Es el business, estúpido
Disculpen la impertinencia del título. Es tan amplia la oferta de opinión que cuesta mucho conseguir la atención de los lectores y su click. Total, que hay que buscarse la vida y los titulares son una buena manera. Aunque no a cualquier precio, todo sea dicho. Espero que capten la ironía.
La última filtración de la serie del comisario Villarejo, en este caso de una conversación con el periodista Antonio García Ferreras, ha generado, como es lógico, una gran convulsión. No solo por lo que ya era evidente, la guerra sucia de los aparatos del Estado, en este caso contra Podemos. También por el papel de colaboradores necesarios que juegan algunos medios de comunicación -no todos, afortunadamente. En este caso, también.
No tengo ninguna duda de que Pablo Iglesias y Podemos han sido víctimas de una campaña sucia brutal de las cloacas del Estado. Y que ha sido determinante la difusión de noticias falsas por parte de determinados medios de comunicación.
Sin difusión mediática no hay guerra sucia. Aunque en las informaciones emitidas se hablara de presuntos casos o se diera la posibilidad de defenderse a los acusados de las falsedades, lo que importa es el marco comunicativo de sospecha que estas noticias crean. Eso lo saben todos los profesionales, por eso debe exigirse mucho rigor y autocontención en la emisión de informaciones no suficientemente contrastadas. Una vez causado el daño, su reparación es prácticamente imposible.
Tampoco albergo muchas dudas de que esta guerra sucia tenía un objetivo, evitar el ascenso político de Podemos, que fue interpretado por las grandes corporaciones mediáticas como un riesgo para sus intereses económicos y de poder.
No es una novedad el poder que ostentan los medios de comunicación y su capacidad de incidir en la política. Las recientes declaraciones de Antonio Caño hablando de cómo, en su época de director de El País, hicieron todo lo que pudieron -sin éxito- para impedir un gobierno de coalición y para arrastrar al PSOE hacia Ciudadanos me exime de más explicaciones. Algunas“patums” del periodismo viven con verdadero éxtasis su “misión” de marcarles la ruta a los dirigentes políticos. Por eso se revuelven contra ellos cuando no consiguen incidir en sus decisiones o doblegar su voluntad. Actúan como tiranos mediáticos que ejercen un poder absolutista.
Sin restarle importancia al impacto que esta trama de informaciones falsas ha tenido sobre Podemos, hay otras miradas que me parecen imprescindibles si de verdad se quieren sacar consecuencias útiles. Deberíamos recordar que la democracia se sustenta, entre otros factores, en el pluralismo político y que este requiere que se garantice el derecho fundamental de la ciudadanía a recibir información veraz como exige el artículo 20 de la CE.
Cuando la información no es veraz, el pluralismo y la democracia se deterioran irreversiblemente. Este es hoy un problema que se da en todo el mundo, lo que lo hace aún más grave. Son muchas y complejas las razones, entre ellas una que está muy presente en este escándalo. La múltiple crisis de los medios de comunicación -de función social y de modelo de negocio- es uno de los factores que contribuye a la crisis de la democracia.
En mi libro del 2018, Empantanados, dediqué un capítulo “atrapados entre la Brunete y la Ítaca” a advertir del papel que jugaron en el procés, los profesionales y los medios -no todos- que en Madrid y Catalunya se olvidaron de su función social, contribuir al pluralismo social, y decidieron organizar burbujas mediáticas – la Brunete y la Ítaca- para agrupar a los respectivos hooligans.
Más recientemente, en “La pandemia del capitalismo”, volví sobre el tema con un provocador interrogante: “medios de comunicación ¿garantía o carcoma de la democracia?” En él emití un diagnóstico muy negro: “el deterioro de las bases morales de nuestra sociedad tiene en la comunicación, tal como se practica hoy, un poderoso aliado”
Ese deterioro moral se produce no solo en el promiscuo territorio de relación entre medios y política. Sin ir más lejos, el “populismo punitivo” se alimenta del tratamiento escabroso que suelen ofrecer muchos medios cada vez que se produce un caso de delincuencia con elevadas dosis de violencia. Aunque lo vistan de obligación informativa es pura búsqueda de la audiencia, a cualquier precio.
La crisis de modelo de negocio genera en los medios, que no tienen garantizada su independencia económica, una doble dependencia, la de la publicidad y la de la audiencia, que están indisolublemente unidas. Esto explica, entre otras cosas, que los conflictos laborales en las empresas que son grandes emisores de publicidad no aparezcan nunca en los grandes medios de comunicación, receptores de los ingresos por publicidad.
También comporta que la batalla por la supervivencia los lleva en ocasiones a terrenos pantanosos, en el que parece primar el “todo por la audiencia”. En ocasiones, incluso más que la orientación política del medio. No deberíamos obviar que las grandes corporaciones suelen repartir sus huevos en diferentes cestas mediáticas, siempre con criterios de beneficio empresarial, en los que la audiencia juega un papel clave.
Sin ir más lejos, el grupo propietario de Atresmedia controla ofertas comunicativas para todos los gustos. Así, ofrece contenidos a las personas con una sensibilidad más progresista a través de la Sexta, al tiempo que ofrece otros distintos a los asiduos a Antena 3, o a los de la Razón o a los de Onda Cero. Incluso durante un tiempo controlaron el periódico en catalán, Avui, donde José Manuel Lara, capitán del grupo Planeta, decidió abocar unas decenas de millones de euros, sabiendo que los perdía.
La crisis de función social de los medios de comunicación y de modelo de negocio, que se retroalimentan, han agravado esta adicción a la audiencia de televisiones o radios. También la sangrante pugna por los clicks en los medios digitales que, en muchos casos, son fruto de la reconversión de medios tradicionales o de la iniciativa empresarial de profesionales seniors expulsados de su hábitat natural.
Solo desde esta perspectiva se puede entender la aparente contradicción que plantean en su descargo los profesionales de La Sexta. Afirman que es incoherente imputarles una persecución contra Podemos cuando hace unos años se les acusaba de ser la televisión de Pablo Iglesias y Podemos.
Se trata de una contradicción solo aparente. Porque hay un factor, la batalla insomne por la audiencia, que recorre y explica más que ninguna otra razón, su actuación profesional y la de muchos medios de comunicación.
Cuando, a partir del 2014, La Sexta se convirtió en la plataforma mediática que dio a conocer un proyecto político naciente no lo hizo para que Podemos sustituyera a Izquierda Unida o para promover el sorpaso al PSOE sino buscando la audiencia. Cuando, en el marco de Vistalegre 2 y la ruptura de Podemos, se comienza a dar mucha cobertura a Iñigo Errejón no significa que en La Sexta se hicieran errejonistas. Buscaban audiencia. Cuando, de golpe, Vox irrumpe a todas horas en la cadena, incluso antes de tener ninguna representación institucional no es que los “izquierdosos” de La Sexta se hayan vuelto de extrema derecha. Simplemente buscaban audiencia que en televisión se mide al minuto, por no decir al segundo. No olvidemos que el capital de control de Atresmedia y sus intereses son los mismos durante todo este período.
Otro factor que no deberíamos pasar por alto es que la búsqueda insomne de la audiencia por los medios cuenta con la inestimable cooperación de la búsqueda infatigable de presencia por parte de dirigentes políticos. Audiencia y presencia se retroalimentan mutuamente y el caso que estamos comentando es una prueba evidente.
Espero que no se me malinterprete, aunque después de asumir el riesgo de dar mi opinión sobre un tema tan polarizado tampoco es descartable. Que la razón de estas y otras actuaciones de los medios de comunicación sea la búsqueda de la audiencia no se convierte en un eximente de responsabilidad. Al contrario, sitúa en primer término el debate de los límites que debe acompañar cualquier actuación humana. Especialmente si se produce en un ámbito que es determinante para la calidad del sistema democrático.
La batalla por la audiencia debe tener límites éticos. Y uno de ellos debería ser no usar nunca, como fuentes de información, a personas con comportamientos mafiosos como Villarejo o personajes sin escrúpulos como Inda, que corroen todo lo que tocan. Es cierto, ofrecen muchas exclusivas y con ellas audiencia, pero comporta el riesgo evidente de contaminar a todo el que se acerque. Y eso es lo que ha pasado, creo.
El reto que plantea la crisis de los medios de comunicación no es fácil de abordar. ¿Qué se puede hacer? La ciudadanía podemos ayudar y mucho. De entrada, abandonar las tendencias al gregarismo. No es de recibo que alabemos y justifiquemos malas praxis comunicativas, cuando sirven para reforzar nuestros planteamientos, y luego nos quejemos amargamente cuando se utilizan para deteriorar nuestras posiciones.
Si la ciudadanía queremos medios y profesionales que ejerzan su tarea con libertad -que nunca será absoluta- debemos asumir la necesidad de financiarlos. Con impuestos cuando se trate de medios públicos y con cuotas de cooperativista o simple lector, cuando se trate de medios privados. Si no lo hacemos, enviamos a los profesionales a las galeras de los intereses del poder económico. Y luego no nos podemos quejar plañideramente.
Pero la principal responsabilidad y el protagonismo para abordar este importante problema de nuestro sistema democrático es de los profesionales de la comunicación. La crisis de la democracia tiene orígenes diversos y complejos, pero cada vez parece más evidente que uno de los factores que la alimenta es la crisis de los medios de comunicación.
Esta reflexión solo será útil si se impulsa desde los propios profesionales y va acompañada de medidas de auto regulación que son imprescindibles para no continuar despeñándose por la pendiente de la degradación de la comunicación y con ella de la democracia.
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