —y en parte vació— el principio del imago Dei, aunque perviviendo como tradición discursiva —que es la forma en la que me llegó a mí cuando era niño, por ejemplo—. Es esta lenta ruptura con los principios cristianos básicos la que explica la paradoja de los actuales partidos de extrema derecha —y sus votantes— que se declaran cristianos, pero, al mismo tiempo, albergan un odio profundo frente a aquellos seres humanos nacidos como pobres en otras partes del mundo. Se trata de una reconfiguración identitaria del cristianismo que vacía su universalismo moral y lo convierte en un dispositivo cultural de exclusión nacional, un giro especialmente presente en los movimientos fascistas.
Los recientes incidentes de Badalona, donde más de 400 inmigrantes se quedaron en la calle tras ser desalojados de un viejo instituto en el que se refugiaban del frío, son una manifestación contemporánea de esta deriva. A pesar de que el ayuntamiento estaba obligado por la justicia a buscar una salida habitacional a estas personas, tuvo que ser en primera instancia la Iglesia la que se ofreció a dar cobijo a una parte de los afectados. Frente a ellos, un par de centenares de vecinos racistas maniobró para evitar esa ayuda que la Iglesia ofrecía. Una muestra de fascismo que condensa lo peor de la especie humana: el deseo de no permitir ni la más ligera ayuda a las personas que más lo necesitan.
Según nos dice la prensa, el alcalde del municipio, el ultra Xavier García Albiol —del PP—, acudió a la improvisada manifestación fascista para intentar mediar. En los audios grabados se escucha, sin embargo, cómo lo que hace el alcalde es ofrecer recomendaciones a los exaltados para que no incurran en delitos de odio que luego puedan ser utilizados como pruebas en los tribunales. Además de eso, que es más una colaboración con los fascistas que una mediación, el alcalde vio cómo fracasaba su propuesta de permitir a los inmigrantes dormir al menos esa misma noche en la Iglesia: los vecinos fascistas no aceptaron siquiera esa mínima cesión.
En realidad, Albiol ha podido comprobar de primera mano que es mucho más fácil incitar a la población a subir con antorchas al monte que luego convencerles de que la prudencia es más adecuada y que lo razonable es bajar civilizadamente. Este alcalde del PP fue uno de los primeros en incitar al odio con su discurso anti-inmigración, y hasta ahora lo ha podido rentabilizar políticamente. Sin embargo, en estos momentos se siente desbordado porque son otros los que canalizan un odio que ya no encuentra límites. Es exactamente lo que le ocurre al PP en toda España: por mucho discurso antiinmigración, es la extrema derecha de Vox la que gana con cada episodio como el de Badalona.
Por fortuna, organizaciones de clase como CCOO, y también vecinos particulares y las propias organizaciones de la Iglesia, han sido ejemplo a la hora de asistir y ayudar a personas cuyo principal hándicap fue nacer en el sitio inadecuado en un mundo desigual. Todos ellos serían hoy la versión más avanzada y coherente de nuestro histórico Bartolomé de las Casas, quien consecuentemente también denunció los maltratos y abusos contra aquellos pobres atravesados por las lanzas españolas. Por el contrario, los elementos fascistas que se manifestaban el otro día, junto con los líderes de Vox y PP que han alimentado este clima o que directamente protegen y animan estos comportamientos, hubieran estado en 1550 alineados con aquellos otros teólogos que, olvidándose de las raíces cristianas, preferían la rentabilidad de un mundo desgarrado en guerras y miseria.
Como este tipo de situaciones enseña, no es demasiado atrevido conjeturar que la mayoría de esos manifestantes fascistas —así como los líderes de Vox y PP que les incitaron o aplaudieron— se marcharon luego a finalizar los preparativos de las fiestas de Navidad; seguramente pusieron belenes en sus casas y festejaron en familia el nacimiento de aquel niño palestino de cuya prédica ya nadie se acuerda porque el nacionalismo étnico y el atractivo del dinero se lo ha comido todo.
Por eso cabe la reflexión de hasta qué punto una parte de nuestra sociedad ha vaciado de contenido las palabras que dice venerar —cristianismo, dignidad, humanidad— y las ha reducido a un decorado cultural sin obligaciones morales. No hay belén que pueda ocultar el hecho de que negar cobijo, comida o abrigo a quienes duermen en la calle no es solo una barbarie política, sino una quiebra ética profunda. Si el cristianismo significa algo más que folklore y consigna identitaria, entonces se expresa primariamente en la obligación de socorrer al vulnerable. Todo lo demás —las antorchas, los gritos, la cobardía institucional y la complicidad calculada— no es tradición, ni orden, ni defensa de nada: es simple y llanamente fascismo envuelto en papel de Navidad.